Tropas indias

 

En Rojo

Cuando el espía terminó su entrevista con el Capitán General Macías, respiró profundo y buscó donde hospedarse. Habían pasado apenas 48 horas del bombardeo de Sampson a la ciudad de San Juan. Los paisanos que no habían huido hacia Río Piedras en el tren de Ubarri trataban de regresar a las costumbres cotidianas. El espía, haciéndose llamar Heinrich Löwe, consiguió una habitación en el formidable Hotel Inglaterra, un curioso edificio en ángulo atrevido semejante a la proa de un barco. Calle Cruz 254, cerca de la esquina de la Tetuán. Todo está bien, le dijo Agudo, el dueño. Continuamos operaciones en absoluta normalidad. Eso decía, a pesar de que en el tejado había un enorme boquete y su habitación había sido atravesada por uno de los cañonazos del viejo Sampson.

Löwe subió a su habitación en el tercer piso y tomó el periódico La Correspondencia de ese día, 14 de mayo de 1898. Quería practicar el español rudimentario que sabía en voz alta. Leyó: “Hace años viene haciendo el gobierno de Estados Unidos esfuerzos por formar cuerpos de infantería y caballería de soldados indios, pero hasta ahora no han tenido mucho éxito. Por el decreto de marzo de 1891 se dictaron disposiciones adecuadas para reclutar entre ellos ocho escuadrones y diez y nueve compañías. Los oficiales encargados de esta misión fueron elegidos en el ejército regular, entre los más conocedores del carácter y costumbres de aquellas tribus. Se les dio toda clase de seguridades de que serían respetadas todas sus religiones y sus leyes. Además de los oficiales instructores se enviaron a las escuelas indias de Carlisle, Hampton y otras cocineros, sastres, carpinteros, maestras, etcétera. Los indios reclutados en 1891 fueron 417; en 1892 llegaron a 780; en 1893 se reclutaron 771 y 547 en 1894.

Las deserciones han sido tantas que en la actualidad quedan reducidas estas fuerzas a un escuadrón de 62 hombres y una compañía de 65. El ayudante general, en su memoria al Secretario de Guerra en 1894 decía: “ El desconocimiento que tiene el indio del idioma inglés, el continuo descontento que le produce un nuevo régimen de vida y su completa desmoralización cuando se encuentra destacado cerca de la frontera de territorios indios, son las principales causas que no pueda llegar a ser un buen soldado. Por estas razones soy de parecer que no se vuelvan a hacer tentativas para semejante recluta, pues en nada se beneficia a ellos, ni es de provecho alguno para el servicio”.

Terminó de leer la pieza y se sintió bastante satisfecho. No está mal para alguien que aprendió sus primeras palabras con dos condiscípulos puertorriqueños en Harvard. Lo que Löwe no sabía es que eran puertorriqueños. Los pensó españoles peninsulares y ahora eran oficiales de la Guardia Civil, leales a la Corona. Si por cosas del destino se encontraran sería el fin de su periplo. El espía se asomó al balcón y miró al horizonte marino. Imaginó el monitor de tres chimeneas disparando cañonazos en la madrugada.

Una pena que pueda imaginar esta escena del espía, Heinrich Löwe, porque hay daos que lo corroboran, pero no la historia de esos desertores de tribus nativas de norteamérica tratados como ganado y como esclavos en Carlisle. Uno de ellos estuvo en Ponce durante la Guerra. Vino como soldado desde Wisconsin. Disparó en la oscuridad contra caballos sin jinete mientras lanzaba al viento una canción que ninguno de sus compañeros soldados voluntarios pudo entender. Esa historia es la que quisiera narrar.

*Fragmento de novela inédita

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