Pedro Henríquez Ureña, Puerto Rico y los tránsitos del saber letrado

Especial para En Rojo

 El 31 de mayo de 1932, Vicente Géigel Polanco publica en las páginas del periódico La Democracia la noticia de la visita a Puerto Rico de Pedro Henríquez Ureña (1884-1946). Con sobrada admiración, Géigel Polanco elogia de esta manera la presencia en la isla del afamado intelectual dominicano: “Llega a nuestra ribera este hermano mayor en el preciso instante en que es más arduo nuestro empeño por afirmar la personalidad propia, por rescatar la cultura tradicional y los nativos módulos de expresión del predominio que pretenden ejercer sobre nuestra vida moral las fuerzas armadas que intervienen la nacionalidad puertorriqueña. Hénos aquí resistiendo, resistiendo con todas las energías de que es capaz un pueblo consciente de su destino. A su pupila avizora no escapará nuestro drama colectivo”.

Géigel Polanco no solo apela a la solidaridad de Henríquez Ureña con respecto a la situación colonial de Puerto Rico, sino que alaba del dominicano cierta vocación de intérprete de los signos de la cultura hispanoamericana. Esto mismo es lo que celebra Borges en un prólogo de 1959. Entre las cosas que subraya figura el que su nombre evocaba “palabras como maestro de América y otras análogas”. Asimismo, en otro famoso proemio, Ernesto Sabato reitera las dotes de mentor de Henríquez Ureña, quien pasó en Argentina los últimos 22 años de una vida marcada por continuos desplazamientos que lo llevaron también a Cuba, Estados Unidos, España y México.

En Sobre los principios: los intelectuales caribeños y la tradición (2007), Arcadio Díaz Quiñones argumenta que el maestro dominicano “nunca se expresó sobre el exilio como un acto heroico, pero llegó a ser la experiencia determinante en su vida, y a ratos con cortes desgarradores”. Ciertamente, el periplo que se inicia en Nueva York en 1901 marcó la formación y productividad de Henríquez Ureña hasta el final de sus días. Con todo, el carácter errante de esa vida se tradujo en su pensamiento en la forma de un tenaz apego a la idea que fue madurando con insistencia a lo largo de su obra, particularmente en “La utopía de América” (1922) e Historia de la cultura en la América hispánica, publicada póstumamente en 1947. Me refiero a la certidumbre de la cultura como matriz integradora de los pueblos americanos.

El pensamiento de Pedro Henríquez Ureña evidencia un tránsito que lo llevó del comedimiento en la expresión de sus opiniones políticas a lo que se podría interpretar como una militancia activa en la década del cuarenta. Esto supone la consideración de la realidad del exilio en Henríquez Ureña más allá de la idea de la ausencia del país de origen para destacar un ostracismo en el plano de las ideas. Este aspecto de sus derivas intelectuales se advierte en el carácter inconformista que lo llevó en ocasiones a chocar abiertamente con el establishment cultural de su país natal y el de las sociedades que lo acogieron.

Tras la muerte de Henríquez Ureña el 11 de mayo de 1946 aparece un artículo del dominicano Pericles Franco Ornes en el periódico Orientación de Buenos Aires a propósito de la reacción en la prensa argentina ante la noticia. Franco Ornes, militante antitrujillista exiliado en Chile, parece sorprendido de constatar que las notas luctuosas sobre Henríquez Ureña solo mencionan su labor de académico y obvian por completo la faceta del “demócrata apasionado”: “…nadie parece tener conocimiento de que don Pedro Henríquez Ureña, al mismo tiempo que sabio literato y profundo ensayista, era también un demócrata apasionado que seguía con visión certera la marcha del movimiento social contemporáneo y, a su manera, militaba en él”.

Esa apatía de la prensa argentina hacia un Henríquez Ureña político se evidencia en la voluminosa bibliografía publicada en torno a su obra hasta el presente. Díaz Quiñones dedica una breve sección de su capítulo sobre Henríquez Ureña en Sobre los principios a esta vertiente de su accionar como intelectual público. Para ilustrar su punto, Díaz Quiñones recurre a un texto de Tulio Halperín Donghi sobre Henríquez Ureña que vale la pena reproducir: “No es irrelevante mencionar que durante toda su vida este humanista discreto y mesurado mantuvo con la experiencia soviética una solidaridad menos ruidosamente proclamada pero no menos firme que la de Ingenieros”.

La comparación con José Ingenieros salta a la vista si se piensa en que Henríquez Ureña no solía expresar públicamente sus opiniones políticas. En sus escritos, salvo algunas menciones peregrinas al imperialismo norteamericano cuyos efectos conocía de cerca por la invasión de Santo Domingo que sacó a su padre de la presidencia en 1916, Henríquez Ureña se cuidó de no dejar en su obra testimonio de sus preferencias ideológicas. Para encontrar ejemplos de esa vertiente de su pensamiento hay que escarbar en lo que se conserva de su epistolario.

La primera pista sobre un Henríquez Ureña político se encuentra en su intercambio con su hermano Max. No hay una sola de los cientos de cartas que se cursaron que trate sobre algo distinto a cuestiones familiares y literarias. Esta evidente cautela epistolar permite conjeturar que en privado las conversaciones entre ellos han de haber tratado temas más comprometedores.

Un telegrama de Pedro Henríquez Ureña a Trujillo, fechado el 19 de junio de 1932 mientras se desempeñaba como Superintendente General de Enseñanza de República Dominicana, ofrece lo que podría interpretarse como una primera señal de desavenencia. Henríquez Ureña reclama a Trujillo su aparente “falta de confianza” al haber anunciado que encargaría a los franciscanos la dirección de la Escuela de Artes y Oficios: “…yo habría esperado que el primer departamento en enterarse de este deseo de usted fuera la Superintendencia General de Enseñanza. El no haberlo conocido oportunamente y enterarme de él de modo inesperado me pone en situación desairada y parece indicarme falta de confianza en mi gestión. Si esto fuera así, yo no tendría ningún inconveniente en presentar renuncia de mi cargo, porque no creo que debo ser un peso muerto en la obra administrativa que usted ha emprendido”.

A primera vista, el telegrama revela la imagen de un Henríquez Ureña poco crítico ante un gobierno que ya mostraba visos de dictadura; pero también muestra la integridad de un funcionario que no tiene reparos en renunciar a su cargo ante la sospecha de ineptitud en su gestión.

En una carta que Henríquez Ureña le envía a Joaquín García Monge, director de la revista Repertorio Americano, en 1933 con relación a un artículo de “Juan del Camino” (Octavio Jiménez Alpízar) en el cual se le criticaba por haber servido a Trujillo, el dominicano refiere lo siguiente: “le diré que efectivamente, como supone Juan del Camino, los sucesos políticos también me obligaban a salir. Cuando yo llegué a Santo Domingo, en 1931, Trujillo era un hombre que no buscaba halagos: hasta se me dice que los rechazaba; después ha ido admitiéndolos, hasta recibir los más excesivos, quizás porque crea que eso ayuda a la campaña de reelección. En 1931, Trujillo era enérgico, pero muy pocas veces arbitrario: ahora, el grupo de amigos que lo rodea lo trata como omnipotente. Yo comencé a trabajar con gran independencia de acción: un año después, las injerencias eran frecuentes. La situación se hizo insostenible”.

Esta mención de los consejeros de Trujillo, más que sugerir cierto cuidado de no criticarlo directamente, parece apuntar a la desilusión de ver cómo la intelectualidad dominicana iba cerrando filas con un gobierno a todas luces autoritario. A juzgar por la carta que Juan Bosch le dirige a Henríquez Ureña desde su exilio en La Habana en 1942, no cabe duda de que para entonces el antitrujillismo de Henríquez Ureña era bien conocido: “Dentro de unos días le enviaré algunos folletos del Partido para que vaya viendo cómo trabajamos. No nos pierda de vista, que nosotros pensamos a menudo en Ud.”.

Como el de todos los grandes intelectuales de nuestra América (ahí está el Martí antiobrero de sus años mexicanos), el pensamiento de Henríquez Ureña también revela aspectos contradictorios. Por ejemplo, junto a la heterodoxia evidente en sus escritos más luminosos se aprecia a un Henríquez Ureña empeñado en invisibilizar el influjo de las lenguas africanas en el español de Santo Domingo; o bien el que, en 1932, borroneó esta nota sobre la inmigración haitiana en una hoja membretada del Condado Hotel de San Juan conservada en el Archivo Histórico de El Colegio de México: “La población dominicana, a pesar de todas las innovaciones y mejoras de los últimos años, está en grave peligro de retroceso. Hemos dejado que invadan el país multitudes extranjeras que no nos convienen, ni por su escasa cultura, ni por su pobre aptitud técnica, ni por su bajo nivel económico de vida, y que no podríamos educar, porque nuestros recursos eran insuficientes para la educación aun de nuestros ciudadanos”.

En el Puerto Rico de 1932, Géigel Polanco no tenía manera de identificar esas fisuras en el perfil intelectual de Pedro Henríquez Ureña. La crítica, con contadísimas excepciones, ha cartografiado el tránsito de su saber letrado procurando la hagiografía. Tampoco han faltado los análisis desaforados como el del argentino Fernando de Giovanni en un estudio reciente: Vernacular Latin Americanisms (2018), quien interpreta la selección de Henríquez Ureña para la Cátedra Charles Eliot Norton de Harvard en 1940 como poco menos que un accidente histórico. Para comenzar a subsanar los enredos de la crítica en torno al pensamiento de Henríquez Ureña habría que arrancar por lo obvio: no hay héroes sin tacha.

 

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