Dos comentarios sobre el wokeísmo

Woke’ (estar ‘despierto/a’ en inglés) puede entenderse como el equivalente en inglés de “progre”. En resumen, se refiere a quien es consciente de los problemas sociales y políticos. Sin embargo, desde la izquierda puede hacerse una crítica de ese “estar alertas” que parece olvidar asuntos como clase, capital, y otros asuntos ¿esenciales? Desde esa perspectiva ofrecemos estos dos acercamientos al concepto de parte de Alejandro Carpio.

En Rojo

 

  1. “Norman Finkelstein, el wokeismo y mi paseo por Coney Island”

Tuve la oportunidad de conocer a Finkelstein la semana pasada. Se trata de un erudito valioso que es además un extraordinario prosista. Es pana de Chomsky y quizás el más prominente investigador acerca del tema de Gaza, además de una eminencia en Derecho.

Me leí su último libro, que trata sobre el wokeismo, el año pasado. Como vengo siguiéndole la pista a este fenómeno (que codifico, quizás incorrectamente, como religioso) y conocía el trabajo de Finkelstein, me provocó una alegría enorme leerlo. Es una amalgama de erudición profunda (sobre todo me impresionó su manejo de la obra de Du Bois, a quien admira y leyó con atención) y humor; un humor irreverente y en ocasiones “incorrecto”.

En algunas de las entrevistas que ha hecho sobre este libro ha hablado de las dos izquierdas actuales (las llama “true” y “fake”, respectivamente), pero cuando conversamos la semana pasada en el paseo tablado de Coney Island intentó darle forma a un término para referirse a la verdadera izquierda que me gustó más: pululaba entre “Old New Left” y “New Old Left”, la izquierda que se aleja del wokeismo y que no claudica a la mirada centrada en clase social.

Como ejemplo para distinguir las dos izquierdas, Finkelstein ha señalado cómo la campaña de Sanders (el único movimiento presidencial de izquierda que ha tenido posibilidades de ganar en USA) fue boicoteada precisamente por los woke (marionetas en este caso del DNC), que calificaron a Sanders de “macho blanco racista”, de la nada y por sus pantalones. Lo mismo sucedió con Corbyn en Inglaterra, solo que se le añadió el epíteto de “antisemita”.

Cuando llegó el momento de la verdad, las figuras más asociadas con el wokeismo atacaron a Sanders y se fueron “with her”, con Hillary Clinton, como se puede constatar haciendo una búsqueda en Google. Ahora mismo es evidente en el contexto de otro “momento de la verdad”: con notables excepciones (Ta-Nehisi Coates y Butler), la mayoría de los celebrities del wokeismo han callado en medio de un genocidio racista financiado por el gobierno de Estados Unidos y que ha asesinado miles y miles de mujeres. Incluso Kendi (a quien yo distingo sustancialmente de DiAngelo) ha sido tímido en sus denuncias.

Yo no veo el movimiento religioso woke con ojos tan negativos como Finkelstein, pero ciertamente se trata de un fenómeno burgués (técnicamente, PMC) que apela a universitarios y activistas de ONG. Ha sido capturado por la publicidad y la industria del entretenimiento y su peor efecto ha sido convencer a la gente de que las discusiones de clase social son menos urgentes o relevantes que las de raza y género.

En mi trote brooklynita con Finkelstein, le referí en pésimo y tartamudeante inglés el planteamiento de Pluckrose sobre el wokeismo. Él no lo entiende así, en parte porque no está formado en una disciplina como Sociología, Antropología o Literatura. Ahora, sí me reconoció el punto de que el activismo antiguerra de las universidades se encendió con Gaza pero no con Ucrania porque Gaza puede digerirse bajo el framework woke (los palestinos son, en efecto, BIPOC víctimas de un proyecto colonialista fundamentalmente europeo, a diferencia de los ucranianos). También asocia la fraseología posmoderna (“constructo social”, “narrativas”, etc.) con el wokeismo, como un componente retórico de esa izquierda que llama “fake”, vamos, por lo que no está del todo ajeno al posmodernismo cosificado y diluido que implica el fenómeno religioso woke. Panita y discípulo de Chomsky al fin, les pitchea a los posmodernos y no conoce sus escritos, cosa que no hace Pluckrose.

Si uno echa a un lado el tema de clase social, deja de ser izquierda, según Finkelstein. Por eso, una de las frases que diseñó el DNC y que repiten como el papagayo los woke menos circunspectos es “class essentialism”, una apuesta a enfocarse exclusivamente en raza y género, como si la sociedad fuera un paper que uno escribe para la clase de Film and Literature o Cultural Studies. Cuando un miembro de la PMC —un culicagado con maestría— acusa a alguien de “class essentialist” está defendiendo sus intereses de clase de la manera más evidente. Ha sido una lástima escuchar esta expresión en boca de gente que aprecio, debo decir.

En el caso de Finkelstein —que a sus 70 años se ve como coco, pero detesta que le digan que se ve bien “for his age”—, se pueden identificar distintas estirpes de cancelaciones: desde la derecha sionista hace 20 años, desde la izquierda woke un poco después. Lo canceló la derecha, luego la izquierda burguesa y “fake”, y ahora de nuevo la derecha. Su libro sobre el wokeismo se titula I’ll Burn That Bridge When I Get To It, lo que resume su tenacidad, honestidad imperturbable y humor autorreferencial.

 

  1. Judith Butler aclara en su nuevo libro (Who’s Afraid of Gender. escrito, según se anuncia, en un inglés legible) algunas de las formas en que se la ha mal entendido, tanto en el movimiento woke como por parte de religiosos conservadores que despotrican contra ella sin haberla leído siquiera. Love them or hate them, a Butler además le gustaría que la malentendiésemos: de ahí este libro.

Si la hipótesis de Pluckrose es cierta y el wokeismo es un fenómeno cultural de posmodernismo cosificado y diluido, no debería sorprendernos que la misma Butler evalúe cómo sus propuestas han mutado y evolucionado en la medida en que se riegan masivamente. En la entrevista que le hizo el periódico la semana pasada, la autora indicaba algunas diferencias: por ejemplo, la sustitución del concepto de performatividad por ciertos esencialismos. Esto quizás explica el rollo actual en que incide la biología, las peleítas de Dawkins, el “What is a woman?” de la derecha, etc.

Hay otro ángulo que me gustaría ver en el libro: el butlerianismo recibe el rechazo de las derechas nacionalistas del mundo por la macharranería inherente de la derecha, pero también como rechazo nacionalista a un sistema de pensamiento que se ve como colonizante (sale desde la intelectualidad imperial progre). El aspecto liberador del ángulo de Género no debe nublarnos a que —para bien o para mal— muchas de las articulaciones de la Teoría suenan foráneas (lo que antes llamaban “afrancesadas”) en contextos culturales de Tercer Mundo.

Una cosa curiosa de la reseña es que pone “gender ideology” entre comillas y lo llama “so-called gender ideology”, como sugiriendo que este sistema de pensamiento no existe y que es un invento de la ultraderecha homofóbica y fascista. Lo irónico es que la reseña trata directamente de la Teoría de Género, el sistema ideológico que se desprende de las ideas de Butler y otros, y del que va el libro en cuestión. Para los woke es indispensable dejar claro que el wokeismo no existe.

El libro parece que pone el dedo en la llaga y trata de cuestiones políticas puntuales. De las consecuencias más complejas de la “ideología de género” está el tema del “gender affirming care” para menores, uno de los puntos más álgidos de las Culture Wars estadounidenses. Este artículo señala cómo para alguna gente el actual tono conciliatorio de Bulter “sounds like a bit of a cop-out”. Esto demuestra, creo, el nivel de polarización que ha cobrado el debate.

 

 

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