Será Otra Cosa: Un perro, la vida

 

Especial para En Rojo

A las dos de la mañana, en la más honda oscuridad, te busco. ¿Te sueño o te toco? ¿Es el cuerpo de la memoria o la memoria del cuerpo la que te encuentra?

Palpo el costillar de un vientre disminuido. No los veo, pero siento mis dedos ondular. Dicta el ritmo la acompasada respiración del cansancio. Creo incluso percibir el tibio roce de tu pelaje en el dorso de mi pierna izquierda.

Dormido.

Eso.

Dormido.

 

*

A tientas me obligo a decirme la verdad.

No estás.

Pero sí. Tanto. Dondequiera.

Una marejada de llanto se me abalanza. Soy incapaz de oponer defensa. Me tumba. Tiemblo mi intemperie en el suelo.

*

Si no es a las dos de la mañana, es a las siete de la noche, con la caída de otro día sin ti, y si no, a las seis de la mañana, con la repetición de otro día sin ti, y si no, a todas esas horas y a otras, sin tregua ni consuelo.

Al alivio se aproxima la certeza de que nos fue posible acompañar tu plenitud y tu deterioro con igualmente afanosa intensidad. Pero el duelo que lleva tu nombre es indómito. Intento agarrarlo por alguna pequeña esquina y explota, enorme, en mis ojos desorbitados.

Observo, al menos, que no se suscita por simple negación, por huir de la certeza de que morirías. Muchísimo menos por desconocer el imperativo de la dignidad y del descanso, que deseé siempre para ti como para todo lo viviendo-muriendo. Sabíamos –y sabemos– que la prueba definitiva del cuido, de la compañía, del amor, es dejar-te ir.

Pero lo que sé no ha podido nunca –y muchísimo menos en los últimos años de tantas desgracias juntas, irracionales, incomprensibles– contra el dolor de los misterios. Por más que nos conocimos a lo largo de quince años y de tantas vueltas, la más enorme lección de sernos mutuamente animales de compañía ha sido para mí la honrosa rendición ante nuestra diferencia.

*

En su Manifiesto de las especies de compañía: perros, gentes y otredad significativa, Donna Haraway señala con razón que, “al contrario que muchas proyecciones peligrosas y poco éticas en el mundo occidental que convierten a los caninos domésticos en niños peludos, los perros no son nosotros mismos. De hecho, ésa es la belleza de los perros. No son una proyección, ni la realización de una intención, ni el telos de nada. Son perros; es decir, una especie con una relación obligatoria, constitutiva, histórica y proteica con los seres humanos.”

Soy consciente de las complejas investigaciones y debates en curso sobre los procesos co-evolutivos, mutuamente imbricados, de tu y mi especie, y sobre lo que Haraway llama las “naturoculturas” de nuestros vínculos a lo largo de miles de años. Muchísimos de tales lazos han sido –y siguen siendo– forzados, criados, afianzados por mi especie para responder a nuestras demandas de “servicio,” “trabajo” e incluso, “amor,” en su versión apostillada “incondicional,” y que Haraway acierta en detestar. Al mismo tiempo, otros de tales vínculos han resultado del empeño de tus ancestros –evidentemente brillantes– en usar a los míos a conveniencia, “domesticándose a sí mismos” por medio de la “selección por amistad.”[1]

Mas pese a tanto mutuo contagio, por tantísimo tiempo, y en todo el planeta, nunca dejamos de ser radicalmente distintos. Los férreos defensores de “la natura” entendida como normativa que tiende a un solo camino, a “lo mismo,” proponen algo mucho peor que una equivocación; pretenden proteger la vida matándola. Si a algo propende la naturaleza es a la diversificación sin pausa. Aun perros y humanos –quizá las dos especies más contagiadas entre sí en la Tierra– permanecen inexorablemente otros.

Lenguajes otros. Sentidos otros. Amores otros.

*

“El estatus de mascota pone al perro especialmente en riesgo en sociedades como en la que yo vivo —el riesgo de abandono cuando mengua el afecto humano, cuando la conveniencia de la gente toma prioridad o cuando el perro falla en su entrega en la fantasía del amor incondicional,” continúa Haraway. Nunca, amado perro mío, lo fuiste. Uno, dos, tres, quizá hasta cinco besitos en la punta de la nariz si te insistía mucho, pero no más, ya no más, me decías, alejando con gentileza tu hocico de mi inmadura, humana avidez. Tu perenne negativa al falderío, a la zalamería, al lengüeteo, a ser otra cosa que tuyo, fue siempre una llamada de atención, el recordatorio del desapego imprescindible que la vida, la libertad, exigen.

Sí, puedo pensarlo, puedo decirlo, puedo escribirlo, pero, nudo de contradicciones, confieso derrotada que tu pérdida es intolerable. No alcanzo a ver término de caducidad para esta ansia de acariciar tu redondez, que tantos filos me limó, de llenarme de tu olor sereno, de seguir ensanchando contigo, en lenguas sin sonidos, los caminos de la emoción, de convencerme, al coincidir con tu mirada, de que del mundo puede seguir esperándose el bien, pese a todo.

“Dadme esa esponja y tendré el mar” pudo haber sido, Palés, querido, “dadme ese perro y tendré la vida.”

[1] Este artículo de Brian Handwerk en la revista del Smithsonian lo resume: https://www.smithsonianmag.com/science-nature/how-wolves-really-became-dogs-180970014/.
Artículo anteriorLos intelectuales y la Revolución: sobre una conversación entre intelectuales cubanos en la primera década de la Revolución*
Artículo siguienteEsta semana en la historia