La deriva pirata en la conformación de identidad nacional de Puerto Rico

 

 

Especial para En Rojo

 

Desde el origen mismo de la humanidad, las islas han representado un punto geográfico polisémico. Desde ser los puentes naturales que permitieron a los primeros seres humanos ir de salto en salto hacia todas las regiones del planeta, hasta significar los lugares de la utopía. No en vano los pueblos originarios del caribe situaron el paraíso en la mítica isla de Pipiripao y Gauguín, en las antípodas, describía la isla Noa Noa como el centro mítico de su sueño plástico en Tahití.

Al nivel del imaginario político, la fantasía y la necesidad de asentar imaginarios también se entremezcla con la crudeza a la hora de abordar la idea espacial-territorial de una isla, como son ejemplo la isla de Barataria prometida a Sancho Panza por el Quijote (donde se revela que Sancho es muy mal gobernador) y la utópica isla pirata Libertalia, isla que soñara el pirata Bartolomé Missón, epítome de todos los tránsfugas que soñaron retirarse para disfrutar sus botines en una isla gobernada por ingobernables.

Se puede seguir desgranando el significado de toda isla, especie de oasis en el océano o larga condena para los Robinson Crusoe de la historia (exiliados, asilados de tierra firme), punto donde se apoya el compás imperial (punto de fuga de Grenwich en las islas británicas), o simple lugar de reabastecimiento de agua, siempre territorio de paso hacia otras tierras entre los sedientos marinos, y aún así, al encontrarle todas sus posibilidades dentro de las capacidades sociales humanas, la isla es un absoluto para quienes la habitan, sin importar de donde lleguen a ella o la idea que tengan para su futuro. Se vive y se sobrevive ante la inmensidad del mar, se regla la cotidianeidad con el fin de romper el aislamiento geográfico y mantenerse cerca de las tradiciones de los países continentales. Una vez que la isla aparece en el mapamundi, por muy pequeña que sea, ya no está sola, le pertenece (en brevedad o dilatadamente) a la ambición de todos.

Y esta es la propuesta que ofrezco en esta monografía: la posible creación de una nacionalidad puertorriqueña a partir de la mentalidad polisémica y tránsfuga de los hombres y mujeres inmersos en la cultura pirata que vieron en Puerto Rico el espacio político ideal para crear una comunidad/nación muy particular y consciente de sus propios valores de transacción con el poder.

Taínos (arahuacos) junto a caribes: la primera chispa de un destino común.

Henry Kamen, historiador inglés, nos recuerda en Imperio, su afamado recuento del ascenso del imperio español, que las posesiones españolas durante casi un siglo después de la invasión no fueron más que precarios puntos de asentamientos dispersos a lo largo de todas las costas de América. Esta frágil presencia tuvo poco impacto en los territorios interiores hasta bien entrado el siglo XVIII y apenas alcanzó a tener conciencia global en los inicios de las repúblicas independientes del siglo XIX. La historia se fue desarrollando entonces alrededor de fortificaciones en la medida en que franceses, ingleses y holandeses creaban y armaban la disputa del continente a través de los corsarios y derivados piratas y bucaneros.

Pero, desde el punto de vista de los pueblos originarios ¿no fueron acaso los mismos españoles los primeros piratas en llegar a saquear y a someter? Entre los arahuacos ya se tenía una idea bien clara de la modalidad de incursiones que los caribes realizaban, y sabían esperar cualquier sorpresa del mar. Los habitantes de Borinquen sufrieron durante décadas las correrías caribes, con la diferencia que los españoles llegaron para quedarse, no solo para saquear, matar, quemar y luego huir hacia barlovento con sus mujeres, así que esta forma de violencia que llegaba desde el mar les era completamente desconocida. Quizá por ello se sorprendieron al corroborar que para los españoles la consigna de esclavización no distinguía entre caribes y arahuacos de Borinquen. Esa primera advertencia de destino común, en medio del shock, muy probablemente fue la primera chispa de conciencia de humillación compartida en todas las Antillas, y se dio en ese rebautizado territorio nombrado por los “nuevos piratas” como Isla de San Juan Bautista.

Hugh Thomas nos dice que en la rebelión del cacique Agueybana del año 1511, el esfuerzo bélico contó con tres mil guerreros de entre los cuales muchos eran caribes provenientes de la isla de Santa Cruz, esclavizados por Cristóbal Sotomayor y traídos a Puerto Rico[1]. Podemos imaginar los tensos acuerdos de rebelión entre aquellos acérrimos enemigos taíno-caribes ¿qué promesas se habrán hecho entre sí una vez que lograran exterminar o expulsar a los españoles? ¿Se habrán dado arengas como las que Cuahutemoc diera a los tlatelolcos en los últimos momentos del asedio a Tenochtitlan, instándoles a defender la tierra porque eran “mexicanos todos”? Lo que en México se considera el primer indicio concreto de la nacionalidad mexicana expresada como un conglomerado intentando sobrevivir, en Puerto Rico queda aún en el terreno de la especulación, y sin embargo por los hechos ocurridos, signados con sangre y fuego, no hay forma de soslayar la primera gran contradicción enfrentada y superada a lo interno de la psiquis colectiva indígena taína-caribe y, sobre todo,  lo que fue evolucionando hasta el Puerto Rico de hoy en las formas de asumir la negociación por la vida.

Faro pirata

En la isla de Mona, en el estrecho del mismo nombre que divide República Dominicana de Puerto Rico, se alza el único faro de hierro y acero que existe en este archipiélago borincano. Durante algún tiempo se mal informó que el diseñador había sido Gustav Eiffel, pero las fechas de su construcción no coincidían con el anhelo romántico y la realidad es que fue diseñado y construido en 1885 por el ingeniero español Rafael Ravena. Lo mismo pasa con los particulares adoquines azules del Viejo San Juan: durante años se dijo que eran de hechura colonial del siglo XVIII, pero realmente fueron comprados a finales del siglo XIX a una fábrica metalúrgica inglesa que los ofertó a buen precio. Los adoquines formaban parte del revestimiento interno de los grandes hornos de fundición, y de ahí su color, impregnado de azufre.

Doy pie a esta observación de auténticas identidades reveladas para hacer un guiño histórico: quizá Caparra no sea el núcleo fundacional en la que Ponce de León cimentara el futuro Puerto Rico, porque simplemente Caparra no tuvo la movilidad polinizadora de identidad como sí lo fue la Isla de Mona al ser el santuario de los primeros corsarios franceses que inauguraron el ataque a las posesiones españolas desde el mismo inicio del siglo XVI. A partir de la llegada de estos corsarios, con su contrato directo por la corona francesa a través de la “patente de corso”, la corona española entendió que de ser piratas feroces a los ojos de los taínos-caribes, les tocaba ahora recurrir a todos sus recursos humanos para defender lo precariamente conquistado. El faro dizque de Eiffel, entonces, tiene remembranzas de presencia francesa tanto como en Mayagüez (ciudad que colinda con la Isla de Mona) se asentaron, durante varios siglos, familias francesas que dejaron su marca en la fuerte pronunciación de la r glotal boricua.

La Isla de Mona, en aquellos tiempos sin faro, llamaba a todos los corsarios que se lanzaban contra las naos y galeones españoles que cruzaban el estrecho, y que muy pronto ampliarían su radio de acción por todo el caribe junto a corsarios y piratas ingleses (1559, Francis Drake) y holandeses (1624, Balduino Enrico). En 1528, San Germán sufriría el feroz ataque de los nada románticos corsarios franceses y los habitantes comenzaron a entender que tendrían que vérselas con esta amenaza casi de manera permanente.

Durante estas primeras décadas, tanto corsarios como pobladores asentados en la isla de San Juan Bautista, no tenían la menor idea de la escala real del imperio español, y se podría decir que se mantenía solo el entendimiento de la presencia costera imperial, tal como señalé anteriormente. “Los comerciantes y financieros extranjeros continuaron financiando las economías regionales del imperio incluso aunque trataran de recortar el alcance del poder de Madrid’[2], nos dice Henry Kamen, y es más que seguro que, de entre esos “financieros extranjeros” se encontraban muchos beneficiarios de piratas que se encargaban de saquear los galeones contratados por las élites locales aún sin arraigo. Estas élites, paradójicamente, eran mimadas como administradoras de la colonia por la misma corona saqueada, y sin duda era un secreto a voces que los libertos y esclavos entendieron como cultura de poder galvanizada en el nuevo mundo. Al fin y al cabo, como es sabido, cada sector lleva al poder sus propios intereses económicos.

Mar abierto, mar cerrado

La conformación del poder colonial español estuvo en todo momento relacionado a la administración de los recursos que iban siendo extraídos, en la medida de las limitadas o enormes capacidades territoriales. La mayoría de peninsulares que venían a América se dirigían a la Nueva España (México) o a al Virreinato de Perú, donde se encontraba el oro y la plata. Los pocos peninsulares que se quedaban en Puerto Rico, lo hacían para tener una base de acción para sus comercios desde donde trataban de sumarse, lo más pronto posible, a las rutas que pasaban de largo de la isla. Desde muy temprano, entonces, tanto los peninsulares, criollos, esclavos y libertos, estuvieron siempre a la espera del barco que llegara con provisiones, independientemente de qué nacionalidad tuviera, y así lo dice Sebastián Robiou Lamarche: “Las relaciones entre los isleños y el mundo no-hispánico se caracterizaron por este curioso patrón de inevitables contactos furtivos y agresión abierta, por aceptar al contrabandista en el nivel económico, pero rechazarlo violentamente por ser un competidor peligroso y un enemigo de la fe”(Morales Carrión, 2003)[3].

Sometidos a la exclusividad que la corona española imponía en el Mar Caribe, la ostentación de “siervos de la corona española” no les servía de mucho a los habitantes de la Isla de San Juan cuando se les prohibía recibir o ser beneficiarios de un comercio abierto dentro del mar cerrado[4]. Sin embargo, el contrabando creó una dualidad y acomodo a las circunstancias que con mucha seguridad influyó en la forma cultural de ver las oportunidades hasta el día de hoy. Desde esta raíz histórica, que busca sedienta el agua en terreno yermo, el Jones Act de 1920[5], impuesta 22 años después de la invasión estadounidense a Puerto Rico (1898), no representaba nada nuevo respecto a los tres siglos anteriores de colonia española, sobre todo en estos puntos:

  • Se impide a los buques de pabellón extranjero transportar mercancías entre las zonas contiguas de Estados Unidos y determinadas zonas no contiguas, como Puerto Rico, Hawai, Alaska y Guam.
  • Si bien en un principio el objetivo de la Ley Jones era proteger la industria marítima de los Estados Unidos, también codificó ciertas tradiciones y prácticas marítimas antiguas que contemplan la recuperación económica en caso de que un tripulante sufra lesiones en el mar.
  • Establece que las embarcaciones que naveguen bajo la bandera de Estados Unidos deberán ser propiedad de tripulaciones y compañías estadounidenses y estar registradas y tripuladas por éstas. Esas estipulaciones están presentes en la legislación federal de cabotaje, la cual destaca que la transportación marítima entre Puerto Rico y el resto de los Estados Unidos tiene que llevarse a cabo solamente en barcos construidos, con bandera, propietarios y de tripulación estadounidense.
  • La Ley Jones protege los intereses de los estados costeros en el territorio continental de Estados Unidos y además aplica a los ríos navegables, como el río Mississippi y el Missouri.

Aquí cabe preguntarse si durante el huracán María (septiembre 2017), el condicionamiento de esta ley mezclada con la prepotencia política internacional de Washington sirvió para revelar, en la negativa de aceptar donativos directos por parte de la solidaridad internacional, el deseo atávico-corsario de Mare liberum que luego se expresaría en la incontenible diáspora y la expulsión del gobernador Ricardo Roselló. ¿El pueblo puertorriqueño habrá visto en sus grandes artistas del trap y el regguetón, completamente comprometidos en la solidaridad -y más rápidos que FEMA[6]-, una resonancia atávica de los antiguos bucaneros, corsarios y piratas, todos ellos amorales y contrabandistas, no solo de mercancías, sino también de valores culturales heterodoxos?

El prócer atávico: Cofresí

“El conocimiento pasa por el conocimiento de las lenguas”, escribió Umberto Eco para señalar el hecho de que la circunscripción a un solo imaginario lingüístico aísla e impide el desarrollo cultural y la expansión de la libertad humana basada, por supuesto, en el libre intercambio de información. El Mare clausum, a pesar de datar del siglo XVI, se mantuvo en la idea moral de la iglesia católica hispanofílica y colonial del siglo XIX ya casi convertido en un mare intus… o mar de dudas y recelos xenofóbicos interiorizado por la élite criolla puertorriqueña. Sin embargo, esto no fue para nada replicado por el pueblo llano, ese que, bajo códigos de apertura bien definidos, entendió que sólo en el recibimiento de la globalidad ilegal, de transgresiones morales y lenguas liberales que no se reglaban por lo que intentara decir el español hecho ley (ley escrita), podría acceder a productos que jamás se le vendería en los colmados de los ricos hacendados. El negro cimarrón le compraba al negro pirata, el pirata blanco le vendía al mestizo funcionario de aduanas, el negro aún esclavo se escapaba y se sumaba a cualquier barco pirata que lo aceptara como grumete, Puerto Rico iba ebullendo en una realidad cosmopolita abrumadora y en esa vitalidad social nació, desde todas partes, Cofresí, el que sigue representando la picaresca heroíca del Robin Hood boricua sin estatua ni ateneo.

“Las personas que rodeaban a la familia Kupferschein demuestra que el mundo social de esa familia era un caleidoscopio de todos los colores del arco iris: hacendados, asentados por décadas o más, pequeños agricultores, inmigrantes de muchos países de Europa y del Caribe, esclavos y marinos que pasaban por el puerto. El español pudo ser su lengua franca, pero no dudamos que se mezclara con el italiano y el holandés y quién sabe con qué otro idioma”[7].

La romantización del pirata Roberto Cofresí (1795-1825) no ha pasado por la vía del cuento, sino que su historia personal inicia dentro de una familia adinerada proveniente de Trieste, Austria. De muy alta educación y venida a menos en Puerto Rico donde tuvieron que casi iniciar de cero con tan solo la ayuda de su bagaje cosmopolita. Así pues, una vez lograda su bonanza, resulta conmovedor para el pueblo pobre que Roberto Cofresí haya decidido convertirse en pirata y que mantuviera sentido de conmiseración con la pobrería a la hora de compartirles el botín. De igual forma, su asombrosa vida de antihéroe concluye con un apoteósico enredo, memorable en su absurdo y tragedia: el 6 de marzo de 1825, navegando en una balandra robada en Boca de Infierno, atacó al barco que lo perseguía creyendo que era un barco comercial que no tenía armas. Un círculo perfecto para cerrar una historia que se clave como parábola de la accidentada conformación de la identidad nacional puertorriqueña, cuatro veces frustrada su búsqueda de libertad absoluta en Lares, Washington y en la insurrección de 1950: en la primera, con todo preparado, no llegan las armas, en la segunda, Griselio Torresola y Óscar Collazo fracasan en su atentado al presidente Truman en la misma puerta de la Casa Blair, en la tercera Lolita Lebrón -anti heroína por excelencia- fracasa junto a su comando al irrumpir en el Capitolio, y la cuarta,  Santiago Vidal, desde El Salón Boricua, su barbería, termina siendo el último en resistir… y todavía resucita ante sus captores:

“Los soldados completaron el reconocimiento del lugar y se miraron unos a otros con incredulidad. Era una escena demasiado embarazosa: el diminuto barbero del Salón Boricua, completamente solo, había mantenido a cuarenta militares armados. Pero justo en ese momento, al sacar el cadáver de Vidal hasta la calle, las cosas se pusieron peor. El cadáver abrió los ojos. Del susto los soldados lo dejaron caer al suelo. Uno de ellos gritó: ‘oh, Jesús’. Y otro gritó: ‘Pero ¡creí que lo habías matado! Un tercero se escondió detrás de un auto y comenzó a rezar. Los reporteros corrieron por todos lados, tomando fotos, hablando por los micrófonos, diciéndole a dos millones de puertorriqueños que Vidal Santiago todavía estaba vivo”[8].

Todos ellos reúnen lo que un mito que se respete debe tener para serlo: distintas versiones de su osadía y de su búsqueda del fracaso descrito en la doctrina cristiana asimilada: “la paga del pecado es la muerte”, que bien puede estar hablando del ámbito de la ley y el orden moral, como también del pecado secular de sobresalir demasiado inter pares, algo muy arraigado en los juramentos de lealtad dentro de los barcos piratas y que permitió la creación del espacio de tregua intocable: el parley o el Charte partie  acta firmada entre filibusteros para fijar normas y castigos a ser implantados  en un barco para mantener la convivencia a bordo[9].

Visto de esta forma ¿acaso toda isla nunca se desliga de la metáfora de un barco de tierra, así como Saramago poetizó en su novela La balsa de piedra? ¿No es ese Portugal, desprendido de la península ibérica, una isla-barco a la deriva en la historia, fiel a su pasado de incansable vocación marina? Puerto Rico no se ha conformado entonces en la guagua aérea, en esa determinista y muy reciente diáspora que sólo apunta a Estados Unidos, sino que es la balandra, la patache, la urca, la pinaza, el merchatman o el galeón[10]llegado con las mareas de todo un variopinto conglomerado de hombres y mujeres globales que trastocaron la irrisoriamente pequeña visión colonial de los criollos españoles, así como el trap y el reguetón hoy en día, con todos sus ídolos solidarios y tatuados hasta en la lengua procaz.

Cuando en 1947, Pedro Albizu Campos, a su retorno de prisión en Estados Unidos dice “yo confío en no venir a pronunciar muchos discursos en Puerto Rico. No he venido a entretener a mi pueblo. No. Yo no soy un artista. No quiero aplausos…” está entroncando no sólo con su esencia mulata irredenta, sino que por igual está señalando lo que desde siglos el pueblo llano identificó como la falsa ética de las élites políticas coloniales, una especie de escenificación teatral que por siempre fue puesta en escena en los carnavales o fiestas bufas de más baja condición popular. Y en esas representaciones, las élites blancas siempre fueron el blanco de las sátiras. Albizu Campos supo, entonces, reconocer y expresar la vena burlesca de una nación sin patria definida, el mismo espíritu que movía a las tripulaciones piratas través del Caribe en busca de su Isla Tortuga definitiva, ese sistema de autogobierno que se basó en la solidaridad directa y no mediada, como así lo constan las únicas leyes que rigieron en la Isla Tortuga, precisamente, santuario de la piratería libertaria:

  • Se prohibía todo ejercicio de patria o religión.
  • La cofradía no podía inmiscuirse en las decisiones personales.
  • Se podía abandonar la Cofradía en cualquier momento.
  • Existían indemnizaciones en caso de quedar inválidos.

Estas ideas y ejercicios de poder autónomo debieron prender como fuego en pasto seco por todos los mayorales y fincas empobrecidas de Puerto Rico, mucho antes que Hostos o Betances lo reflexionaran desde su intelectualidad, gracias a la polinización que el contrabando pirata dinamizaba. El efecto que debió tener la realidad política de los piratas en la Isla Tortuga tuvo que resonar entre los esclavos y resto de la población pauperizada con la fuerza con que Albizu Campos evocaba en 1947: “He venido aquí porque yo no creo en el exilio voluntario. He venido porque mi patria, esclava, como está hoy, es donde está mi deber y nadie debe rehuír de la madre enferma y lisiada, porque es entonces cuando más necesita del amor de sus hijos.”

Conclusiones

La conformación de nacionalidad puertorriqueña ha sido abordada desde un planteamiento colonizado. Puerto Rico nunca estuvo “constituida por creencias en común y obligaciones mútuas” (Miller, 1995), ni tampoco estuvo contenida, a pesar de los infructuosos intentos de cerrar su espacio vital, por un origen étnico único[11]. Eso sí, la población de Puerto Rico, en su rocambolesca conformación, se ha concebido a sí misma en una camaradería profunda, horizontal (Anderson, Benedict), algo que las ideas cortesanas, aristocráticas, clasistas y republicanas han querido imponer desde la distinción, la división de poderes o la participación protocolar-electoral basado en virtudes ciudadanas probas y “respetables”. Ni lo “probo” ni lo “respetable” supo nunca darle los recursos de supervivencia al pueblo puertorriqueño, obligado, por inercia, a depender del contrabando y la negociación bajo la mesa.

El limbo del ELA, con raíces en el también límbico “autonomismo”, creó un territorio de afinidades o acatamientos duales respecto al poder. Tu me das, yo te doy, pero nunca aceptando la “sociedad jerárquica en donde los estratos estén rígidamente separados por ley y costumbres” (Weber). La caracterización de la dignidad en el Estado-Nación reconocido pasa por la idea de soberanía, pero para ello debe existir una Constitución. Los diseñadores de la colonia en Washington sabían que Puerto Rico prácticamente se mantuvo a la deriva durante toda la colonia española, sobreviviendo gracias a su ingenio y a las tripulaciones -o promiscuidades oficiales- que su población ofreció a los barcos piratas, corsarios o bucaneros. Esto fue razonado en un determinismo crudo, revelado en las palabras de el congresista Fred Crawford en 1917, año de la Act Jones: “En ningún momento he pensado siquiera que Puerto Rico pudiera jamás sustentar la condición de Estado. Sin duda, Puerto Rico no puede sustentar ningún tipo de independencia. Tendría que ser un títere de algún otro país. Pero Puerto Rico puede ser una posesión colonial y tener mucho que decir sobre su propio gobierno bajo el cual viven los puertorriqueños”[12].

Este cinismo en la metrópoli falló hasta ahora en lo esencial: el titiritero siempre fue el sentido de oportunidad incrustado por la herencia corsaria -aguda conocedora de cuál vulnerabilidad imperial trastocar a su favor- , la capacidad amoral de moverse entre mundos con sus respectivas lenguas, el reconocimiento de que Estados Unidos es otra nación pirata y que todo pirata puede pedir su parley cuando lo ameriten las circunstancias. Esta nación-balandra continúa en su deriva, pero nadie podrá negar que sus auténticos capitanes han hablado claro desde su mástil mayor, como bien lo hizo Albizu Campos. La Isla Tortuga o la isla Libertalia siguen siendo extremos del sueño compartido. Algunas veces significa libertad, y la mayoría de las veces significa cofradía cantando en medio del mar.

Que es mi barco mi tesoro,
Que es mi Dios la libertad,
Mi ley, la fuerza y el viento,
Mi única patria, la mar.

Canción del pirata, José de Espronceda (1808-1842)

[1] “Estos indios incendiaron el enclave de Aguadilla y la hacienda de Sotomayor, y lo mataron a él y a su hermano Diego, un episodio que condujo a una cruel “pacificación”, llevada a cabo por el capitán Juan Gil, en nombre de Ponce. Los españoles se vieron empujados a la guerra contra los nativos y los caribes, en gran parte debido al deseo de los colonos de contar con esclavos de las Pequeñas Antillas y, por lo tanto, Puerto Rico se vio en grave peligro”. Thomas, Hugh (2003). El imperio español, de Colón a Magallanes. Editorial Booket, Barcelona. Cap. 19, pp. 314
[2] Kamen, Henry (2003). Imperio, La forja de España como potencia mundial. Punto de lectura- Santillana Ediciones Generales, S. L., Madrid, España, Cap. XI, pp. 792
[3] Robiou Lamarche, Sebastián. (2019). Piratas y corsarios en Puerto Rico y el Caribe. Editorial Punto y Coma/ Fundación Cultural Educativa, Inc. Primera edición, Cap. 2, pp. 28
[4] Mare clausum o Mar cerrado fue la denominación de legitimidad surgida del Tratado de Tordesillas (1594) para delimitar el área de exclusividad de la corona española. Las otras potencias europeas que se disputaron el derecho de comerciar proponían el Mare liberum, o mar libre o abierto.
[5] No confundir con la Ley Jones de 1917. La Ley Jones fue la segunda ley orgánica de Puerto Rico bajo la colonización estadounidense, y sustituyó a la Ley Foraker del año 1900.
[6] Agencia Federal para el Manejo de Emergencias.
[7] Acosta, Úrsula. (1991). Cofresí y Ducoudray: hombres al margen de la historia. Editorial Edil, pp. 44
[8] Denis, Nelson A. (2015). Guerra contra todos los puertorriqueños. Revolución y terror en la colonia americana. Nation Books, Cap. 19, pp. 244-245
[9] https://es.wikipedia.org/wiki/C%C3%B3digo_de_conducta_pirata
[10] Tipología de los barcos usados por los piratas, corsarios y bucaneros https://www.pirataslaexposicion.com/los-barcos/
[11] “Las naciones modernas tienen un origen étnico” (Smith).
[12] Gallisá, Carlos (2010). Desde Lares. CG Editores, cap. 8, pp. 80-81
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