En Rojo
Es difícil imaginarse al camposanto de fiesta, y más durante un domingo, pero pasó. Llegaron tantos que no cabían en el estacionamiento, ocupaban las líneas blancas de cuanta acera contigua quedara y afluían a la entrada del Cementerio Civil de Ponce. Muchos vestían esos suéteres multicolor alusivos a una mezcla de Puerto Rico y símbolos salseros. Llevaban gorras, cervezas, bocinas, cencerros y sillas de playa que acomodaron bajo una de dos carpas. En la segunda, donde estaba el equipo pesado de música, se reiteraba la razón de esta reunión que, a primera instancia, parecía contradictoria: el 29 de junio de 1993, hace 32 años, Héctor Lavoe murió tras un lustro aciago de complicaciones.
Pero a tres décadas y poco más de su partida, el cantante es motivo de fiesta en la Ciudad Señorial. Alrededor de su tumba, una ofrenda de claveles y rosas acompaña a la bandera de Ponce y la famosa toalla de los Indestructibles. En el micrófono, el profesor Ernie Xavier Rivera Collazo recuerda aquel momento histórico en que los restos de Héctor Juan Pérez Martínez– nombre de pila del sonero– llegaron a Puerto Rico, a Ponce, en 2002.
“Cuando tú pasabas por los puentes, por Caguas Sur, allí había personas. Donde está Oso Blanco, la cárcel, hay unos puentes por ahí (en que) había personas. El residencial Luis Lloréns Torres, el más grande del Caribe, toda esa gente estaba afuera, en los puentes que cruzan esa avenida. Fue todo un acontecimiento recibir a Héctor”, relató el arqueólogo.
A diferencia de muchos otros de sus compañeros de rumba, Héctor Lavoe parece ser uno de pocos que alcanzó la categoría en que su nombre basta y vale por sí mismo. Algo así como Celia, Frankie o Rubén, pero con un timbre entrañable que desarma su fama. Así, con su nombre de pila, familia, colegas y hasta excursiones turísticas recuerdan, cada año, al Cantante de los cantantes en dos fechas: el 29 de junio, fecha en que murió, y el 30 de septiembre, día en que nació.
“Yo conocí a Hector cuando yo tenía 15 años”, suelta como bomba el invitado especial Alberto González. La reacción de algunos fue mirarse con sorpresa, como si se tratara de un encuentro de imposibles, pero González, con acento marcado, continuó su anécdota. A esa corta edad, favorecido por unos lentes y un timbre juvenil, logró entrar a un club y conocer al astro de la salsa. Desde entonces, el invitado se dedica a la música y asegura dedicarle canciones a Lavoe en sus presentaciones.
“Yo quedé encantado con Héctor”, dijo.
Pasadas las historias, impacientes los ánimos, se desató el bembé dedicatorio. “La vida es bonita”, del elepé Reventó, estrenó la tarde con un llamado a “un mundo de dicha, de paz y de amor”. A partir de ese momento, el público se apoderó del protagonismo del evento. Las campanas marcaban el ritmo de los coros que animaban los bailes en pareja, y un repicar de maracas propinaba chasquidos sonoros. La actividad estaba pautada hasta las dos de la tarde, pero poco después de la una se oían rumores de continuar la fiesta.
“Yo conocí a Héctor cuando éramos muchachones, en la Cantera. Él venía a visitar la Cantera y nos conocimos. Y ese flaco, después, me lo encuentro tocando en tarima con Willie Colón y yo con la Sonora Ponceña, en el (Club) Caborrojeño de Guaynabo”, compartió, por su parte, el destacado compositor y bongocero Francisco “Chalina” Alvarado. Chalina es el autor de piezas como Nací moreno y Sonora pa’l bailador.
“Después de aquí, tú sabes que esto sigue en la Plaza”, ha dicho un señor parlanchín. Al cabo de unas canciones más, arrancó rumbo al espacio público con su grupo de amistades. En ese momento se escuchaba el bolero Amor de la calle, en la voz del joven Ricardo Abel. Sellada con baldosa de terrazo, la tumba de Lavoe descansaba al pie del homenaje. La metrópolis de panteones sirvió de verdadero espectáculo durante Paraíso de dulzura. Una dama particular marcaba, cual cencerro, la pantalla de su celular con un abanico de mano en medio de los aplausos y coros grupales. En el aire, una tiñosa sobrevoló hasta terminar la melodía.
Nadie– o casi nadie– ha podido resistir el talento de Lavoe. Desde toda América Latina, Estados Unidos, Europa, África y hasta en la Hacienda Nápoles del mismísimo Pablo Escobar, la voz del salsero yace incólume en su sitial. Además de Ponce, la Ciudad de Nueva York coincidió el 29 de junio con un homenaje que nombró Longwood street, en el Bronx, como Lavoe way. En ese sentido, ni siquiera las calles resisten el legado de Lavoe. Tal vez por eso hubo fiesta de domingo en el cementerio.