Tafonomía

 

 

Especial para En Rojo

 

De haberlo sabido, me habría ocupado de algo aún más inútil —¿quizá quiero decir esotérico, misterioso, rancio?— que la literatura. No es que sea demasiado tarde. Es que nunca se puede saber, verdaderamente, nada. Antes había tomado la ruta de la actuación, seducida por la posibilidad de llorar a moco tendido en público sin que vinieran los estúpidos del decoro a reprocharme nada. Pero acabé descartándola; cómo podría distinguirse mi actuación de la de cualquiera en este país, si aquí lo que llamamos “vida” es un formidable fingimiento cotidiano. Y no me digan que no tengo razón. Todos sabemos que este lugar ha tendido siempre a la muerte, ya por designio de los que mandan y han mandado por siglos, o por decisión propia de quien niega, goza o aybendice su perpetua condición de súbdito.

La cuestión es que llevo años sangrando todos los meses, sin fallar uno. Y como por tantísimo tiempo de mi juventud pensé que las acuarelas flotando en el inodoro eran signo de una enorme lacra de carácter, cuerpo o espíritu, a nadie se lo dije y de eso, nadie me habló. Que no encontrara por ninguna parte, al descubierto, indicaciones del desangramiento recurrente (a duras penas era un gotereo rosadito en los anuncios de toallas sanitarias), del abultamiento endurecido, de los malos humores, de la diarrea, de los escalofríos, del desgaste, de seguir haciéndolo todo ¡a la misma vez! que se te vacían las entrañas en coágulos, de la peste (aunque, aclaro, a mí siempre me ha parecido un olor agradable), confirmaba mi sospecha infantil de que esto era mío, mío nada más.

Por eso opté por la literatura, considerando que allí la gente se contaba cosas entre sí en público, y lo más importante, lo hacía sin necesariamente revelarse, jugando al anonimato y la duplicidad. (¡A mala hora han ganado tantísimo terreno la autobiografía, la autoficción, el memoir y el selfie!) En la literatura se actuaba, por supuesto; era el reino escrito del ser otra. Pero la característica que fue para mí determinante era que, al contrario de la actriz, la escritora no tenía que poner su cuerpo ante el público, lo que admitía la posibilidad de que los escondites del yo fueran más recónditos. O al menos, así me parecía en mi injustificable inocencia.

Procedí entonces a escribir un novelón titulado Sangro. Siempre me han gustado esos títulos así, púm, una palabra, brega con eso. Claro está, el personaje protagónico, que contaba todo sobre su minuciosa exploración de la sangre en primera persona, como bien indica el título, no era yo, ni remotamente. Tenía otro nombre y un reguerete de características distintas a mí. Imagínense que era de un pueblito fronterizo entre Alaska y Rusia y vivía en la Era de Fuego, cuando allí no hacía ni gota de frío. Además, hablaba poco, poquísimo. Prefería las acciones, según explicaba, porque lo que la humanidad decía no era nunca lo que acontecía: el silencio sobre el sangrado cíclico era su mejor prueba.

De veras pensé que, con aquel libro, al que dediqué más de diez años de mi vida, la GRAN REVELACIÓN sin tapujos ni coartadas de una condición propia de la especie que, a la vez, recibe el trato de un colosal secreto, resolvería la espinosa cuestión de vivir en un país en el que el arte no paga. Ciertamente, las ventas globales de mi novela superarían a Paulo y a Isabel y a Stephen y a E. L. ¿Verdad que sí?

Me mantuve todos esos años con trabajitos zánganos de hacerle los ensayos a la gente chapucera, que no es poca —ahora esa fuente de ingresos se fue al carajo con La Dichosa… yo no la nombro, aquella, la artificial— para poder consagrar mis mejores horas a la OBRA MAYOR, de cuyos ingresos, estaba segura, podría vivir por siempre jamás. Hasta recolecté religiosamente muestras del sangrado para entintar cada ejemplar llegado el momento. Y lo logré. El punto final se puso con sangre, por supuesto.

Sobre la editorial que se lanzó a publicar semejante objeto en una modesta —les insistía yo— primera tirada de 5,000 ejemplares, no diré nada por ahora. Sólo que las pobrecitas editoras pensaron que estaban publicando un novelón genial, seudo distópico sci-fi antique futurista al estilo Atwood, pero puertorriqueño, the empire strikes back, tú sabes, y claro, leyeron fatal el mercado, tanto como yo. Pero en estos días andan felices pese a las pérdidas continuas de su negocio. Parece que han tenido uno que otro logro —no con mi libro, se los aseguro, la verdad es que no entiendo bien con qué— y no quiero arruinarles la fiesta. Soy áspera, pero no abiertamente cruel.

Al fin y al cabo, dos o tres gatas compraron Sangro. Las editoras acabaron entregándome los cientos de cajas que ahora son comida de ratones. Rapidito empezó a circular la noticia de que una pretenciosísima novela de una escritorita desconocida proveniente de una islita americana –¡sí, “islita americana” decía la prensa lo mismo que las redes sociales!– se dirigía a los lectores “como si fuera una gran revelación sobre la menstruación, ¡ja, ja! ¡Cuánta ambición!” Ese sustantivo, por cierto, no aparece ni una sola vez en la novela. Es feísimo. Y ustedes, tal vez atónitas, se preguntarán, ¿cómo es que esta desquiciada pudo creer que la menstruación sería causa segura de un best-seller internacional en el mundo del Padre? Pues así fue. Les juro que sí. Lo contrario me parecía incomprensible, casi tanto como la existencia abrumadora de hombres con poder.

Como les decía –y antes que vaya a perder el hilo y la tabla, aunque con toda razón, considerando el tema de los hombres con poder–, si hubiese sabido que rasgar de manera definitiva el velo de la sangre mensual, fenómeno que experimenta al menos la mitad de la población humana mundial desde los albores de la especie, no era suficiente proeza como para ganarme la vida con ello, me habría dedicado a la tafonomía, a la sedimentología o a la espeleología. Quizá algún día una disciplinada y ávida estudiosa encuentre mi sangre fosilizada en los restos de la primera tirada de Sangro y sea capaz de predecir cuántos bebés no tuve. Esa idea me regocija. A fin de cuentas, la disolución es mi única meta.

 

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