Los senadores cantaban En mi Viejo San Juan
y los cangrejeros bailábamos con Cortijo.
Orlando Cepeda
Estoy escuchando este apellido desde 1942. Estos son los tiempos en que los padres no se equivocaban y el mío decía que Cepeda era el mejor bateador de la pelota puertorriqueña. Por supuesto, se refería a Pedro Aníbal Cepeda, padre de Orlando, a quien vi jugar en 1943 y 1944. Para entonces ya tenía treinta y ocho años y cuando estaba de buen humor daba un salto mortal en el terreno, igual que lo haría Ozzie Smith décadas más tarde. Al batear, casi colocaba su hombro izquierdo sobre la esquina de adentro y luego agitaba su bate rojo en preparación para el lanzamiento estilo Garry Scheffield. Contar esto me hace sentir algo viejo; pero lo cierto es que yo observaba a los niños de la escuela Goyco en mi barrio de la calle Loíza imitar a Perucho Cepeda y hoy, 65 años más tarde, veo niños en las Pequeñas Ligas de Luquillo imitar a Scheffield sin saber ellos que esta forma de batear posiblemente se originó en Puerto Rico.
En los primeros tres torneos de beisbol que se celebraron en Puerto Rico, comenzando en 1938, hubo un solo líder en carreras empujadas: Perucho Cepeda. Y en esos años, su promedio al bate fue .465, .383 y .421. Ahora llegamos al Sixto Escobar de 1945. Es la inauguración de la temporada y San Juan derrotó a Santurce 10 a 5. Ganó el juego Johnny Davis y perdió Luis Raúl Cabrera. Nosotros los cangrejeros celebramos como si hubiéramos ganado porque en la séptima entrada Perucho Cepeda conectó un cuadrangular que se comentó en Santurce por varias semanas. El batazo fue sobre la verja del izquierdo, algo raro en Cepeda porque él dirigía la mayor parte de sus batazos por el derecho central. El viejo fue bateador de puntos muertos, pues como saben los mayores, las distancias en el Sixto Escobar de aquel tiempo no estaban marcadas, pero eran distantes al extremo de que había pinos dentro del terreno y no molestaban para jugar. En la calle Loíza medían la distancia de los batazos de otra manera y por allí decían que el jonrón de Perucho era un viaje en taxi de siete dólares.
La última vez que vi a Perucho Cepeda fue en 1951, en el antiguo parque Nicolasa Rivera de Juncos. Él actuaba como dirigente de este equipo en el Torneo de Beisbol Superior. Luego de perder un doble juego contra Humacao, se quedó sentado en el banco, solo, asimilando su doble derrota. Me acerqué, tal vez algo irrespetuosamente, pero es que quería ver “al mejor bateador de Puerto Rico”, según lo aprendido de niño. Allí estaba recogiendo algunas cosas. El domingo de Juncos terminaba en su maletín y la piel chamuscada del viejo dejaba ver que luchaba contra algo más difícil que un juego de pelota. En este año de 2006 se cumple un siglo del natalicio de Perucho Cepeda. El deporte puertorriqueño no puede ignorar un acontecimiento de tal magnitud.
En el mismo parque Sixto Escobar donde vi a Perucho Cepeda por primera vez, una noche de 1955 miraba a un grupo de novatos correr desde el bosque central hasta el derecho en unos ejercicios prejuego. Entre ellos, el que siempre ganaba las carreras era uno que corría medio cojo, pero generaba velocidad con un braceo poderoso y gran determinación. Su nombre: Orlando Cepeda. Yo no sabía que hacía solamente dos o tres años había tenido que ser operado de ambas rodillas para poder caminar. No para correr o jugar pelota, sino para caminar. Hay más ejemplos que ilustran esta competitividad y determinación.
Orlando se hizo pelotero en Santurce. ¿Saben cuántas ligas o terrenos para jugar pelota había en Santurce desde la Parada 11 en Miramar hasta el puente de Martín Peña, incluyendo la 15, la 18, Barrio Hoare, Minillas, Calle Loíza, Villa Palmeras, Barrio Obrero y parte de Cantera? Ninguno. No había dónde jugar. El único lugar era El Canódromo en Puerta de Tierra, que tenía tres ligas, y aquí se acomodaban todos los peloteros de la Zona Metropolitana y se celebraban todos los torneos. Desde cualquier punto de El Canódromo se divisaba imponente, lejano, como un castillo en las nubes, el Parque Sixto Escobar, donde queríamos jugar los aspirantes a pelotero. El Sixto Escobar de Luis Rodríguez Olmo, de Juan Evangelista Venegas, de Rubén Gómez; el Sixto Escobar de Tetelo Vargas, Raúl Feliciano; el Sixto Escobar de Roberto Clemente, Filiberto Correa y de tantos soldados soñadores sin nombre que forjaron el beisbol boricua y, que no se nos olvide, el Sixto Escobar que se llenó de puertorriqueños la tarde del 15 de diciembre de 1947 para recibir al maestro Pedro Albizu Campos.
Orlando Cepeda encontró la manera más rápida de llegar al Escobar. Sencillamente, saltó del beisbol Clase A al nivel profesional. Nadie más lo ha hecho. Lo comparo con empezar la escuela en tercer grado sin haber estado en primero y segundo. Vivía de reto en reto. Comenzó su carrera profesional en Estados Unidos, en lugares llamados Salem y Kokomo, áreas conocidas como la cuna del Ku Klux Klan. ¡Por lo que habrá pasado!
Cuatro años completos estuvo en las Ligas Menores. Cuando lo subieron, se estableció casi inmediatamente como el primer jonronero latino de la historia. Orlando cambió la percepción que prevalecía entonces de que los peloteros latinos solo podían desempeñarse en el juego rápido. En este sentido fue un revolucionario, porque transformó esa visión y abrió camino para quienes llegaron después. Mientras tanto, Puerto Rico contaba sus jonrones uno a uno. La noticia deportiva de todos los días era qué hizo Orlando anoche. Lo adoptamos, pero luego de adoptarlo comenzamos a exigirle. Si conectaba 25 jonrones, considerábamos que debieron haber sido 35. Si lograba 46, queríamos 56, y si bateaba menos de 46, entonces decíamos que “Orlando no está alcanzando su potencial”. Todavía estoy esperando que alguien explique cómo se fijan “los potenciales” La verdad es que lo evaluamos mal. Lo simplificamos a la mínima expresión. Fue convertido en algo así como “un niño con talento”. Todos sus apodos fueron descriptivos de precocidad juvenil: El Bambino Boricua, The Baby Bull, Cha Cha, Peruchín y, por supuesto, El hijo de Perucho. Con toda la fuerza que tiene la ignorancia, nunca fuimos capaces de reconocer sus mejores cualidades, entre otras, la nobleza y el afán por encontrar la verdad.
La primera vez que entrevisté a Orlando fue en 1974 cuando yo trabajaba para Claridad Diario. En aquella ocasión hablamos sobre beisbol, pero también sobre asuntos personales. Recuerdo que le llamaba la a atención mi trabajo y me comentó: “Tú has encontrado una dirección para tu vida”. Él estaba a punto de retirarse del beisbol. “No puedo más con estas rodillas”, nos dijo. Resultaba obvio que que Orlando se encontraba en un momento difícil, importante. Buscaba respuestas y, como sabemos todos, a la vida no le gusta contestar preguntas sin cobrar peaje.
Pasaron 32 años y tuvimos que hacerle una nueva entrevista publicada recientemente. Nos sentimos contentos de ver que Orlando proyectaba aplomo y felicidad. Como dicen los creyentes en el budismo —y Orlando es uno de ellos—, había convertido el veneno en medicina. Poco faltó para que no pudiera estar con nosotros esa noche. Tuvo que reasignar un compromiso anterior para ayudar a un amigo. Después de la entrevista que le hicimos, fue al presidio a ofrecer apoyo y solidaridad a varios grupos. Me enteré por una mutua amiga de que en estas Navidades visitó Manuel A. Pérez, Las Gladiolas, Quintana, López Sicardó y otros lugares.
Y este es Orlando Cepeda. Esta noche hemos querido que lo conozcan un poco mejor.
*Palabras para presentar a Orlando Peruchín Cepeda en la Cena de Gala del Semanario CLARIDAD en enero de 2006.