Contra gallos y toros

Por Manuel de J. González

CLARIDAD

Hasta muy recientemente a muy poca gente se le ocurría hablar de los “derechos de los animales”, igual que en el mundo primitivo nadie hablaba de los derechos de los humanos. Pero la historia avanza y ya casi todos los países han legislado para tipificar como delito la “crueldad” contra animales, incluyendo los no “domesticados”. Como resultado de ese movimiento los zoológicos están pasando de moda y, los que sobreviven, tratan de reproducir lo más posible el ambiente natural para su fauna.

Ese mismo movimiento ha tachado como inaceptable los espectáculos públicos con animales o, peor aún, donde estos pelean o combaten, casi siempre hasta morir. Ese tipo de entretenimiento o “industria” es un remanente del primitivo circo romano donde los hombres peleaban con las fieras, o estas entre ellas, para satisfacción de la nobleza y la plebe. Cuando los emperadores romanos querían tornarse “populares” los gladiadores y las fieras pagaban la factura.

Tal vez el ejemplo más claro que nos queda de aquel circo romano son las corridas de toro que todavía se escenifican en España y algunos países latinoamericanos. Allí encontramos el clásico combate entre el hombre y la fiera para deleite de enardecidos espectadores. Al final, casi siempre el torero domina y termina clavando la espada sobre el animal, que muere desangrado frente a una muchedumbre que aplaude la gallardía del “gladiador”.

Ahora mismo en España existe un debate muy vivo en torno a estos espectáculos y cada día crece más el reclamo de que sean prohibidos. En Cataluña, que hace todo lo posible por diferenciarse del reino español, ya se legisló a esos efectos.

Allí también se dice que las corridas de toro son parte de la “herencia cultural”. De hecho, cuando los diarios, particularmente El País, publican noticias o reseñas taurinas las colocan en la sección de cultura y no en deportes. (Curiosamente, como parte de su política editorial, el mencionado diario no incluye en sus páginas informaciones sobre el boxeo, por su brutalidad, pero no tiene reparo en dar despliegue a las corridas de toros.)

Sin embargo, a pesar del discurso oficial sobre la “herencia cultural”, los detractores de la “industria” taurina española van en aumento, mientras a la misma vez se reduce la asistencia a las plazas. Poco a poco, más voces se unen para denunciar que el lento ataque del torero al animal constituye tortura y el clamor para su eliminación crece todos los días.

Lo que todo el mundo, a la vez, reconoce, aún la muy activa Unión Europea, es que ese debate sobre la permanencia del toreo le compete atenderlo a los españoles. Los ciudadanos de otros países y sus parlamentos pueden opinar sobre el mismo y hasta tomar partido, pero le compete el pueblo español determinar por sí mismo si echa a un lado esa supuesta “herencia cultural”, eliminando las corridas de toros. Ninguna cultura es inmutable, todo lo contrario, evoluciona. En esa evolución se van descartando elementos que con el pasar del tiempo se tornan retrógrados. ¿Acaso el machismo, que tanto dolor causa, no es parte de nuestra “cultura”? No obstante, nadie osa defender en estos tiempos esa nefasta “herencia cultural”.

Igual que en España, aunque con mucho menos intensidad, desde hace tiempo en Puerto Rico hay un debate en torno a las peleas de gallos. En esa discusión ha estado siempre el elemento cultural porque la actividad es parte de “nuestra herencia hispana o latina” y existe desde hace siglos, desde antes de que naciéramos como nacionalidad. Además del elemento cultural, también se identifica la operación gallística como una “industria” que genera empleos. Otro creen, como yo, que es una rémora de los viejos tiempos que debiera ser superada, independientemente de los empleos que pueda generar y lo “bonito” que resulta para algunos es ver a dos gallos despedazándose. Igual que los toros, es un remanente del oprobioso circo romano que debiera desaparecer.

Pero, igual que a los españoles les corresponde decidir si en su país se eliminan las corridas de toros, los puertorriqueños debiéramos tener el mismo derecho para decidir en torno al mal llamado “deporte gallístico”. A ningún parlamento del mundo se le ocurre legislar para que en España se finalice con la crueldad taurina. Y si lo hacen, esa decisión sería tan solo la expresión de un deseo porque si se les ocurre mandar policías o soldados a hacer valer su decisión, encarcelando a quienes la incumplan, se estaría provocando una guerra.

En cuanto a Puerto Rico, sin embargo, el Congreso de Estados Unidos decidió la pasada semana mandatar la eliminación de las peleas de gallo, aquí y en otros “territorios” de propiedad federal, convirtiendo esa actividad en delito. De inmediato, la jefa de los fiscales estadounidenses anunció que su fuerza policial, el FBI, perseguirá a los infractores, los que enfrentarían hasta cinco años de cárcel.

Estamos, como tanta gente ya ha dicho, ante otra manifestación cruda del colonialismo clásico. No porque ocurre todo el tiempo, prácticamente todos los días, esa imposición deja de ser detestable. Tampoco deja de serlo porque en este caso el mandato de ese Congreso extranjero coincide con la opinión de algunos, como es mi caso. El colonialismo burdo, como el que Estados Unidos ejerce en Puerto Rico, a veces tiene consecuencias positivas, pero no deja de ser una ofensa contra el más elemental de los derechos humanos, el derecho a decidir sobre aquello que afecta tu vida.

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