Será otra Cosa: Una historia del mas allá

Don Segundo Cardona

 

Especial para En Rojo

 

El escrito que sigue a continuación, publicado originalmente el 13 de mayo de 2010, saltó a mi vista en estos días, mientras pensaba en el dilema de la educación a distancia durante la pasada huelga en la Universidad de Puerto Rico. Pensé que en este contexto, a ustedes, como a mí, les resonaría la historia.

Debo aclarar que el profesor del que hablo aquí, Segundo Cardona Bosques (1918-2006), dedicó toda su vida a la enseñanza de lenguas extranjeras en el Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico. En la década de 1990, después de haber enseñado por mucho tiempo francés, italiano y alemán, ya jubilado, daba clases todavía, aunque ad honorem (sin paga), de ruso, griego clásico y latín. Gracias a las oportunidades que le dio la UPR pudo dedicarse a su afición a las lenguas y estudiar toda la vida. Fue el primero de su familia en llegar a la universidad, como tantos estudiantes que he conocido en mis clases a lo largo de los años desde que yo también empecé a enseñar en 1989. Sepan que todavía siguen llegando muchos estudiantes así a nuestra Universidad. Según he averiguado, a nivel de sistema mas de la mitad del estudiantado son de primera generación universitaria.

El jíbaro y el catedrático

Cuatro años antes de morir, a mi papá de ochenta y cuatro años lo entrevistó mi prima Patricia, para una investigación sobre la memoria. Allí narra, por insistencia de mi prima, los datos más remotos de su biografía. Habla de su temprana orfandad, de sus años perdidos y, sobre todo, de cómo, según él, superó su origen campesino y se convirtió en catedrático de la Universidad de Puerto Rico, donde trabajó por cuatro décadas el siglo pasado.

Le cuenta a mi prima que la idea de hacerse catedrático le vino de una peregrinación del abuelo a Hormigueros. Su padre, que era muy devoto, regresó a San Sebastián contando del impresionante discurso que le había escuchado a un «catedrático», que después resultó ser el nacionalista Clemente Pereda*. Era la primera vez que mi papá escuchaba el término y dice que entonces le pareció la palabra más hermosa para un oficio: catedrático. Supongo que su impresión se debería a la reverencia con la que la habría pronunciado mi abuelo, cuyos planes de estudiar becado en Río Piedras en la Escuela Normal que después se convertiría en UPR, habían sido tronchados por la férrea oposición de su mamá. El muchacho «se perdería», opinaba la bisabuela. Mi papá aclara en la entrevista que mudarse a principios del siglo XX del Pepino a Río Piedras era como irse hoy (habla a finales del siglo XX) a vivir a Moscú. Tal vez por eso puso tanto empeño en irse él.

Después de la muerte de su madre, mi papá había abandonado la escuela para “andar por ahí” detrás de sus hermanos mayores, hasta que se dio cuenta a los dieciséis años de que estaba «malgastando el tiempo». Nosotros nunca supimos de esa etapa suya de desertor escolar hasta que escuchamos la grabación. “En mis años perdidos de adolescente, yo no pensaba en nada,” confiesa. Por suerte, con la ayuda de su maestro de inglés de quinto grado, “un tal señor García, que tenía una pierna más larga que otra”, emprendió la tarea de completar la escuela superior a través del Negociado de Estudios Libres y terminó graduándose en Lares, donde conoció al amigo de toda su vida, Juan Bautista Pérez.

Con él consultó, el último viernes del semestre, su futuro académico; cuenta: «El hoy licenciado Juan Bautista Pérez fue mi compañero, y era tan pobre como yo. El viernes en la noche estábamos sentados en la plaza. Hablamos de dónde íbamos a estudiar. Allí decidimos que yo iría a Río Piedras y él a San Germán, donde se podía trabajar en el campo y estudiar. Yo decidí ir a Río Piedras porque yo quería ser catedrático, ya te lo dije. No sabía qué iba a hacer, pero iba a conseguir una licencia de maestro. Yo iba a hacer lo que mi padre no había hecho, porque mi abuela no lo había dejado.» Me emociona imaginar esa noche de 1939 en la plaza del pueblo de Lares: los dos pobretes pensando a dónde irían a parar, qué sería de ellos, lanzándose a lo desconocido como si también ellos se fueran a Moscú.

Una vez en Río Piedras, mi papá tuvo que lidiar con la inmensa brecha entre su trasfondo jíbaro y la vida en el entorno urbano, esa elegante Santa Rita (al menos él la percibía así, quién lo diría ahora) de la década de 1930: «Tuve que aprender cómo se sentaba a la mesa, a mirar con el rabo del ojo lo que hacía el otro… la conversación. Tuve que aprenderlo todo. Ese primer año no sólo fue de estudios en la universidad, sino también de sociedad. Llegué, llegué a la universidad.» El recinto era entonces, a su parecer, un lugar poblado de gente adinerada, que escuchaba ópera, viajaba a Europa y vestía con elegancia. Entró a un grupo, según él, “muy distinguido”: «Ricardito Alegría, Luisito Muñoz Lee, Gloria Arjona, John Bothwell y tantos otros», miembros de una clase dominante que todavía enviaba a sus hijos e hijas a la universidad pública. No estoy segura de que haya superado nunca esa sensación de estar como cucaracha en baile de gallinas. Tampoco se planteó jamás cuestionar aquel sistema de privilegio que paulatinamente nos llevó al desastre.

«Pocos saben de dónde vine», añade en la grabación, después de un corto silencio. Él se esforzó en ocultarlo. He descubierto después que, en efecto, mucha gente desconoce esta historia y se imaginaba que aquel señor siempre enchaquetonado que enseñaba latín y griego antiguo se había criado entre libros y no cuidando vacas en el campo. Sin embargo, al final de su vida, tuvo la suerte de librarse de esas trabas y asumir su identidad campesina como un gesto de liberación, exento de pintoresquismo. Pudo comprarse tres cuerdas de tierra en Quebrada Arenas y allí sembró café, calabazas, cítricos, plátanos y aguacates; tuvo dos vacas y varias colmenas de abejas que atendía él solo con la ayuda de agricultores, apicultores y agrónomos que consultaba con la misma seriedad que dedicaba a sus lecciones de suajili, sueco y japonés.

Disfrutaba bromear con eso. Le pasó una vez que, en medio de algún trabajo de la finca, tuvo que salir a la carretera todo sudoroso y enfangado, el pantalón enrollado sobre unas botas de goma negra, con un sombrero de paja, machete en mano. Un nene del vecindario se le acercó y le dijo, como si le hablara a un marciano: “Oiga, señor. ¿Usted es un jíbaro?” Y él, divertido, le contestó que sí, que por supuesto. Después se relamió de lo lindo repitiendo el cuento muchas, muchas veces, hasta el final de sus días, como lo hace en la entrevista con mi prima.

La historia grabada en la cinta no termina ahí. Sigue contando lo que pasó en sus inicios como profesor, la vida en los hospedajes de Río Piedras y su primer viaje de estudios a París, en 1946, enviado por la misma Universidad, donde coincidió con otros estudiantes de entonces, como el poeta Francisco Matos Paoli y el artista José A. Torres Martinó. Sabemos que visitó ciudades de la Europa de posguerra con maravillados ojos, que fue a museos por primera vez, que intercambió lecciones de español con un compañero rumano que le enseñó ruso, que se vio obligado a regresar por la precariedad de su familia, que logró doctorarse luego en la Universidad de Berlín con una tesis (¡en alemán!) sobre el español de Puerto Rico, que se afanó después por devolverle a la Universidad lo que él sentía que le debía: su entrada en el mundo. La suya es la historia de mucha gente que en aquellos tiempos emprendió la aventura de tales transformaciones, pero todo eso es largo de contar aquí.

Otro final

Me detengo y borro el párrafo que cerraba este escrito en su publicación original del 13 de mayo de 2010 en una nota optimista. En la Universidad somos cada vez menos (menos gente, menos estudiantes, menos docentes, menos personal de apoyo, menos secciones, menos recursos, menos entusiasmo).

Mi colega dice que todo esto es muy triste. Comparto su desánimo, pero le recuerdo que todavía esa muchachería aparece en nuestros salones (y en nuestras pantallas), y de vez en cuando se maravillan, hacen planes, piden becas, se endeudan para estudiar, tienen proyectos. Entonces me acuerdo de la historia de aquella noche de 1939 en la plaza del pueblo de Lares, aquellos dos muchachos que se preguntaban desde la pobreza cuál era su lugar en aquel mundo al borde de una guerra, en un país ocupado, sin otra fortuna que su salud, inteligencia y vigor de juventud. Igual nos toca a nosotras asumir conscientemente cierto optimismo.

Estoy convencida de que hay cada vez más razones para defender el acceso que todos y todas tuvimos a una universidad pública, y eso me hace regresar a este escrito y repetirme como un mantra: no nos queda más remedio que seguir. Son tiempos oscuros, sólo puedo andar por donde se atisbe un poquito de luz.

 

* Un ayuno de protesta contra la «Resolución en Solicitud de la Estadidad de la Legislatura» en 1936 le costaría a Clemente Pereda su expulsión de la Universidad de Puerto Rico, y provocaría su exilio voluntario a Venezuela donde continuó su vida y una distinguida carrera académica. Dice Benigno Trigo que además de la célebre protesta, entre las muchas actividades políticas de esa agitada década, «hizo peregrinaciones en defensa de la purificación del alma nacional puertorriqueña. Sus actos heterodoxos de protesta le valieron el rechazo tanto de liberales como de nacionalistas.» [«Clemente Pereda, el gran ayunador» Exégesis 40 (2013): 40-48] Posiblemente una de esas peregrinaciones fue la de Hormigueros, a la que asistió Porfirio Cardona, mi abuelo, que quedó deslumbrado por la oratoria de aquel defensor de la independencia para Puerto Rico.

 

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