En Reserva-Del extremo cotidiano boricua

 

Especial para En Rojo

Don Tino vive solo en una casita de cemento en las afueras de Barranquitas. A sus 78 años, ya casi no sale. Tiene una neverita pequeña, una radio de pilas, y la costumbre de hacer la compra los martes, cuando camina hasta el colmado del barrio. Aquella semana, con la precisión de siempre, compró jamón, queso de papa y un paquetito de carne molida —una rareza que solo se permite cuando la pensión alcanza.

El apagón comenzó un jueves en la noche. Para el sábado, la comida en la nevera ya estaba podrida.
—No hay planta, ni hielera, ni nadie que venga a ver cómo estoy —murmura don Lino mientras echa los alimentos dañados en una bolsa negra, con la lentitud de quien bota algo más que comida.

En Puerto Rico, las condiciones extremas han dejado de provocar alarma: se han vuelto rutina. Vivimos una vida marcada por lo que algunos teóricos llaman el quotidian extreme —lo extremo cotidiano—: la integración paulatina de lo inaceptable a la vida diaria, como si vivir entre apagones, carreteras rotas, burocracias inertes, inflación desbocada y ansiedad colectiva fuera simplemente parte del paisaje. En palabras de Nelson Varas-Díaz, Niall W. R. Scott y Bryan A. Bardine en “On Extremity: A Manifesto” (2023), vivimos bajo “una extremidad que levanta su cabeza opresiva, mata, se convierte en entretenimiento, se esconde y, cuando menos se espera, aparece para exterminar de nuevo. Lo cotidiano extremo nos permite ignorar tales eventos y convertirlos en una parte normal de nuestro tiempo y era” (3, mi traducción). Comprender esta normalización de lo extremo es fundamental para reconocer cómo, poco a poco, se instala en el tejido social y psicológico de las comunidades.

Este concepto no es solo una observación sociológica, es una advertencia. Describe ese momento insidioso en que una sociedad comienza a aceptar como normal lo que antes provocaba indignación. Es un proceso a cuenta gotas, que se nutre de la fatiga y la desesperanza. Cuando las fallas eléctricas ya no generan protestas, sino que se enfrentan con plantas portátiles o placas solares —para quienes pueden pagarlas. Cuando la crisis de servicios esenciales como salud y educación deja de ser asunto de lucha y se transforma en chisme, meme o resignación. Cuando la sobrevivencia se convierte en estilo de vida.

Este fenómeno no es exclusivo de Puerto Rico, pero aquí se entrelaza con las capas de colonialismo y neoliberalismo que intensifican sus efectos. El abandono institucional, la falta de respuestas estatales, y la privatización de lo público nos empujan a vivir al filo de la precariedad. En ese proceso, también se transforma la subjetividad colectiva: aprendemos a llamar “resiliencia” a la adaptación forzada y celebramos como gestos heroicos las soluciones improvisadas a problemas estructurales.

Pero hay un costo. Lo extremo cotidiano erosiona nuestra capacidad de imaginar un futuro distinto. Nos vuelve expertos en sobrevivir, pero no en exigir. Naturaliza la excepción. Normaliza el sufrimiento. Y al hacerlo, favorece el inmovilismo.

La normalización del desastre es una forma de control. No siempre se impone por la fuerza: a veces basta con la costumbre. El apagón deja de ser noticia. La escuela cerrada se convierte en anécdota. El centro de salud sin médicos es una estadística más. Y mientras tanto, quienes se benefician de ese abandono —los que impulsan privatizaciones sin fiscalización, quienes lucran del desastre— cuentan con esa resignación para seguir operando sin oposición real.

Don Tino lo sabe, lo intuye. Hoy cena galletas de soda con café frío. Afuera, las estrellas brillan con una claridad cruel. Dentro, enciende una vela y se sienta junto a la ventana, escuchando cómo el silencio eléctrico se traga poco a poco los días.

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