Especial para En Rojo
Dr. Alonso
Psiquiatra.
Estimado doctor: Han pasado varios meses desde la primera carta que le escribí buscando su consejo… el que fuera. Ya vio usted la situación de desesperación en la que me encontraba. Cualquier cosa que me dijera, valdría. Y, fíjese, eso de que me animara a seguir practicando los trazos y haciendo sobres de papel para calmar la ansiedad, no me ha venido mal. Al contrario, he mantenido la mente ocupada, como usted me recomendó, tratando de que la «a» no parezca una «u»; y ya no sólo hago sobres, sino que ahora practico la papiroflexia, o sea, hago origami. A esto, en particular, me ha animado, más que sus consejos, la señora que le escribió después de mí, la a-sombrada, que en su desahogo aprovechó para dar a entender la poca cosa que le parecían mis terapias ocupacionales. Pero si usted los viera, doctor… hago todo tipo de figuritas en papel; tengo el cuarto repleto de ellas, sobre todo de pájaros que me recuerdan el poema de Vicente Aleixandre, ese que empieza: // Un pájaro de papel en el pecho / dice que el tiempo de los besos no ha llegado //. En fin, la a-sombrada debería saber que me ha hecho un bien, que me he superado, por lo menos en esto. Para eso deben servir las críticas, ¿no? Y ahora que lo pienso, quizá sea esa la raíz del porqué recurro nuevamente a usted. Más que nada, se debe a que, a ratos, todos mis pensamientos aleatorios se me juntan en retahíla, haciéndoseme en la cabeza como un nudo gordiano que me impide concentrarme lo suficiente en alguno. Eso me pone tensa y me apesadumbra, sobre todo en la noche, que es cuando más vulnerable me encuentro porque a las once ya he puesto el noticiario y eso mete miedo. Me ayudo con el vodka, si no, aquí no se duerme. Pero anoche traté algo distinto. Estuve leyendo una novela (El libro vacío, de la mexicana Josefina Vicens) en la que el personaje, Luis García, es un escritor que lucha por serlo y por no serlo, paradójicamente, escribiendo, entre otras, las cosas que le atormentan y obstaculizan su escritura: el trabajo, la pobreza, la mujer y los hijos. Queriendo y no queriendo, se pasa todo el tiempo libre tomando notas en su cuaderno, con la esperanza de algún día escribir su libro. Igual que otros tantos escritores sobre los que he leído, García confiesa tener un mundo interior inmenso, extraordinario, con mucha imaginación como su hijo pequeño; tanta, según él, que le lleva a sentir una gran necesidad de transformar las cosas y a sí mismo. En ocasiones, olvidará que es un empleado que tiene que llegar a hora fija, y cuando se mete a bañar «se sustituye» en la ducha por un «intrépido capitán», hasta que de pronto «el juego queda roto por la voz de la mujer» que lo llama, devolviéndolo a su insulsa realidad. Y aquí es, doctor, donde me pongo mal. Como que se me olvida la literatura o a esta se le cuela la vida y empiezo a recordar las noticias de última hora, el nudo que le dije se me aprieta y ya no distingo realidad de ficción. Todo se mezcla en un aparente caos que, poco a poco, intento organizar, otorgarle sentido procurando conectar pensamientos inconexos, espacios, tiempos contrapuestos, encontrando similitudes entre lo disímil, ensayando una otra manera de entender lo que se me presenta en la cabeza. A la sazón, para sosegarme, doblo papeles compulsivamente hasta que se me acaba la resma. Cisnes, palomas, golondrinas, barcos, aviones casi me entierran viva en este cuarto (que, a decir verdad, no es muy grande, sino de mi tamaño, pequeño) cuando dan las doce. Es que, Luis García, el personaje de Vicens, me hizo pensar en el empeño que tenemos algunos humanos de querer ser siempre otros, de a veces querer la vida que vivimos y además otra, sin conseguir nunca estar a la altura de ninguna. Y eso, a mí, que ya me ha pasado, me parece de una vulgaridad tremenda, porque creo, no sé si estará usted de acuerdo conmigo, que llega un momento en que se debe aceptar y honrar la propia medida de nuestra persona y actuar lo mejor que se pueda conforme a ella y a nuestras decisiones, dejar un poco el titubeo que pueda poner en peligro el bienestar de quienes cuentan con uno. Para eso hace falta crecerse una espina, andar verticales y no a rastras como culebras. Yo sé que hay realidades insoportables, lo sabrá usted mejor que yo, doc., ¿verdad? Realidades que para cambiarlas o al menos aliviarlas no bastan los caprichos de la fantasía. Por ejemplo, el destinado a ayudar a cambiar la realidad de un paciente mental profundamente adolorido del alma no puede darse el lujo de olvidar, como hace Luis bajo la ducha, el juramento de fidelidad profesional que hizo. ¿Recuerda el suyo, doctor? Frente al vulnerable, frente al que vive una realidad atormentada por la enfermedad y le necesita, usted no puede ‘sustituirse’ o transformarse en otra cosa que no sea su mejor versión como médico. Y para ello debe asumir también una especial responsabilidad con usted mismo. Lo dice la nueva cláusula de la última versión moderna del Juramento Hipocrático (2006) llamado Promesa del Médico: «Cuidar mi propia salud, bienestar y capacidades para prestar atención médica del más alto nivel». Los tiempos cambian, y con ello, la vida de ustedes también. No crea que, porque le hablo desde esta pequeñez que me caracteriza, y rodeada de un zoológico de animales de papel creados por mi propia mano, no sé lo difícil que puede ser, que muchos de ustedes sufren. Pero hoy, en esta carta, en este reclamo, en esta crítica, soy la voz de la mujer abnegada de Luis, la que le rompe el juego para devolverlo a su realidad, para que no nos falle (yo también tengo profundamente adolorida el alma), para que recuerde ser, doctor, no otro, sino la mejor versión de sí, para que me lea y me atienda con la dignidad y el respeto que merecemos, que merezco.
Corto el juego, corto el nudo.
Salud, doctor, por usted, y por el tiempo de los besos que -aún- no ha llegado.
Yo, la más pequeña.
(Copia de la carta enviada el 31 de enero del 2024 al Dr. Alonso).