Sobre el amor a las antologías

 

Especial para En Rojo

Qué extraño afán, ser “lector de antologías”.

Me acerqué a ellas originalmente con el nuevo mundo que se presentó ante mí al entrar a la Universidad de Puerto Rico. Como a miles de estudiantes, las aulas universitarias vendrían a marcar mi vida en más de un sentido. Una de las varias enseñanzas, que siempre viene a recordarnos Sócrates – otro nombre nuevo aprendido en este contexto – fue la cantidad de conocimiento existente y la inmensidad de la ignorancia individual.

Así, quizás, comenzó mi predilección por la antología: un mecanismo para tratar de cerrar la brecha con toda una serie de mundos particulares: Antología de teatro chileno contemporáneo, Antología de poesía romántica inglesa, Antología de pensamiento marxista, Antología de teatro latinoamericano; los libros se multiplicaron en la casa, aunque nunca pudieron cerrar aquella brecha que provocaba tal inseguridad.

Con el tiempo, la lectura de antologías se convirtió en un hecho de mi pasado, un mundo ajeno y desconocido. Mi formación en la crítica literaria cada vez más se alejaba de la antología, por la preferencia a las totalidades a mí alcance. ¿Para qué leer una antología cuando podía dedicarle el tiempo a los textos originales? Se perdía en amplitud, por supuesto, pero se ganaba en profundidad del fenómeno que estudiaba.

Las antologías dejaron de fascinar, pero continuaban presentes, y, curiosamente, de una manera no muy distinta. Seguían funcionando como punto de partida para luego entrar a pequeñas totalidades. Los periódicos y las revistas cubanas del siglo XIX no son muy accesibles: les pido auxilio a las antologías de Cintio Vitier, Fina García Marruz, Salvador Arias.

Con el tiempo, los antólogos se van haciendo amigos. Conozco sus mañas, sus preferencias (¡qué mal leía Cintio a Gertrudis, y qué mucho lo sabía! ¡Qué cuidado el de Salvador a acercarse a Heredia! y ¡Qué grande, Fina, que escribe de Quevedo con la cercanía que lee a Martí!). Valiosísimo, así, los tomos del Aguinaldo lírico preparado por Cesáreo Rosa-Nieves (nombre casi olvidado en la crítica contemporánea), o los tomos de Lecturas puertorriqueñas preparados por Margot Arce Vázquez, Laura Gallego y Luis de Arrigoitia, divididos por género literario. Antología y diversión se hacen uno, con tales divisiones a la vez excéntricas y bien pensadas.

En fin, me convertí en un filoantólogo, o amante de antologías.

Pero el proceso de transformación no concluye. Pasa el tiempo, y ocurre lo contrario a lo que era mi intención original al acercarme a una antología: ya no sirven para introducirme en una materia o en una tradición, sino para dispersarme entre todas. Ya no leo las antologías de rabo a cabo, sino parcialmente. Poco a poco, me voy indisciplinando.

Pero la indisciplina va creciendo, pues no solo no devoro una antología de manera ordenada, sino que mantengo varias en el escritorio y brinco de una a otra como si fuera chiste. Como lector, me he vuelto creador, antologista, a través de mi método de lectura.

De fragmentar antologías a fragmentar libros es solo un paso. Antologo en la medida en que leo desordenadamente entre textos. El proceso de lectura se ha convertido en antológico por esencia.

¿En qué me voy convirtiendo como lector? ¿Qué extraños ejercicios de lectura son estos? ¿Seré capaz, todavía, de sintetizar conocimiento? ¿Qué tipo de escritura podrá producir esta manera de leer? No puedo contestar ninguna de estas preguntas. Solo sé que, como lector, gozo.

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