Afganistán: La otra huida

CLARIDAD

“Este no es Vietnam, aquí el gobierno no está colapsando”, dijo hace unos meses el presidente de Afganistán, Ashraf Ghani, según fue citado por la BBC. Ya el presidente estadounidense Joe Biden había anunciado la retirada definitiva de las tropas de ocupación y la pregunta en el aire era cuándo se produciría el regreso al poder del Talibán. Pero el presidente afgano desafiaba los pronósticos y aseguraba que su gobierno no dependía del ejército de ocupación.

El 18 de agosto pasado Ghani fue otra vez entrevistado por la cadena londinense, pero no en su palacio de Kabul, sino en Abu Dabi, la capital de los Emiratos Árabes, a donde había llegado el día anterior. Cuando le preguntaron si al salir a la carrera de Kabul tuvo tiempo suficiente para llevarse $169 millones en efectivo, como se había denunciado, lo negó con el argumento de que su salida fue tan precipitada que apenas tuvo tiempo para ponerse sus zapatos y salió en sandalias. Aunque saliera con alpargatas, lo de los millones en efectivo fue denunciado por la embajada rusa en Kabul y, según el relato, era tanta la prisa, que parte del dinero quedó regado en la pista de despegue.

La imagen de un presidente corriendo mientras el dinero se le escapa de las maletas resume muy bien lo que ocurrió en Afganistán durante los pasados veinte años. Lo que se montó en dos décadas, se derrumbó en dos días. Sin embargo, ese derrumbe del aparato de gobierno montado a partir de 2001, luego de la invasión estadounidense, sorprendió hasta el propio Talibán. Se habían preparado para una confrontación un poco más prolongada y no tenían elaborado un plan administrativo. Con su grupo dirigente todavía disperso y sin una estructura de control desplegada, de momento se encontraron al mando de todo el país, incluyendo la caótica capital. El éxito los dejó aturdidos.

Estados Unidos también fue sorprendido. Sus analistas de inteligencia habían previsto que el gobierno y la fuerza armada que habían creado aguantaría, al menos, 18 meses luego de la salida de las tropas de ocupación. Eso les daba tiempo para salvar cara dejando el fracaso en manos de los afganos. Además, pensaban que cuando el Talibán llegara a Kabul, ya todos los ciudadanos de Estados Unidos estarían seguros en casa, y hasta tendrían tiempo para retirar parte del costoso armamento desplegado por todo el país asiático.

En lugar de esa salida ordenada, que le hubiese permitido cierto aire de “misión cumplida”, lo que han vivido es una repetición de su huida de Vietnam mientras las tropas del Frente de Liberación entraban a Saigón. La foto más icónica de aquella experiencia es la del helicóptero en el techo de un edificio con una larga cola de personas intentando ocupar una de las pocas plazas dentro del aparato. Las escenas de Kabul son aún más caóticas, pero, entre todas ellas, sobresale la de un bebé de meses que, agarrado por un soldado como si fuera un paquete, pasa raspando una alambrada. Tras un gasto de $850 mil millones y 7,439 vidas (entre soldados de EU, la OTAN y “contratistas”; más 66 mil soldados afganos) el único “éxito” que podían reclamar es haber matado a Osama bin Laden.

En Estados Unidos la discusión se centra en el posible costo político que el caos afgano representa para la actual administración de Joe Biden. No obstante, en las primeras encuestas efectuadas una mayoría significativa de estadounidenses, alrededor del 70%, favoreció el retiro de tropas de Afganistán. El caos del aeropuerto de Kabul podrá reducir ese apoyo, pero sabemos que al público norteamericano lo que más le preocupa son sus soldados y no los colaboradores afganos. Hasta ahora nada indica que esa partida estrepitosa pueda tener un costo en vidas para funcionarios y soldados estadounidenses, ya que el Talibán ha evitado interrumpir el drama de la partida. Una vez estén tranquilos en casa, lo que pase a los afganos no será noticia de portada, por lo que el costo político para Biden puede que no se materialice.

Otra historia es la de los posibles refugiados que entren como inmigrantes a territorio estadounidense. Tras la salida de Vietnam, particularmente luego del caos en Saigón en 1975, alrededor de 300 mil indochinos, mayormente colaboradores, fueron acogidos en Estados Unidos. En estos momentos, con la inmigración convertida en bandera de los Republicanos, la cifra será infinitamente menor. De hecho, ya se ha informado que oficiales de Washington están presionando a otros gobiernos que operan como sucursales, entre ellos Colombia, para que acepten refugiados afganos. Algunos países europeos, como España, están trayendo su propia cuota, por lo que todo indica que los desplazados que logren salir quedarán repartidos, mientras un gran número de los que colaboraron con el gobierno afgano durante los últimos 20 años se quedará en el país bajo el mandato del Talibán.

Lo que pueda suceder de ahora en adelante en Afganistán tampoco está claro. No hay duda, que el Talibán representa una de las versiones más retrógradas del islamismo político y el régimen que estructuraron entre 1996 y 2001 se distinguió por su primitivismo y su brutalidad. Puede que ahora, veinte años después, no les resulte fácil reproducir aquella experiencia. Más de la mitad de la población afgana actual no conoció aquel régimen, y creció bajo el gobierno que se creó en 2001. No les será fácil al Talibán controlar a esa gran masa de jóvenes en su mayoría acostumbrados a los nuevos medios de comunicación desarrollados en las últimas décadas, representados por el celular y el internet.

Todos estos interrogantes están sobre el tapete, mientras el mundo mira la última derrota de la potencia que, hace apenas 25 años, tras la desaparición de la Unión Soviética, se pavoneaba como reina del planeta. La exclusividad le duró poco.

 

 

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