Será Otra Cosa: En tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada

 

Especial para En Rojo

(1)  En polvo

Hace años muy pocas personas optaban por la cremación, y no había procedimientos muy civilizados u ordenados para hacerlo. Cuando en septiembre de 1985 fuimos juntos, mi esposo y yo, a buscar las cenizas de su padre al crematorio nos encontramos con un lugar que parecía más bien un taller de mecánica. El encargado salió de una oficinita cargando con una insólita caja de cartón y antes de entregarnosla le sacudió unas poquitas cenizas que quedaban sobre la tapa. Nos montamos en el carro, un Isuzu Imark de dos puertas sin aire acondicionado que a mí me pareció entonces el coche fúnebre más apropiado para un sujeto como mi difunto suegro, el artista Roberto (Boquio) Alberty, y enfilamos al primer «baquinoquio».

Por insistencia de la tía Haydée, Carlos depositó las cenizas de Boquio en la tumba familiar en el cementerio de Carolina, donde desde aquel día se reunieron anualmente, con muy pocas excepciones, amigos y conocidos en una jornada de arte, música, poesía y jolgorio en su memoria y la de otra gente de la que hubo que ir despidiéndose cada año. El último «baquinoquio» fue el del propio Carlos Alberty en el 2019. La pandemia, el cansancio y posiblemente la ausencia de muchos de los contemporáneos, ha desalentado la celebración, aunque me temo que podría resucitar en cualquier momento.

Para el difunto Carlos, por otro lado, hubo la opción de una sepultura, propiedad de la familia materna, en otro cementerio que sonaba muy romántico, justo al lado del mar, en Isla Verde. En ese sitio hubieran quedado sus cenizas, sino hubiera sido porque el desorden de las iguanas playeras espantó a sus hijos que prefirieron dejar en la sala de nuestra casa la hermosa caja de madera que le obsequiaron sus colegas universitarios como última morada.

La caja es bastante amplia, debo decir, y ya mis hijos han sugerido depositarme eventualmente a mí en el mismo lugar. Como la dejaron conmigo, en una mesita baja frente al televisor, la miro de reojo con aprensión. Que no se entusiasmen demasiado, no tengo planes de mudarme a ese reducido recinto por los próximos treinta años.

Cuando les tocó el turno a mis padres, ya la cremación era habitual en muchas familias. Hay muchas razones para la popularidad de este procedimiento, pero creo que principalmente tiene que ver con la actitud ante la muerte. He observado dos extremos entre las variedades de velorios que se destacan de los comunes y corrientes: el funeral como espectáculo (el muerto parado, sentado, en ambulancia) y el funeral discreto (pocas horas de velorio, si alguna; cremación y ceremonia privada), como si morirse fuera un acto vergonzoso. No sé a qué conclusión lleguen la antropología y la sociología. Para mi papá, que lo estuvo pensando muchos años, la cremación era parte de su actitud de desprendimiento de lo material, y juro que cuando murió, justo después de exhalar literalmente su último suspiro, aquel cuerpo quedó vacío. Mi mamá, por su parte, no quería morirse, así que habló poco del asunto, pero en algún momento accedió unirse a mi papá cuando ya fuera inevitable. Y así fue.

No recuerdo de quién fue la idea, y si acaso llegamos a acordarlo, pero esperamos a que mi madre muriera para disponer de las dos cajas en el mismo lugar, bajo la misma lápida. A pesar de los vaticinios de algunas huérfanas, asistentes al primer velorio, mi madre no lo siguió enseguida como suele pasar con las parejas longevas; su pena después de seis décadas de matrimonio no fue suficiente como para aniquilarla, o sus ganas de vivir fueron más fuertes, no lo sé, pero hubo que esperar catorce años para la morbosa reunión. El proceso fue a plazos incómodos, la senilidad tuvo clemencia de su cuerpo – los desmemoriados no sufren por su pasado, no lo recuerdan con fuerza suficiente – y aquel corazón destartalado resistió todo ese tiempo presintiendo la presencia del marido en su cuarto, inventándole una vida paralela, lejos de ella, en otra casa, ausente e ingrato (hace tiempo no lo veo, ¿sabes algo de tu padre?), pero vivo. Mientras tanto, las cenizas del abuelo permanecían en lo alto de un estante, en la biblioteca donde pasó la mayor parte de sus días, aislado y feliz en su solitaria vida interior. Finalmente, el tiempo agotó sus energías una mañana de sábado, después de uno de los temblores de enero del fatídico año del 2020. Así, discretamente, sin fanfarria alguna, todavía fresca y perfumada de su baño mañanero, paró de respirar y se murió.

Este agosto, cuando por fin mis hermanas han perdido el miedo a viajar, quedamos en reunirnos para la colocación de los restos. He tenido noticias de esparcimientos de cenizas frente a una panadería, bajo una ceiba del vecindario, arrancadas por el viento contrario en alta mar, dispersas en el estacionamiento del Yunque y hasta integradas a performances caníbales. Yo hubiera preferido dispersarlas en algún lugar familiar, pero los espacios habituales se han transformado tanto, todo cambia de formas tan impredecibles en este país, que prevaleció la idea de la lápida en la pared para custodiar las dos cajas de cenizas.

He pensado entonces con nostalgia en los hermosos cementerios que he visto en mis viajes, las escenas luctuosas de algunas películas, y he echado de menos un parque, un jardín, un espacio público para celebrar la muerte, que es también celebrar la vida. Así fue como llegué al tema de los cementerios.

(2) En sombra

Hace unas semanas leí en el Washington Post la historia de una mujer riquísima que acabó en una fosa común de la Isla de Hart, la llamada «isla olvidada» o «isla de las lágrimas» donde se dispone de los cadáveres sin reclamar desde la segunda mitad del siglo XIX, en la ciudad de Nueva York. El artículo de Mary Jordan destaca que últimamente ha crecido la cantidad de inquilinos de esta isla-cementerio, no tanto por la última pandemia que tan duro asoló esa ciudad sino por la indiferencia de mucha gente por los ritos funerarios. No es que Valeria Grifith, de quien trata la historia, no tuviera donde caerse muerta, es que vivió una ancianidad muy solitaria, sin herederos, y al final nadie procuró despedirse de ella ni disponer de sus restos. Así también, según Jordan, han llegado otros individuos, algunos tan célebres como excéntricos, a sumarse a la población de cadáveres de esta isla-cementerio; también se encuentran allí, entre los más pobres y desolados individuos, «una bailarina, una enfermera, un ingeniero de programación, un instructor de scuba y un aclamado compositor de música».

Los cuerpos hacen su último viaje en ferry, lo que me parece muy apropiado y poético. He leído de otros casos parecidos, como el cementerio veneciano de San Cristóforo, al que llegan los cuerpos en góndolas, o el cementerio marino de la Isla de Cabuya en Costa Rica, al que hay que llegar atravesando un pedazo de mar con el agua a la rodilla.  Ese último viaje a través de las aguas alivia la sensación de desamparo que provoca la idea de la muerte. Muero por un entierro vikingo: agua, aire y fuego; solemnidad.

Otra cosa linda que descubro es que desde 1977 Hart Island cuenta con una base de datos para identificar los individuos, y no cobran por desenterrar al muerto para mudarlo a otro lugar (supongo que recuperar espacio entre el millón de cuerpos que acoge ahora mismo ese territorio). Leo en el artículo que hay también un proyecto para «desenterrar» historias, sacar del anonimato los cuerpos enterrados allí en fosas comunes. Entro al mapa interactivo y al azar me topo con Marcos Rodríguez, de quien sólo se sabe que tenía 37 años al morir en 1990 hace exactamente 32 años, 162 días, 9 minutos y 40 segundos que escribo esto. El dramático reloj va dando cuenta del tiempo que lleva este nombre sin historia, a la espera de que alguien entre a dar cuenta de su vida. Sigo curioseando y me distraigo un buen rato imaginándoles biografías a los nombres, conmoviéndome con las notas dolorosas de quienes han hallado a alguien, muchos hijos abandonados reconciliándose con los irremediablemente ausentes.

(3) En nada

El lugar es otra cosa. La tumba, el panteón, el cementerio, el mausoleo. Cada vez importa menos. A mí me entristecen los cementerios de Puerto Rico, pero no porque sean tristes, sino porque parecen urbanizaciones, el sol es inclemente, y los funerales son a las horas de más calor, por una razón inexplicable.

Leo sobre los mausoleos y recuerdo que esta manía de hacerse construir monumentos fúnebres para dejar constancia del paso sobre la tierra es vasta y antigua, desde el primer mausoleo de Halicarnas hasta el del pobrecito de Lenin, que prefería quedarse con su mamá y su hermano en San Petersburgo y no le hicieron caso, y ha seguido en la Plaza Roja, ahora hecho atracción turística en forma de muñeco extravagante. Las historias de monumentos son muchas y variadas, tan alucinadas como intenso sea el terror a la misma muerte.

Bregar con el cuerpo es otra cosa. Yo lo tengo decidido hace tiempo. A pesar de estar convencida de que allí, en el cuerpo muerto, no hay nada, me da cierto escalofrío pasar a fiambre comida por los gusanos. Prefiero el fuego.  Mariana Enríquez, una célebre aficionada a los paseos lúgubres, escoge como destino final la tumba de Mendoza Paz, fundador de la Sociedad Protectora de Animales, en la Recoleta: «Es una aguda pirámide sin cruces ni ningún símbolo cristiano. Dice: «Aquí no hay nada. Solo polvo y huesos. Nada.» Tiene una puerta con barrotes. Arrojar cenizas ahí dentro será fácil.» («La muerte y la doncella», Alguien camina sobre tu tumba. Viajes a cementerios) A mí también me encantaría que luego de pasar por el fuego, me arrojaran a un sitio así.

Ahora que la gente va y viene, se muda, se aventura, y podemos morir lejos de nuestros más entrañables deudos, sin duda la cremación resultará más habitual entre nosotros. Nos entregan la caja mortuoria con un certificado de cremación para pasar sin problema por las aduanas. Podemos cargar con nuestros muertos, llevarlos y traerlos, dividirlos para que habiten en distintas casas o los dispersen sobre el mar, sobre un lago, en una avenida concurrida o un abismo solitario. También podemos escoger un lugar entre todos los deudos, marcarlo con una piedra, y poner algo así como «llegué hasta aquí, aquí te espero», o, como en la tumba de Mendoza Paz: «aquí no hay nada», y después regresar en su nombre a la vida que nos quede.

 

 

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