“Do not come”

 

CLARIDAD

Do not come”, sentenció Kamala Harris, vicepresidenta de Estados Unidos, durante su reciente visita a Guatemala. Ese rechazo tajante a los emigrantes, sin diferenciar razón ni condición, lo anunció en conferencia de prensa, mientras sonreía.

Quienes reaccionaron a ese desplante recuerdan otro discurso de la misma Harris hace menos de un año, cuando junto a Joe Biden denunciaba el odio de Donald Trump hacia los inmigrantes. Entonces necesitaban que el respaldo casi unánime de las llamadas “minorías”, sumado al de una porción del “voto blanco”, les diera el triunfo electoral. Ahora, tras lograr su objetivo, el discurso oficial vuelve a su cauce y la frase de vicepresidenta, hija de inmigrantes, se parece mucho a las de Trump.

Tanto Kamala Harris como sus críticos de derecha e izquierda saben que es la pobreza lo que impulsa la inmigración. Pero ni ella ni los otros hacen un esfuerzo por hurgar en la responsabilidad de su país por esa realidad. La derecha trumpista, que mira hacia Latinoamérica con odio, explica el estado de pobreza imputándonos indolencia, y nos proclaman incapaces de superar el eterno círculo de indigencia. Los colegas de Harris quieren ser más humanos y nos miran con pena. Ninguno de los dos hace un esfuerzo mínimo por escudriñar la historia, tanto la de su propio país como la nuestra.

Hace poco más de 80 años Estados Unidos vivía situaciones parecidas de pobreza, capeando las consecuencias de la gran depresión y el subdesarrollo. Las grandes masas estaban empobrecidas y pasaban hambre. El desempleo cundía. Entonces apareció un gobierno, el que lideró Franklin Roosevelt, que desafiando el laissez faire que imponía el capital y, desde el estado, impuso reformas económicas y sociales, que ayudaron a paliar la crisis. No fueron cambios revolucionarios, sólo reformas, y aunque de todos modos la derecha estadounidense las combatió, no pudo detenerlas. Las reformas cumplieron su propósito y la sociedad estadounidense superó su crisis. Desde entonces ha enfrentado otras, pero ninguna como aquella, en buena medida gracias al marco institucional que se creó en los años ’30 y ‘40.

¿Por qué los guatemaltecos no pudieron hacer en su país lo que el grupo que lideró Roosevelt hizo en el suyo? Pues resulta que, en 1944, cuando todavía Roosevelt gobernaba en Washington, en Guatemala se dispusieron a impulsar sus propias reformas dirigidas también a superar el atraso económico. Ese año hubo elecciones gracias a que un grupo de militares jóvenes había sacado del poder al generalato rancio, y se eligió a Juan José Arévalo como presidente. En el gabinete del nuevo gobierno estuvo, como ministro de defensa, uno de aquellos jóvenes que buscaba el cambio, Jacobo Árbenz. Las reformas comenzaron de inmediato, pero caminaron lentas ante la resistencia de la oligarquía, igual como había ocurrido en Estados Unidos. En 1951, tras la elección de Árbenz a la presidencia, todo se aceleró.

Las reformas que comenzaron a implantarse en Guatemala con Arévalo, pero sobre todo con Árbenz, no se diferenciaban mucho de las que en Estados Unidos había impulsado Roosevelt. Si se quería trasformar la economía había que modernizar y desarrollar la infraestructura construyendo carreteras, puertos y adelantando la electrificación, además de mejorar y ampliar el sistema educativo. En cuanto a lo directamente económico, el cambio tenía que comenzar con la agricultura, atacando los monopolios improductivos y la aparcería. La confiscación de tierra no cultivada. y su repartición entre los sin tierras, era tanto una medida de justicia social como de necesidad económica. Los latifundistas se oponían, pero entre ellos había uno muy particular: la United Fruit Company, que controlaba el 50% de la tierra cultivable, la mayoría en estado ocioso. También controlaba la principal empresa de electricidad y el mejor puerto.

Lo que pasó entonces es ampliamente conocido. Los hilos de la United Fruit se movieron, alimentados por los odios de la guerra fría, y la campaña demonizando a Jacobo Árbenz, tachado de “comunista”, se impuso. Una invasión militar, financiada y organizada por la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos, montada desde la Nicaragua de Anastasio Somoza, acabó con el gobierno que pretendía modernizar y cambiar a Guatemala. Los cambios que pudieron haber creado la infraestructura y la base institucional para un desarrollo económico sostenido, parecidos a los que dos décadas antes había impulsado Roosevelt, fueron coartados. El latifundio improductivo y cruel, con la United Fruit a la cabeza, siguió su curso.

En 1993, cuando cobró fuerza la gran ola migratoria de africanos hacia suelo europeo, José Saramago escribió en su diario: “Europa está ahora ‘cercada’ por aquellos a quienes abandonó después de haberlos explotado hasta las propias raíces de la vida.” En nuestra América no se puede hablar de abandono porque la explotación sigue, pero la historia es la misma. Quienes llegan por la frontera sur son las víctimas, los nietos de aquellos que hace más de medio siglo intentaron superarse y, a fuerza de golpes, se lo impidieron.

¿A dónde pudo haber conducido el programa reformista de Árbenz en Guatemala, o el que Juan Bosch quiso hacer en la República Dominicana antes de que un golpe de estado, también promovido por Estados Unidos, lo derrocara? Ambos pretendían construir economías robustas capaces de alimentar, vestir y cobijar a sus pueblos, para que no tuvieran que ir a buscar esos servicios básicos a ninguna otra parte.

Los inmigrantes que van a Estados Unidos desde Guatemala, Dominicana (y también desde Puerto Rico) no viajan por placer, sino impulsados por lo que no encuentran en sus países, precisamente porque Estados Unidos coartó su desarrollo. Kamala Harris, cuya familia hizo el mismo viaje, ahora, como portavoz de los descendientes de la United Fruit, les grita “do not come”. Lo mismo gritaron los guatemaltecos en 1954 a las tropas enviadas por la CIA, y los dominicanos en 1965 a los Marines, pero el grito se perdió en el estruendo de las armas. De aquel polvo viene el actual lodo.

 

 

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