Entrega a mano #8 Libro de islas, de Rafael Acevedo.

 

Especial para En Rojo

 

“Hay un muchacho que dicen que es poeta”, dice el querido y recordado profesor y escritor Isabelo Zenón, que era un activo vocero de todo lo nuevo que pasaba y dejaba de pasar; “comienza ahora a trabajar en el departamento.” Esto lo decía por el 1989. Fue entonces cuando finalmente se abrieron las plazas en la Universidad de Puerto Rico y vino gente nueva a fines de los ochenta a poblar los pasillos para infundirles vida. Descongeladas las plazas que secuestró Carlos Romero Barceló durante su gobernación, un primer intento del partido en el poder para destruir la universidad, fuimos muchos los que ingresamos a la cátedra en esa época; en el departamento éramos ahora al menos tres. Este muchacho había dejado, subrepticiamente, el libro en el casillero del departamento y si uno lo observaba caminando entre clases podía apreciarse un aire pícaro, pero saludaba como un tímido. Se llama Rafael Acevedo, y de allá a acá ha corrido el tiempo. Hoy día lleva publicados unos ocho poemarios (entre ellos mis preferidos, Instrumentario, Moneda de sal y Cannibalia) y más de tres novelas, de las cuales tengo Exquisito Cadáver, Flor de Ciruelo y el viento y Guaya guaya. Además, dirige la sección En Rojo del semanario socialista Claridad y una editorial independiente llamada La secta de los perros. El libro que me regaló se titula Libro de islas. Me lo dedicó en octubre de 1989 y fue publicado por la prestigiosa editorial qeAse, que dirige el poeta, joserramón meléndes.

Hace exactamente 33 años de la entrega, pero siempre he querido escribir sobre este libro. Siento y sentí cuando lo leí que su dicción era muy diferente a la que estábamos acostumbrados a escuchar en ese momento en Puerto Rico y la poesía prevaleciente entonces. También la tipografía que imita a una maquinilla de las que se usaban en los setenta, quizá lo más “próximo” dentro de lo maquínico a los legajos del siglo XVI y cuyo estilo evoca aquellas “relaciones” o relatos hasta cubrir el siglo XX, tendiendo un puente entre las invasiones del imperio español y las norteamericanas. La alusión a las fuentes bibliográficas en este libro de poemas que incluye a cronistas e historiadores como Cristóbal Colón, Bartolomé de las Casas, Fernández de Oviedo, Ángel Rivero, Jalil Sued Badillo, unidos al nombre de José María Pemán, cuya Obra Completa la publica Facha en 1976 en Madrid, muestra la intención irónica. Vale la pena subrayar el contraste y el ánimo burlón que merodea los gestos, como son los subtítulos en dicción arcaica de las tres partes del volumen: “Ensayo donde se destacan varios hechos y personas, así como otros bienes que dan fe de la existencia de tal archipiélago por esta agua de muy singular historia”, “La historia con ellas tres que bien miradas son una sola” y “Apéndice que completa este ensayo por medio de varios hechos y personas que dan fe de la rara condición desta isla, así como otras artes para que el lector se sirva dellas”. Todo ello me recordaba a lo que desde Centroamérica hicieron unos poetas, especialmente porque usaban como recurso principal el montaje o el collage, las voces de otros para decir la propia. Había una alianza allí entre las crónicas poetizadas de Ernesto Cardenal (Homenaje a los indios americanos) y la ironía de Roque Dalton en Taberna y otros lugares, ambos volúmenes publicados en el 1969. Veinte años después Rafael Acevedo les rendía un homenaje velado con una escritura un tanto diferente.

Acevedo intentaba desde entonces afincarse en un territorio principalmente acuático, pensar en un conjunto de islas caribeñas rodeadas de embarcaciones y sucesos climatológicos de todo tipo y asediadas por el neocolonialismo. Ya era este el Caribe de Glissant, archipelágico y complejo, políglota y viajero; con el cosmos brotando de la rizomática y legendaria calabaza de Fray Ramón Pané y “donde la historia se sirve en una triste sopa de letras que junta Dessalines Jacobo I Petion Enrique I Jean-Pierre Boyer Faustin Souloque Faustino I”. “Si se mira bien”, la enumeración sin comas intenta estampar una historia de dominio donde aparecen nombres y fechas violentas, juzgadas siempre por un observador que los compara con la verdadera batalla: el resplandor de lo ínfimo que le sobrevive, y que en este poema halla su metáfora en “los pececitos de colores”.  Asentándose en el lugar, en ese espacio presa del acoso, Libro de islas nos veía como un conjunto o formación singular, y en él la isla de Puerto Rico figura como un segmento de la conciencia. La dicción poética se quiere “objetiva” al evocar el habla antigua casi medieval de sus cronistas, pero dentro de esa dicción, de su sintaxis y sus giros arcaicos aparece el chiste o la ironía que establece una especie de distancia y categoría frente a aquellos peninsulares cuyo motivo principal fue viajar para lucrarse. Comienza recordando la historia que nos desune y quiebra, las sucesivas intervenciones norteamericanas en Haití, República Dominicana, Jamaica, Cuba, y la permanente intervención en Puerto Rico. Se trata del archipiélago del dolor. Si, como decía Glissant,  la unidad del Caribe se produce vía la tragedia que traía el agua, la trata de esclavos y las muertes sucesivas que hermanan a sus habitantes, esta otra llega con la intervención neocolonial en el Caribe. Tres elementos sobresalen: la dicción como si fuese antigua (creando la ilusión de que se cita un texto previo), el humor y la ironía. En ese sentido, se advierte una especie de palimpsesto, una sincronía de eventos pasados y actuales, aglutinación que permite la ironía. Le añade un sesgo particular el que el poemario se compone principalmente de poemas muy extensos alusivos a las travesías y en algunas ocasiones participan como hablantes poéticos personas como Matusalén, quien aparece observando los sucesos de tres siglos consecutivos. Matusalén, por ejemplo, navegó con Cristóbal Colón, conocía al anciano de color Miguel Batá Ventidós, al mozo Francisco Bobadilla (vivo durante la fundación de Caparra) y a Librado Alcántara en el 1811. Este poema en prosa proveniente, según el autor, de un documento rescatado del archivo de Corozal, es una travesía por la geografía del descubrimiento y da fe de diversos medios de transportación, así como el de la imaginación. Según el autor (no se sabe si Matusalén o Acevedo), estos hechos que se refieren al mito egipcio-platónico de la Atlántida abordan también el mar y el huracán que viene por sus aguas y debía mantenerse en la ignorancia porque de saberlos, algunos como C. Colón hubieran enloquecido, como se ve al referirse al Caribe: “Se ha corrido la voz en el mundo científico que son las islas restos de algas suicidas y sal atávica.

A diferencia de la corriente objetalista norteamericana, podría decirse que la economía poética de Libro de islas simula la corriente documental prevaleciente en la poesía exteriorista volcada hacia el afuera objetivo, con “las imágenes del mundo exterior”, como afirmara Cardenal, pero aquí con una vocación desestabilizadora que le permite distanciarse de esa misma pseudo-objetividad y exagerar, hiperbolizar frases, fechas, encuentros y objetivos ya sea históricos o amorosos. A fin de cuentas, el libro comienza evocando las crónicas y va transformándose en una juntura que funde el poema lírico con el político. Libro de islas reitera testimonialmente las sucesivas invasiones neocoloniales, pero la voz poética las desacraliza, e imprime en dichas escenas un potencial que se halla en la cotidianidad de las vidas de quienes experimentan los sucesos. Esa cotidianidad o “artes de hacer”, como las llamara Michel de Certeau, las ubica en los resquicios del territorio apropiado ejercitando tácticas de resistencia de diversos órdenes, como en el poema “En el mar la vida es más sabrosa”, una línea de una canción famosa de la Sonora Matancera: “Por el mar se llega a invadir /a Guánica/pero por mar se llega a /Sierra Maestra/por el mar se llega a invadir a /Dominicana/ pero por un mar espeso se llega a /la Base Muñiz/por el mar se llega a invadir /a Nicaragua/ pero por mar, cielo y tierra llegan/los 19 de julio/ por el mar se llega a invadir Granada/pero por mar se llega a toda costa/pero por mar hay moros en la costa/ pero por mar se camina sobre las aguas”. Y otro, donde remite a una isla hermana. El título es parte del poema: “QUIZAS UN DIA ARDIENDO DE SOL BOISROND TONERRE DIJO LO SIGUIENTE EN MEDIO DE LA PLAZA POR EL ANHO DE 1804 EN HAITI. La piel del invasor colonialista/ y esclavista como pergamino/su cráneo como tintero/su sangre como tinta/y su bayoneta como pluma/para redactar el Acta de la Independencia/de la patria”.

Dentro de las visiones que atraviesa el libro  que abarca miradas que van del siglo XV al XX, se manifiesta la necesidad de atestiguar, y el comienzo de muchos poemas con el verbo “Hay”, “He aquí”, “Se ha dicho”, recorriendo el repertorio de las frases de las que se valían los españoles para informar lo que veían a medida de sus sucesivas invasiones. También la incapacidad para nombrar el fenómeno, por misterioso: “ y que los indios desta isla sabían lo que había/ cuando miraban el aire turbado, el sol rojo,/ un ruido sordo subterráneo, el círculo de las estrellas/oscurecido/ con un vapor que las aparentaba más grandes,/los horizontes por el Noroeste cerrados, un olor fuerte/ que exhalaba el mar/ y un viento cambiante de repente/ de este a oeste”. Ese huracán que llega de sorpresa, en el caso de los que no conocen sus signos, y que podría funcionar a modo de táctica para quienes saben lo que hay, de alguna manera se revela en los dos poemas siguientes, mis preferidos:

 

Están los cazadores clandestinos de la madrugada

desde antes y desde el pasado siglo próximo.

Dicen: somos los cazadores clandestinos de la noche

que es nuestra casa, dicen

y los hay blancos y los hay negros

y los hay de todos los colores que dicen que hay

y despiertos mucho más que el sol

y los guardias de la mentira de antes y ahora.

Y están averiguados sus amores y andan por tierra

con la piel sudada y brillando

y cantan en nuestras lenguas

animosos, osados y de buen corazón

asestando golpes a los depredadores

que es cosa de ver para creer,

y es vencible la piel dellos en la caricia

y en la casa y en el amor,

el otro, junto al que ya hemos dicho

y sin naves, con pies ligeros

están

los cazadores clandestinos de la madrugada.

 

Flora

 

El árbol que habla es el que mueve la raíz,

ese árbol al que se le pregunta y responde,

pero últimamente se dedica a una canción fresca y frágil

con el viento.

Ya uno no le dice dime quién eres y qué haces aquí,

ya uno no le dice quieres que te corte

o quieres venir conmigo,

ya uno no hace casa con esa madera,

uno lo deja que hable solo,

uno ya no entiende.

Recuerde,

el árbol que habla es el que mueve la raíz.

La autora es poeta, ensayista y profesora. Tiene a su haber varios libros de poesía, entre ellos Sitios de la memoria, La gula de la tinta, Diseño del ala, Cuerpo nuestro, Rizoma, Chuvento o lengua secreta, La noche es otra luz, Operación funámbula y Espacio teselado. Tradujo el libro The Bounty, de Derek Walcott  (La Providencia) y ha publicado como crítica Hilo de Aracne, Femina Faber y Poéticas que armar. Obtuvo el Premio de Ensayo de Casa de las Américas en 2020 con Apalabrarse en la desposesión. Literatura, arte y multitud en el Caribe insular.

 

Artículo anteriorEL COVID 19 y sus variantes siguen aquí
Artículo siguienteSituación de las clases trabajadoras en Puerto Rico en 1898