Entrega a mano #5 :Casa de pisar duro (Caracas, 2013) de Gina Saraceni.

 

Especial para En Rojo

Hay libros que se anuncian contundentes ya desde la primera lectura. Eso ocurre con Casa de pisar duro, de la poeta italo-venezolana Gina Saraceni (1966), amorosa amiga de hace ya una década y con quien he compartido y leído muchas veces en su carácter de poeta y ensayista en Canadá, Colombia y Ecuador, entre otros lugares. Gina es docente en la Pontificia Universidad Javeriana en Bogotá, y es además, literalmente, una corredora de larga distancia. Compartimos amistad con varias personas queridas, entre ellas, el crítico puertorriqueño Julio Ramos, el poeta y narrador mexicano Fabio Morábito, el poeta venezolano Arturo Gutiérrez Plaza y el investigador y editor Jeff Cedeño Mark. Vital, entusiasmada, siempre al filo de las palabras, Gina transmite una intensidad contagiosa. Tengo de Gina otros libros: Lugares abandonados (Antología personal) y su espléndido libro de ensayos Escribir hacia atrás (herencia, lengua, memoria), cuyos temas principales son la memoria y la lengua, los cuales trabaja con el análisis y el fervor que entraña la escritura poética. Devota del mar, su Adriático, a todo mar, ello se fecha y testimonia ampliamente en su poesía, como lo demuestra su producción poética, especialmente su más reciente libro Adriático, que he tenido el gusto de leer en pdf. La pandemia del Covid ha afectado la entrega a mano, pero los y las poetas se las arreglan para entregar siempre. Hoy comento brevemente un poemario del 2013 que me regalara Gina y que obtuviera el Premio XI Concurso Anual Transgenérico de la Sociedad de Amigos de la Cultura Urbana de Caracas en el 2011.

La portada del libro son unas pisadas que se estampan sobre unas baldosas ajedrezadas, ilustrando lo que vale la pena recalcar: allí la voz poética se coloca sobre su pisada. Mirando la imagen se podría especular que se trata de la entrada a una residencia y que lo invisible va rastreando los lugares que habitan principalmente en su memoria. No urge entrar sino repasar y recordar, recrear imaginariamente los sitios que quizá no existan. Paradójicamente, solo lo muerto perdura en la memoria escritural. Lo desaparecido conforma gran parte del archivo del que se vale la escritura para poetizar porque no muere, permanece como espectro. Gina Saraceni nos entrega su entrega a la casa familiar, a los elementos de la naturaleza (la sal, las mareas, la madera, las algas), su elegía a King Kong al ser asesinado en Manhattan: “ El deseo es un animal que se deja caer. […] Se oye a un gorila respirar./ Y es animal el aire que se agita/ cuando un gigante trepa/ la altura vertical de su caída. /Inmensa la torre de la sed./ Inmenso el extravío./ King Kong se abandona/ a la estrechez delgada de una antena./ Y alcanza la pureza.” La vida de la casa, de los objetos, del mar en movimiento, de la fuga del “monstruo” en una ciudad asesina (como nos recuerda el García Lorca de Poeta en Nueva York) pulsan en su organismo mientras pisa la casa y el asfalto caliente de Manhattan o determina cuán azul es el cielo de todos esos sitios.

La voz poética se eleva materialmente sobre su necesaria pisada para nombrar, para fijar la sensación inaprehensible: “No siempre se regresa/ de un paisaje que perturba la mirada. /Será temblor de párpados /lo que vendrá después de su abandono”. Y así fluye la enumeración de los objetos que pueblan el universo de Saraceni. El oído atraviesa una casa sobre la que se pisa duro. Aun deshabitada reposa en ella el eco, un palimpsesto de rumores que se superponen como signos y que absorbe la estructura de la casa que vive, aunque la ocupen los árboles. Y sin embargo, esta “pisada dura” nos advierte que se camina con tiento y despacio sobre la incertidumbre de lo que albergan los lugares cuando se quedan solos, incluso los que se hallan a cielo abierto o los que se miran desde afuera. La interpelación es volverse animal.

El silencio abandona

las raíces de los árboles

y se levanta hasta las hojas

comidas por los loros.

Cada mañana volvemos al parque

con los pies clavados en la tierra

y el pulso latiendo entre la sangre.

Podríamos morir de madrugada

escuchando el canto de los loros,

ese estruendoso canto

que alberga en nuestra sangre

y atraviesa el cielo

y lo sofoca

y lo deja sin aliento.

Podríamos morir de madrugada

rodeados de loros que nos miran

correr como liebres fugaces,

cada uno con su canto

en la garganta,

cada uno con su vuelo a ras del piso

abriendo zancadas en la hierba.

Podríamos volar

como los loros y ser manada

que hunde en el cielo

un grito atroz.

Cada madrugada

buscar cómo fugarnos

del verde plumaje de sus alas.

Por eso la bisagra del libro es un sujeto y no una casa, más bien un sujeto que carga consigo la casa material del universo todo, de la violencia de las ciudades, e incluso del amor: “De las batallas del amor se regresa/con el vientre abierto,/ sin paredes,/ dando tumbos/ por el arduo combate/ de la noche. […] Solo así se hace una guerra./ Sólo así se conoce/ cómo tocan las manos/ cuando pierden los dedos.” Y de ese sujeto se trama subrepticiamente una genealogía que atraviesa el libro y que concita una casa abandonada: “El hijo no nacido reclama un lugar en la palabra,/una letra que ocupe el espacio de la falta./ No se puede dejar de ser madre/ sin cargar al hijo que no fue/ sin hacerlo vivir el instante/ que dura su cuerpo imaginado.” Este es un libro que aspira, dentro de su sencillez a marcarlo todo, el legado, el rumor de las cosas, el movimiento de la madre dentro de la casa, la violencia urbana con respecto a sus “monstruos”, la pasión enloquecida de quien busca y no tiene sitio, la lucha con las palabras y la lengua. La voz poética no deja de ser una intérprete a medio decir de sí misma y de la intemperie que la habita. Es esa “incompletitud” que resuena tan alto en la poesía de Gina Saraceni la que desborda este hermosísimo libro:

Nos volvemos sordos

cuando el silencio

precipita en el oído.

Es oscuridad lo que se escucha

cuando la voz calla

y el tímpano se desgarra

por tanta austeridad vocal.

Sin oído

damos tumbos.

Y cuando la lengua

se deshace,

es el alboroto de la ausencia

el tono más alto:

la sordera.

La autora  es poeta, ensayista y profesora. Tiene a su haber unas 14 colecciones de poesía, entre ellas Sitios de la memoria, La gula de la tinta, Diseño del ala, Cuerpo nuestro, Rizoma, Chuvento o lengua secreta, La noche es otra luz y el más reciente, Espacio teselado

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