No he venido a traer paz de Juan Antonio Ramos: el humor como estrategia narrativa

 

 

Carmen Ivette Pérez Marín

En incontables ocasiones se ha dicho que la literatura puertorriqueña, intervenida por las grandes preocupaciones políticas que ha experimentado el País por más de un siglo, es una literatura solemne cuyo empleo del humor como estrategia narrativa ha sido limitado. Los grandes temas relacionados con el destino político, la sobrevivencia cultural y la identidad como nación han figurado de modo prominente en muchos de los textos de los autores que conforman nuestro canon literario. La historia literaria tradicional señala que a partir del evento que cambia definitivamente el rumbo político de Puerto Rico, la invasión norteamericana en el 1898, surge un grupo de escritores en los albores del siglo XX al que se le denomina como la “generación del tránsito y el trauma” y su expresión literaria recoge, al decir de Manrique Cabrera, uno de los primeros historiadores de la literatura puertorriqueña: “una desesperación agónica hija de un no saber qué hacer ni donde ir, que a su vez engendra un vacío asfixiante en lo creador, característico del estreno de nuestro siglo XX.” (CABRERA, 1971, p. 160)

No obstante, la vena humorística recorre la literatura puertorriqueña desde sus inicios y ha servido de contraparte a la seriedad asumida por muchos escritores como modo expresivo. Autores como Nemesio Canales, Emilio S. Belaval, Alejandro Tapia y Rivera en la prosa y en la poesía Palés Matos y Lloréns Torres, entre muchos otros han echado mano del humor para enfrentar la realidad puertorriqueña desde una perspectiva distinta. Sobre Nemesio Canales, el autor puertorriqueño, Luis Rafael Sánchez, ha dicho que es necesario “distinguirlo como figura de evitación imposible en la geografía literaria puertorriqueña … [por] su cultivo de un humor que oscila entre la gracia y la amargura, la rabia y la terneza , el aburrimiento y el asco.” (SÁNCHEZ, 2013, p.177)

El artículo de Sánchez que recoge esta apreciación que he citado puede muy bien considerarse un homenaje a Nemesio Canales en clave humorística. Desde su título, “Verruga,” Sánchez rescata la imagen de Canales que se refiere a Puerto Rico como verruga del Caribe y se contrapone a la imagen generalizada, de ‘buen gusto’ propuesta por el poeta romántico José Gautier Benítez, que denomina la isla como ‘perla del Caribe o de las Antillas’. Los discursos que se generaron hace un par de meses con la visita del rey de España a nuestra Isla echaron mano nuevamente de los lugares comunes que se emplean para referirse a Puerto Rico como «la isla del encanto» o «paraíso tropical» que sirven para enmascarar una realidad económica, social y política más cruda que se pretende obviar por medio del cliché.

En su libro La raza cómica del sujeto en Puerto Rico (cuyo título constituye un guiño al texto seminal de José Vasconcelos) el crítico Rubén Ríos Ávila se ha ocupado de desestabilizar algunos de los pilares sobre los que descansa la crítica literaria tradicional al poner de manifiesto el carácter cómico de lo que se hasta ahora ha sido concebido como cósmico. Al desinflar los textos de la solemnidad que ha caracterizado el acercamiento de la crítica a ellos, podemos detectar aspectos que habían quedado ocultos por una mirada reverente y sacralizadora. Por su parte, el escritor cuya novela nos ocupa en el día de hoy, Juan Antonio Ramos, señala lo siguiente en defensa de la práctica humorística en la literatura:

¿Qué tiene de malo el humor? No lo sé, pero a juzgar por la escasez de cuentos, novelas y ensayos con marcado contenido humorístico, debemos suponer que la literatura y, sobre todo, la ‘buena’ literatura no se ríe. En Hollywood las comedias no se ganan el Oscar y en materia de libros, no conozco novelas de corte humorístico que carguen con un premio literario de importancia. Don Quijote de la Mancha probablemente no habría tenido la mínima oportunidad de ganarse el Premio Alfaguara o el Planeta. Los críticos literarios, a la hora de evaluar una obra que incite a la risa, la catalogan de ‘refrescante’, ‘ocurrente’, ‘desenfadada’, puede que ‘ingeniosa’ pero nunca ‘profunda’ y mucho menos trascendente’. El humor sirve para entretener, para divertir, pero ni de lejos se piensa que a través de la risa y el relajo se logra ‘descubrir una parte hasta entonces desconocida de la existencia’, que es, de acuerdo a Milan Kundera, el deber de toda literatura que se respete a sí misma”. (RAMOS, 2013)

Desde sus inicios, la obra narrativa de Juan Antonio Ramos ha incorporado el humor como elemento destacado en su elaboración. Evidentemente no es la única estrategia narrativa que emplea en sus textos pero quizás es la más visible y constituye a día de hoy un filón inagotable en su proceso creativo. Los textos de Ramos conducen a la risa (o a la sonrisa cómplice). En muchas ocasiones se valen del chiste para instar a los lectores a la reflexión y subvertir un orden aparente de ‘normalidad’ y de ‘buen gusto’. Recordemos un conocido personaje suyo llamado Moncho Loro que apareció en las columnas de Relevo que junto a sus compañeros de generación Ana Lydia Vega, Magali García Ramis, Kalman Barsy, Edgardo Sanabria Santaliz entre otros, publicó en el periódico Claridad y que posteriormente se recogieron en un libro titulado El tramo ancla (de 1988). Este personaje, el doctor Moncho Loro fungía como crítico literario y su discurso se caracterizaba por la ruptura con las convenciones básicas que rigen el discurso académico. Generalmente tomaban la forma de una alocución oral en la que se explicaba algún tema relacionado con la literatura (como por ejemplo el matriarcado en la obra de René Marqués) o simulaba la presentación de un libro. Parte fundamental del este paródico crítico estaba constituido por el discurso ampuloso y exagerado, por la inclusión de los prejuicios más ofensivos (como su postura ridículamente anti feminista) y por el empleo del lenguaje soez o de la llamada mala palabra. Generalmente sus intervenciones públicas terminaban como «el rosario de la aurora» a pesar de que siempre daba las gracias por la atención prestada por el público que había ido a escucharlo (aunque en ocasiones ya se había marchado del lugar). Recordemos también el texto de Ramos titulado Manual del buen modal y otras ocurrencias ‘lite’ (una especie de inversión del los manuales de etiqueta y buena conducta social como el conocido Manual de Carreño) en el cual las situaciones con las que se ejemplifica la conducta que se pretende sancionar inciden en el esperpento o el chiste grotesco.

El crítico mencionado hace un momento, Rubén Ríos Ávila tomando como base los escritos de Freud, establece una distinción importante entre el chiste y lo cómico que vale la pena recordar aquí. Lo cito nuevamente:

Freud nos dice, en El chiste y su relación con el inconsciente, que si bien el chiste se hace, lo cómico se encuentra. Es algo que asalta al que lo percibe, porque insiste en su inutilidad, en su duración excesiva, en su demasía. Lo cómico se asocia particularmente a ese momento del movimiento que ya no cuadra, porque se piensa como innecesario. Por eso se relaciona con un gasto imprevisto de energía, con la extenuación de la expectativa, con la sospecha de que, detrás del final esperado del movimiento, se agazapan otros, tendenciosos, impertinentes. (pág. 12)

Me atrevo a firmar que la obra se Juan Antonio Ramos se nutre del exceso. Se construye con esos elementos que no caben en una presentación articulada de la realidad. Son elementos que ‘no cuadran’, que desentonan y hasta molestan. Explora esas partes de la realidad que aún cuando son perfectamente reconocibles para quienes la habitan, prefieren ignorarla o esconderla en función de mantener el orden o de conservar el buen gusto. Por eso lo cómico en su obra constituye un reconocimiento, un encuentro con aspectos de la sociedad que en muchas ocasiones resultan incómodos y que el autor transforma en situaciones humorísticas. Por medio del humor se destapan aspectos de la convivencia humana que quizás preferimos obviar manteniendo las buenas costumbres y respetando las reglas del ‘ping-pong social’ al que hace referencia Julio Cortázar en sus textos.

Por eso, entrar a la obra narrativa de Juan Antonio Ramos es una aventura refrescante que nos sumerge en la experiencia viva de la lengua hablada con su carga afectiva, a veces descarnada y violenta, pero siempre cercana. En sus textos, los sucesos que se narran, tomados de la realidad palpitante no nos resultan ajenos. No obstante, a pesar de nuestra proximidad con muchos de los eventos narrados, en la lectura de sus libros nos aguardan sorpresas. Parafraseamos aquí la afirmación de la madre de Forrest Gump en la película de 1994 sobre la vida y la aplicamos a la literatura: “es como una caja de chocolates, nunca sabes lo que te va a tocar”. En esta ocasión, la nueva novela de Ramos, No he venido a traer paz, nos invita a transitar por espacios a veces reconocibles, pero oscuros. Muchos de sus personajes tienen nombres bíblicos que nos remiten al tiempo de la historia y del mito, pero a su vez están fuertemente anclados en las coordenadas de la realidad puertorriqueña contemporánea. La corrupción de la sociedad encarnada en políticos y religiosos deshonestos es uno de los filones que explota la novela. La sociedad del espectáculo (1967) que describe Guy Débord y que posteriormente puntualiza Mario Vargas Llosa en La civilización del espectáculo (2012), se muestra aquí al destacar la primacía de la ficción interesada, creada por las agencias de publicidad y difundida a través de los medios de comunicación, sobre la verdad. La represión política, la censura, las luchas por la defensa del medio ambiente, la explotación sexual de los niños, el abuso contra los animales, los prejuicios, la desigualdad económica y social, la relación colonial de Puerto Rico y los Estados Unidos, la soledad de los seres humanos en la sociedad y la búsqueda de la autenticidad también contribuyen a armar el tejido en el que se desarrollan los personajes.

La modalidad de la novela podría corresponder al thriller o al whodunit de la novela policial en la medida en que se presentan una serie de asesinatos cuyos responsables y motivaciones la policía debe investigar. No obstante, la identidad de los perpetradores de los crímenes, a pesar de que algunos están encapuchados, no se les escamotea a los lectores. Las motivaciones, sí. Sabemos quienes cometen los crímenes, pero sus móviles no resultan tan claros. ¿Se trata de una venganza? ¿de un afán justiciero? ¿de un mandato bíblico? ¿de una rabia acumulada a través de los siglos? ¿de una cruzada liberadora? ¿de una secta de ángeles exterminadores? Estos interrogantes no se resuelven en el texto del mismo modo que no se completa el castigo. Que conste, no creo necesario anunciar aquí un ‘spoiler alert’ ya que lo que acabo de afirmar no arruinará para ustedes el avance de la investigación de los crímenes ni el placer del descubrimiento que caracteriza al género policial. La explicación de las causas de los asesinatos rebasa los límites de la obra y cada uno de los lectores deberá decidir por sí mismo si es posible alcanzar la redención por medio de la violencia o si se trata de crímenes sin castigo.

Desde el título, de profunda raigambre bíblica: No he venido a traer paz (Mateo 10:34) la obra nos conduce por espacios incómodos. En momentos como los que vivimos en los que se invoca la paz de modo convencional, ‘blando y fofo’ (para emplear una expresión de la novela), cursi o simplemente hipócrita, el texto nos invita a cuestionar los lugares comunes que inundan el lenguaje de nuestra cotidianidad. La crítica del lenguaje, que a la vez es crítica de una actitud superficial y conformista de quienes lo emplean, es algo muy notable en la obra y en ocasiones los términos utilizados se colocan entre comillas para destacar su carácter artificial, gastado y falso. Ejemplos de ello son: “distinguida concurrencia”, “nos honran con su presencia”, “la casa de las leyes”, “el horrendo asesinato”, “un gran amigo de Puerto Rico”, refiriéndose al jefe del FBI en la isla y la “Gran nación” aludiendo a los Estados Unidos, entre otros. El texto nos obliga además a tomar posturas que van a contrapelo de la complacencia, la costumbre, la resignación o la complicidad. Consigue sacudir las conciencias de sus lectores y tal como se lo había propuesto Unamuno en sus escritos “hacer que vivan todos inquietos y anhelantes”. Por esa razón el último parlamento que pronuncia Jesús en la novela resulta enigmático: “Vamos a confiar en que la paz vuelva a este país” (215).

En términos de la estructura, la novela está dividida en capítulos muy breves que funcionan como fragmentos que, aunque obedecen a un orden superior en el que se insertan, deben ser organizados por los lectores. Algunos de los capítulos se desarrollan como cuentos (en algunas instancias como “El muñeco de nieve”, literalmente lo son y en este caso, además de constituir un homenaje a Abelardo Díaz Alfaro, en otro capítulo aparece un comentario crítico sobre el relato puesto en boca de uno de los personajes). Otros son viñetas que iluminan un instante de la vida de los personajes que articulan este complejo entramado que compone la novela construida a manera de red. Cada capítulo cuenta con un título que en ocasiones resulta irónico en relación con el contenido de este (por ejemplo: “Jesús visita a sus padres”, es un brevísimo capítulo en el que el personaje va a las tumbas de sus progenitores y nos enteramos de sus nombres que son, por supuesto, José y María).

Me gustaría detenerme brevemente en el capítulo que abre la novela. Considero muy acertado el modo en que establece el tono que se desarrollará a lo largo del texto y sentará las bases de la narración. Este episodio violento narrado de modo escueto logra atraer la atención del lector desde el comienzo con una imagen cinematográfica con ecos del Hitchcock de Psycho. Titulado: “El hombre con el cuchillo” (que nos recuerda títulos de relatos de Horacio Quiroga: “El hombre muerto” y de Borges: “El muerto”), establece las premisas del whodunit. Comienza con un hecho de sangre: un hombre cuya identidad se oculta, le propina un tajo en la garganta (quizás mortal) a otro hombre cuyo nombre sí figura en la narración. Es el hermano (¿de la fe?) Otoniel Pérez a quien posteriormente conoceremos. El arma que emplea es un cuchillo y el lugar en el que ocurre es en un platanal. Resulta significativo el hecho de que al narrar la persecución que se suscita entre el perseguidor y el perseguido y este último cae al suelo, el narrador incluye la frase: “por suerte”. Por suerte ¿para quién? Obviamente la suerte obra en favor del atacante que logra cumplir con su cometido y presumiblemente escapa herido de una mordida de perro en una pierna. La pesquisa sobre este evento será una de las investigaciones que llevará a cabo la policía cuya pista los lectores se encargarán de seguir.

Uno de los preceptos de la novela policial dicta que sus autores les provean a los lectores las pistas que les permitirán dilucidar el crimen o los crímenes que se investigan. Esta novela no viola esa regla ya que las señales para dar con los asesinos se ofrecen por todas partes. Algunos de los personajes adelantan posibles motivaciones para los asesinatos. Por ejemplo, Mara, la antigua profesora practicante que se desempeña como publicista dirá: “huele a fanáticos fundamentalistas”. Uno de los policías se referirá a que el autor de los crímenes puede ser “un fanático de la vieja guardia”. Sobre su correligionario Jesús, Otoniel Pérez observará lo siguiente: “Este era un Jesús distinto al que él conocía. Un nuevo Jesús” (50). Por su parte, el pastor/maestro Jesús Colón confesará que desde muy temprano en su vida se sintió atraído por la figura y el mensaje de su tocayo. Su palabra le atraía por su pertinencia ética y social y admiraba su identificación con los marginados. Creía en el evangelio de Jesucristo. No obstante, pensaba que este se había equivocado en su prédica sobre la paz y prefería muchas de las enseñanzas del Viejo Testamento. Sus compañeros, Pedro y Santiago comparten abiertamente su desprecio por la gente corrupta y expresan su deseo de eliminarlos. Señalan además que ellos han encendido una mecha que alentará a muchos otros a seguir su camino justiciero. Es por esta razón que el lector no tendrá ninguna dificultad en identificar a los perpetradores de los asesinatos. Sin embargo, deberán juzgar sus acciones a base de sus propias convicciones morales y no por medio de las instituciones sociales que las propician.

El humor en la novela se emplea entonces para crear un texto ameno y accesible cuyas claves los lectores vamos reconociendo según se avanza en la lectura y nos insta a reflexionar. Cierro la presentación (en clave de humor, por supuesto) con una cita del doctor Moncho Loro que constituye una exhortación a los jóvenes escritores puertorriqueños:

Ahora me dirijo exclusivamente a estos literatos nuestros: ustedes, y los de su grupo, tienen en sus manos la oportunidad de brindarnos una nueva literatura en todo el sentido de la palabra: dedíquense a cultivar temas edificantes, inspiradores, produzcan una obra que sea la verdadera respuesta al panorama patético y desolador que nos rodea. Se podría hablar de tantas cosas bonitas… si se pusieran a escribir de lo que conocen, de lo que auténticamente les es propio, seguramente aportarían muestras que desplazarían sin mayor esfuerzo, a la deplorable chusmería literaria que tanto daño hace al buen nombre de nuestras letras puertorriqueñas… ¡Muchas gracias! (175).

 

 

 

 

 

 

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