Será Otra Cosa:Mami, llegué a la IUPI 

 

Especial para En Rojo

 

Mucho se ha escrito de las madres como espejo de las hijas. Son la superficie donde ese sujeto se mira, se refleja para construirse con, desde, a pesar de ella. Pero las hijas también conforman el espejo de sus madres”.

 –Vanessa Vilches Norat

En la conversación constante en mi vida sobre los estudios universitarios, siempre supe que estudiaría en la IUPI. “Esa es la mejor universidad, y además, la más barata”, decía mami, segura de que entrar ahí era una marca de prestigio. En su último año de escuela superior, una maestra de química le dijo que tenía el potencial para estudiar en la UPR, pero ella sabía que no tenía los medios para llegar allí. “Apenas podía llegar a Bayamón, ¿cómo iba a estudiar en Río Piedras?”, repite enérgica cada vez que me cuenta esa historia.

Recién graduada de cuarto año, mami no pudo comenzar estudios universitarios porque tuvo que asumir el cuidado de mi abuela, presagio de la carga que posteriormente le volvería a tocar. Luego entró a Caribbean University a estudiar un grado asociado en contabilidad, mientras vivía en el barrio Palmarito en Corozal. No tenía auto. Tenía que esperar pon desde su casa hasta la parada de guaguas en Naranjito, y de ahí partir al terminal de guaguas en Bayamón. Me cuenta con disimulado resentimiento, que, en ocasiones, durante las caminatas en los días que no conseguía pon, transitaba por el área gente conocida, incluso sus propios hermanos, y no se detenían a darle el aventón. No le queda claro si era porque no la veían o si era otra de sus formas de decir “no apoyamos que te vayas a estudiar”.

Mi llegada a la Universidad de Puerto Rico en Río Piedras representó la realización del sueño frustrado de mi madre y de algunas tías que, aunque tenían el deseo de estudiar allí, sabían que era imposible y que no contaban con el apoyo familiar ni económico para hacerlo. Lo que no me esperaba era que en cambio yo, desde esos salones riopedrenses, lejos de mi hogar materno, lograría entender y acercarme a la vida de mi madre como nunca antes. Lograría vernos, lado a lado, como la continuación de un palpitar que nos antecedía a ambas.

Oficialmente jerezana, decidí estudiar literatura, a sabiendas de que me acercaba peligrosamente al precipicio de la temida incertidumbre laboral, el terrible “¿qué vas a hacer con eso?” que agobiaba a quienes se enteraban de mi decisión. Pero a mami nunca le preocupó. Ella había sido exigente con sus expectativas sobre mis estudios, pero nunca intentó dictarme el camino, ni siquiera para recomendarme opciones o advertirme sobre futuros inciertos. Incluso, a pesar de su fuerte fe en los estudios universitarios como garantía de movilidad social, no halló contradicción entre mi elección de disciplina y nuestras aspiraciones económicas. “Tú estudia lo que quieras, lo que de verdad te guste. Lo importante es que estudies”, me decía, a pesar de que ella no estudió lo que de verdad le apasionaba, sino lo que, económicamente, podía ofrecerle una salida del estancamiento que sentía en Corozal, donde le insistían que consiguiera un marido y olvidara lo que para ellos era una pérdida de tiempo.

Luego de adentrarme a los cursos de género, programa que le dio sentido a mi travesía universitaria, comencé a pensar en la vida pasada de mi madre desde una perspectiva feminista que me permitió entender la razón de muchos de mis descontentos e incomodidades como estudiante universitaria. Los cursos de género me proveyeron un nuevo lente desde el cual entender la vida de la persona más importante de mi vida, aunque no compartiéramos el mismo lenguaje para hablar sobre esos nuevos descubrimientos. Partiendo de sus historias personales, –las viscisitudes que había enfrentado, los sueños y metas que la dirigían y las pasiones que la motivaban–, y análizandolas a la luz de teorías y escritoras feministas, confirmé mi silenciada sospecha: transitaba un espacio que no fue diseñado para ninguna de las dos.

A medida que devoraba esas lecturas históricas sobre lo que era y había sido el feminismo, mami se convirtió en la figura central desde la cual analizaba esas trayectorias. La conclusión era casi siempre la misma: esos feminismos nunca llegaron a la vida de ella o de mi abuela, –postura bastante reduccionista pues, como me enteraría más tarde, el feminismo había vivido en mi familia desde mucho antes que yo lo descubriera–.

Dentro de mi impaciente descontento, me parecía absurdo tener discusiones sobre qué corriente del feminismo era más inclusiva porque para mí ninguna lo había sido realmente. Desde salones que no fueron accesibles para ella, con conversaciones que sentía no poder trasladar a nuestros intercambios, descrubrí que era vital mantenerme anclada en mi procedencia. A partir de esas incomodidades, confirmé que mi madre y las mujeres de mi familia representaban la base sobre la cuál quería desarrollar mi práctica feminista.

Gran parte de mi trayectoria universitaria ha sido imaginar cómo pudo haber sido la vida de mi madre si hubiese tenido las mismas oportunidades que, fajonamente, me ofreció. Desde la soledad de una ciudad universitaria que se me hacía tan ajena, recordaba sus historias y nos veía reflejadas en nuestras soledades y percances. Mis experiencias como estudiante me hicieron sentirme más cercana a ella, pero, al mismo tiempo, me sumaron muchos pesos. No solo convivía con mis propios anhelos e incertidumbres, sino también con sus ilusiones, con los dolores de las millas que le tocó recorrer sola y con las expectativas que heredé de ser, como ella bien expresa, “su continuación”, una extensión de ella misma.

Es difícil cargar con las expectativas de los sueños no cumplidos de mi madre y con la frustración de todos aquellos pantalones-bien-puestos que la intentaron pisotear porque la vieron como un ella desafiante, como alguien con aspiración y posibilidad de salir de aquel verde estático. Somos muchas las que cargamos con estos pesos, y porque somos muchas, no hay necesidad de sentirnos solas.

Hace un año crucé la meta que desde su amor me trazó mi madre. Obtuve mi diploma de la Universidad de Puerto Rico, sin ceremonia ni fiesta. Mami desde la casa de mi abuela en Corozal y yo desde Naranjito nos conectamos a la transmisión en vivo de una graduación vacía, en donde por varios segundos apareció mi nombre casi ilegible en la pantalla. Ambas me celebraron por teléfono, desde lejos. Me entristeció la distancia física, pero aún así las sentí cerca.

Aunque no pude verlas de frente, nos vi a través del espejo.

 

 

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