Cada libro encuentra su título

 

Había una vez un escritor francés que logró volverse italiano. Así quería Stendhal que lo recordaran, aunque muy en privado confesara que cuando necesitaba decirse algo importante a sí mismo se lo decía en inglés, porque hay que ser conciso para las cosas importantes. Stendhal se sabía gozosamente bocón, en una época y un lugar en que no era aconsejable ser bocón. De ahí que firmara sus libros con seudónimo: en la vida real era Henri Beyle, vicecónsul del gobierno monárquico francés en Civitavecchia, un puesto de pacotilla, la única manera que se le ocurrió a un bonapartista como él para mantenerse fuera de Francia, en los dos sentidos de la palabra mantenerse. En Italia la pasaba bomba, a su modo: todas las mujeres hermosas de su época le partieron el corazón, pero no se privó de los favores de ninguna. El las lloraba gozosamente y después escribía sobre ellas. Dije que Stendhal se sabía bocón; así fue cómo descubrió que la única manera en que alguien como él podía ser conciso era siendo digresivo: pasando de un tema a otro, para evitar decir de más y poder seguir escribiendo. Por eso, según él, había que escribir con el Código Civil siempre sobre la mesa, bien a mano, para recordarse ser concisos como un artículo de dicho mamotreto, y así cambiar de tema también.

Stendhal dejó más inéditos que obra publicada, porque cada libro que mandaba a publicar a París era la mofa del ambiente literario (es célebre que La Cartuja de Parma tuvo un solo admirador en toda Francia, pero ese admirador era Balzac). Los inéditos de Stendhal no se terminan nunca porque, además de los manuscritos que dejó, escribía como un poseso en los márgenes y en las páginas en blanco de los libros que leía, fueran de su propiedad o ajenos, de manera que hasta el día de hoy siguen desenterrando cosas de él, cada vez que va a remate la biblioteca de alguno de los castillos por donde pasó en sus febriles andanzas cortesanas (su amigo Merimée escribió: “Nadie supo nunca exactamente a qué gente veía, qué libros había escrito, qué viajes había hecho”). Todo esto viene a cuento porque el otro día me topé, hurgando en librerías de Corrientes, con un título que me paralizó de envidia: ¿Quién me defenderá de tu belleza?, decía desde su tapa color crema, y casi muero de alegría cuando vi que era un librito de Stendhal.

Imagínense en Roma, parados sobre el empedrado de la esquina donde la Via Arenula se hace ancha y muta en diagonal. Sobre esa isla de adoquines se alzaba en 1832 (y también trescientos años antes) un palazzo donde Stendhal había alquilado un piso. Nuestro personaje está de pésimo humor una mañana, ha recibido carta de una amante diciendo que no podrá ir a verlo porque tiene que amenizar al primo. “Les nacerán monstruos”, está murmurando Stendhal cuando entra Gina en la habitación, la joven mucama que vino incluida con el alquiler, trayendo el café fuerte que él acaba de pedir. Gina entra con el estrépito habitual, sin golpear la puerta, y al dejar la bandeja pregunta si se puede sentar un momento, y se pone a tocar todo lo que hay en el escritorio (tintero, plumas, reloj) mientras dice qué está tan contenta de servir al signore (Stendhal rebusca unas monedas en su bolsillo) y se da aire en los pechos desprendiéndose el escote (Stendhal busca más monedas en el bolsillo, ella las rechaza con una cómica mirada virtuosa) y cambia descaradamente de tema (Stendhal acota: “tendencia que me reprochan con frecuencia”) para decir que en esas mismas habitaciones supo dormir, en los días de gloria del palazzo, el joven Tommaso Cavalieri, el hombre más bello de su tiempo. Gina es romana: habla de trescientos años antes como si hablara de antes de ayer. Y Stendhal sabe que, precisamente en 1532, Miguel Angel esculpió La Victoria, donde un joven de desafiante belleza somete con su rodilla a un viejo que yace encorvado a sus pies, al que el escultor dio sus propios rasgos. Luego de despachar a empujones a Gina, Stendhal se abalanza a la biblioteca, encuentra una edición de las Rimas de Miguel Angel y, en los márgenes de aquel célebre poema al joven Tommaso (“Me has encadenado sin cadenas / y sin brazos ni manos me sujetas / ¿quién me defenderá de tu belleza?”) y en los espacios en blanco de las páginas siguientes, bosqueja febrilmente su versión de la historia, con las proverbiales digresiones que lo caracterizaban. Al alba siguiente parte a Civitavecchia a hacer acto de presencia en su oficina y nunca más retoma la historia, que queda olvidada entre las páginas de ese libro hasta que en 1997 es descubierta por azar en el remate de la biblioteca del conde de Waldstein en Milán.

Miguel Angel tenía 52 años cuando conoció a Tommaso el hermoso; Stendhal estaba a días de cumplir cincuenta ese otoño de 1832. No le costó nada verse como Miguel Angel: feo, viejo, plebeyo. Pero tampoco le costó nada imaginarse cómo habría sido ser Tommaso: se pasó la vida adjudicando sus fracasos amorosos a su fealdad y nada enfebrecía tanto su imaginación como el fracaso amoroso. En medio de la historia de Miguel Angel y Tomasso, Stendhal es capaz de decir, lo más campante: “No se sorprendan de verme aparecer con una máscara. Tengo la manía de pretender ser yo y de querer aparecer en mis páginas ni mejor ni peor de lo que soy. En ambos casos soy sincero. Hay que creer un poco en mi alma”. Eso a continuación de la escena en que Miguel Angel conoce al bello Tommaso, en la misma habitación donde Sten-dhal está escribiéndola trescientos años después, en los márgenes de un libro, sintiéndose más despechado y viejo que nunca. La escena es así: el viejo Miguel Angel espera ser recibido por el dueño de casa cuando aparece en la habitación el hijo del dueño, el joven Tomasso, que alza un damasco escarchado de azúcar de una bandeja de plata y dice: “Lástima que no sea pecado”.

En Francia hay una pomposa asociación que se hace llamar “Amigos de Stendhal”. Hay que ser pomposo para ser amigo con carnet de un escritor muerto hace siglo y medio. Por suerte, los stendhalianos italianos son todo lo contrario: publicaron alegremente el hallazgo y lo vendieron como nouvelle. Stendhal escribió La Cartuja de Parma en dos meses y tiene seiscientas páginas; esto lo había escrito en medio día y tenía nueve páginas: ¿por qué no podía calificar como nouvelle?, se dijeron stendhalianamente los italianos. Los franceses estaban que trinaban. Hicieron su engolada y plúmbea versión (aunque la edición italiana ya era bilingüe) y volvieron a odiar al mundo cuando los valencianos de la editorial Pre-Textos publicaron ¿Quién me defenderá de tu belleza? El poema de Miguel Angel decía en italiano “de tu bel volto”; los franceses lo tradujeron literal, plano: “de tu bello semblante”. El español Juan Antonio González Iglesias decía stendhalianamente que le parecía mejor traducirlo como “de tu belleza”. Dicen los que saben que desde la tumba de Henri Beyle se alzó un suspiro stendhaliano de satisfacción cuando su librito terminó encontrando el glorioso título que merecía.

Reproducido de www.pagina12.com.ar

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