El imperialismo explotador y mesiánico de Dune: Part 2

 

 

Especial para En Rojo

 

There is nothing in the desert and no man needs nothing. Or is it that you think we are something you can play with because we are a little people?  A silly people, greedy, barbarous, and cruel?

Prince Faisal (Alec Guinness), Lawrence of Arabia

Cuando pienso en épicas del imaginario imperialista británico, me vienen a la mente dos clásicos del cine, The Man Who Would Be King (dir. John Huston, Reino Unido y EE.UU., 1975) y Lawrence of Arabia (dir. David Lean, Reino Unido, 1962). Aunque las cuento como textos fundamentales en mi formación de cinéfilo y que me disfruto cada cierto tiempo, no me resisto a problematizarlas. Cada una construye una postura imperialista muy particular a través de sus protagonistas. En The Man Who Would Be King, dos soldados masones del ejército británico, Daniel (Sean Connery) y Peachy (Michael Caine), buscan fortuna en un pueblo olvidado en las montañas de Afganistán. Su plan es explotar a los que ellos consideran como bárbaros para hacerse ricos con una fortuna que descubren y que data de la época de Alejandro el Grande. Por otro lado, en Lawrence of Arabia, T. E. Lawrence (Peter O’Toole) es un soldado británico durante la Primera Guerra Mundial que se entrega al romance del desierto. Lawrence se torna en una figura mesiánica que une con cierta inestabilidad las diferentes comunidades que luchan entre sí mismas por controlar la región. En ambas películas, los protagonistas son dos caras de la misma moneda del imperio británico que posicionan al sujeto colonizado como una bestia a la que se explota por lucro o como un salvaje que requiere dirección. Estas son precisamente las fuerzas que chocan en Dune

Dir. Denis Villeneuve, EE.UU. y Canadá, 2021.

En la primera parte de Dune, la Casa Atreides toma posesión del planeta de Arrakis, también conocido como Dune. El planeta, que es un desierto inmenso, es central para el imperio por su producción de una droga o especia que ellos llaman Spice. Por orden imperial, el control de Dune pasa de la Casa Harkonnen, cuyos rasgos físicos los hacen parecer descendientes de Nosferatu y reflejan su crueldad, a la familia Atreides, que asociamos visualmente con nobleza y humanidad. Sin embargo, el barón Vladimir Harkonnen (Stellan Skarsgård) y el duque Leto Atreides (Oscar Isaacs) son impuestos por el imperio para explotar Arrakis y mantener bajo control a los Fremen, los salvajes habitantes del desierto. Independientemente si los Atreides les interesa establecer relaciones pacíficas con los Fremen, ellos están allí para aprovecharse de los recursos naturales de Dune. No obstante, Paul Atreides (Timothée Chalamet), el joven heredero, está fascinado con las visiones que ha tenido del desierto. Después que los Harkonnen invaden Dune y le arrebatan el control a los Atreides, Paul y su madre, Jessica (Rebecca Ferguson), que es parte de una orden religiosa poderosa que ha profetizado la futura llegada de un mesías, escapan al desierto donde se encuentran con los Fremen. En la primera parte de la historia, Villeneuve representa dos vertientes imperialistas: el militarismo de los Harkonnen, que llegan con una maquinaria genocida que devorará a todo habitante de Dune, y el paternalismo noble de los Atreides, que traen la civilización al desierto. Pero los Fremen, bajo el liderazgo de Stilgar (Javier Bardem), desconfían de ambos bandos. Esta primera parte de lo que será la trilogía Dune de Villeneuve logra de manera efectiva la labor monumental de establecer los personajes, los conflictos políticos y las facciones que chocarán en la historia. Esta base prepara el escenario para la maravilla épica que es Dune: Part 2 (dir. Denis Villeneuve, EE.UU. y Canada, 2024).

En la segunda parte, Paul comienza a adaptarse a su vida entre los Fremen. Su relación con Chani (Zendaya) continúa madurando y el joven se ha convertido en un valioso soldado de la resistencia en contra de los Harkonnen. Pero el Barón continúa su lucha por el poder y moviendo sus fichas para subir a su sobrino, el sanguinario Feyd-Rautha (Austin Butler), al trono imperial. Acepto que, aunque me gustó la primera parte de Dune, la falta de una conclusión la hizo sentir algo coja. Al ver Dune: Part 2, me di cuenta de que, en la primera parte, Villeneuve establece un universo y las reglas que rigen el movimiento de cada pieza. Ya en la secuela todo está planchado y es aquí donde Villeneuve logra explorar magistralmente las políticas entre las diferentes facciones y las consecuencias de todo lo establecido en la primera parte. De hecho, muchas de las actuaciones toman giros más complejos en esta secuela. Por ejemplo, Javier Bardem en el personaje de Stilgar no tiene una participación marcada en la primera. Pero en la segunda descubrimos el poder de su fe y de su devoción. Por otro lado, Timothée Chalamet encarna un Paul inmaduro y algo torpe en la primera parte. Sin embargo, en la segunda parte, Chalamet nos da un Paul que es un líder espiritual y un guerrero dispuesto a sacrificarse por los Fremen. Chalamet y Zendaya le dan vida a un romance bellísimo cuyo poderoso arco narrativo va ligado a la transformación gradual de Paul.

La dirección de Villeneuve es impecable. El director usa un brutalismo efectivo en la estética de las naves y de la arquitectura del planeta. Las naves reflejan el aislamiento y la torpeza de una humanidad que requiere estos mecanismos para sobrevivir en Dune. Estas coexisten con los templos subterráneos donde los Fremen protegen sus tradiciones y que adquieren nuevas dimensiones con la música de Hans Zimmer y los vestuarios de Jacqueline West. Además, la impecable cinematografía de Greig Fraser retrata los contrastes entre las peligrosas sombras del planeta de los Harkonnen y la luz intensa del desierto de Dune. Como director, la labor titánica de Villeneuve se devela en cómo cada detalle visual y auditivo participa en añadir diversos niveles que forman el universo de Dune.

En The Man Who Would Be King, Peachy y Daniel pagan por lo que intentaron hacer. Este final, que no revelaré, demuestra que la barbarie finalmente corrompe las maneras civilizadas (y tómenlo con tono irónico, por supuesto) de los protagonistas. Las maneras civilizadas de los Harkonnen se cuestionan más claramente en Dune ya que diferente a John Huston, tanto Villeneuve como Frank Herbert (el escritor de las novelas) están conscientes de la mentalidad colonial. Con el personaje de Paul, Villeneuve y Herbert toman un giro más interesante. El director crea unos ecos visuales entre Lawrence of Arabia y Dune: Part 2. Por ejemplo, en la primera, cuando Lawrence logra impresionar a todos descarrilando el tren de los turcos, el personaje camina lentamente sobre los vagones mientras los guerreros árabes lo claman por su hazaña. De esta misma manera, los Fremen gritan el triunfo cuando Paul cabalga sobre el gigante gusano de arena. Pero el triunfo de Lawrence llega a su final cuando el personaje sufre la humillación del general turco (en uno de mis cameos favoritos del cine por nuestro José Ferrer) y siente en carne propia el dolor profundo del colonizado. Aquí es donde muere el mítico Lawrence de Arabia cuando se da cuenta de la protección de su privilegio. El final de Paul, que no discutiré, es algo diferente y merece más exploración en lo que espero que sea la futura conclusión de la trilogía de Dune. ¿Se desnudará Paul de su identidad colonial para tornarse en un Fremen? No puedo esperar por escribir sobre esto cuando vea la próxima película.

Busquen la pantalla más grande y entréguense a la maravilla visual y profunda de Dune: Part 2.

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