Tito Puente y su Orquesta en Puerto Rico 1958-1959

 Adolfo R. López Ferrer

Especial para En Rojo

Cuando mi familia se mudó a la urbanización Biascochea en 1953, todavía Isla Verde era un enclave del “perdido paraíso terrenal”. Así lo describe el poeta toabajeño Virgilio Dávila en los versos del poema-himno La Tierruca, musicalizados por su amigo Braulio Dueño Colón. Dispersas en solares irregulares, conectados por seis cortas calles pavimentadas y otras tres de arena cementada, todas sin aceras, ni encintado y sin alcantarillado, se levantaban cerca de 50 viviendas entre residencias principales y casas de playa. Algunas construidas en cemento, otras en cemento techadas de zinc y algunas en madera y zinc (como la nuestra) o en madera y cartón de techar. Había también varios solares baldíos incluyendo un pequeño humedal entre las calles Dalia y Rosa y otro, aún más pequeño, donde ahora ubica el comienzo de la calle Lirio contiguos a la calle Dalia. Sobresalían las residencias de Telesforo Fernández, fundador de La Esquina Famosa, de estilo resurgimiento español; la del Lcdo. Benjamín Acosta (completada su construcción en 1954), representativa de la modernidad arquitectónica de los años 50, que aún permanece inmune al paso de los años, y la del entonces Comisionado Residente en Washington, Lcdo. Bolívar Pagán. Lamentablemente aquella mansión tiene ahora muy reducidos sus amplios terrenos y, mostrando bastante deterioro, conserva rasgos arquitectónicos originales en la fachada similares a Monticello, la residencia de Thomas Jefferson en Virginia. El estilo Art Deco tenía amplia presencia en las residencias del tenor cubano Alvaro Morales Munera en la calle Violeta esquina con la carretera vieja y la del ex legislador Adolfo Dones en la calle Dalaia, también en la esquina de la carretera vieja, e igualmente la del Lcdo. Pedro M. Vélez y la del deportista del automovilismo Luis Merino, contiguas sucesivamente a la de Dones, en la calle Dalia. (Tal vez diseñadas por el mismo arquitecto amante del “Art Deco…) Al sur de la carretera vieja, frente a la entrada de la calle Violeta, ubicada de madera y cemento techada en zinc, donde vivió Don Luis Muñoz Marín con su familia antes de mudarse a La Fortaleza en 1949. (En ese espacio actualmente convergen la Ave. de los Gobernadores y la Ave. Isla Verde). Había abundante vegetación y variedad de especies de fauna costera, sobre todo jueyes… por eso no sorprende que en la calle Rosa de la urbanización se encontrara el restaurante Cecilia’s Place, el mejor de la costa norte para saborear platos confeccionados con el crustáceo “de dulce y triste mirar” al decir del cronista deportivo Rafael Pont Flores en sus columnas del diario El Mundo cuando el tema eran los Cangrejeros de Santurce. (En los 60 se transformó en el Mario’s y actualmente en sus terrenos y de otros predios aledaños se construyó un alargado edificio de apartamentos.) Al extremo este, a lo largo de la calle Violeta, había un frondoso bosque de pinos, almendros y palmas de coco que conocíamos como Smallwood. Allí era impresionante ver, después de un aguacero fuerte, la tupida alfombra que formaban los cascos azules de centenares de jueyes que salían de sus cuevas tras la lluvia y se aglomeraban bajo la densa arboleda. El hermoso bosque fue cercenado totalmente para construir el hotel Holiday Inn, demolido más tarde para edificar el Ritz Carlton…

Sin duda, lo más impresionante era la espectacular playa, considerada el mejor área de baño de la zona, particularmente la amplia franja desde la Punta del Medio hasta donde hoy se encuentra la Casa Cuba, colindante con la calle Violeta… (Playa devorada luego por la inclemente erosión.) El extenso litoral desde ese punto hasta Boca de Cangrejos, donde ubican condominios, un hotel y el balneario de Carolina, no era frecuentado por los bañistas, aunque sí por los bailadores que los fines de semana se divertían en los pintorescos salones de baile de Happy Beach y del Ocean View, clubes casi ocultos por la boscosa vegetación costera circundante en esa orilla atlántica. (Eran las últimas estructuras antes del puente de Boca de Cangrejos donde terminaba la superficie embreada de la “carretera vieja” que continuaba hasta el legendario ancón que cruzaba del Río Grande de Loíza. La actual carretera 187 era un camino de tierra horadado por el paso de numerosos camiones cargados de la arena extraída de las dunas que abundaban en esa frontera de Carolina y de Loíza, arrasadas para la construcción del aeropuerto y el afán urbanizador incontenible desde fines de los años 40.

El sector de Isla Verde era un extraordinario espacio de diversión para los residentes de las comunidades proletarias de Santurce (Barrio Obrero, Villa Palmeras, Las Palmas, Calle Loíza y otras) y de Carolina (La Cerámica, San Antón, Carolina pueblo…) Todo el verano se desbordaban en la playa aledaña a la urbanización Biascochea y todos los fines de semana iban a bailar a los diferentes salones de baile de la zona. Eran salones modestos, sin aire acondicionado, pero con medias paredes de cemento sobre las que se colocaban enrejillados de madera de látice cuadriculado para facilitar la ventilación, que eran un elemento de la arquitectura tropical, común en las viviendas de la época. En algunos, las paredes del fondo lucían, a modo de un mural, paisajes tropicales alusivos al entorno. Cómplice de las gozosas parejas bailadoras era el piso de cemento pulido en que se deslizaban, casi siempre al son de velloneras… Eran lugares preferidos de las familias trabajadoras que acostumbraban acudir los sábados y domingos por la tarde. Una diversión muy accesible por el precio módico de las bebidas y de las frituras, donde podían bailar sin pagar y disfrutar de un ambiente seguro, inclusivo, respetuoso de la diversidad racial y socioeconómica. No discriminaban por el tono del color de la piel como ocurría en el Club Esquife y en algunos salones del Condado…

El más famoso salón de baile de Isla Verde era El Guadalquivir, una estructura de cemento y madera con estantes de troncos para sostener el techo cupular cubierto con cartón de techar verde. Ubicada en varias cuerdas de terreno pobladas por incontables plantas de hicacos deliciosos morados y verdes, de pajuiles, de uvas de playa, almendros y palmas de coco sobre el suelo arenoso alfombrado con matojo de playa, bejuco y hierba de sal… hábitat idílico para la gran diversidad de fauna playera. El amplio predio estaba privatizado por una cerca de cuatro “pelos” de alambre de púas de la “carretera vieja”, o calle Loíza final, como se conocía este sector de la actual Ave. Isla Verde. Al sur de esa vía, cercanos entre sí, había otros salones de baile muy conocidos: El Fontville, El Dragón de Oro y El Naranjal, ubicados entre algunas viviendas en el área que hoy ocupa La Plazoleta. (Curiosamente, este pequeño distrito de diversión compartía su ubicación con cuatro cementerios en apenas una milla cuadrada. Frente a El Guadalquivir estaba el Cementerio Fernández que colindaba al sur con el “Cementerio de la Capital” próximo a la entrada del aeropuerto, bordeado por la “carretera nueva” hacia Carolina que en poco tiempo se convirtió en la avenida Norte, hoy Ave. Román Baldorioty de Castro. Al oeste de la “zona bailable” todavía hacen su función social el Cementerio Fournier, ahora Puerto Rico Memorial y El Buxeda). Entre una arboleda vecina al Cementerio Fernández, a unos 100 metros de la carretera vieja y detrás del área donde ubican los condominios Los Pinos y La Mancha, se levantaban las estructuras de madera y zinc que albergaban salones de clase del naciente Colegio San Ignacio. En ambas orillas de la carretera sin aceras se alineaban varios friquitines y carreteras con “cocos fríos” para vender a los consumidores de fin de semana, precursores del chinchorreo, que disfrutaban las tradicionales alcapurrias y bacalaítos saturados en manteca antes que se conociera del acecho del colesterol y los triglicéridos.

El acceso al Guadalquivir era un camino de arena cementada que serpenteaba desde la carretera hasta el local situado a unos cincuenta metros de la orilla Atlántica. Alrededor, rústicos bohíos techados con pencas se levantaban frente a la playa próxima al islote, conocido como Isla Verde, que da nombre a todo ese sector del barrio Cangrejos Arriba de Carolina. Era entonces “una esmeralda sobre la mar” con la breve superficie completamente verde cubierta por la vegetación costera y casi en el centro se erguía, majestuosa, una palma solitaria. (Ahora, la original Isla Verde es una roca irreconocible sin memoria de su antiguo verdor…) En torno al desolado islote existe y hubo siempre una espectacular fauna marina, habitante del arrecife que una heroica gestión comunitaria por más de 7 años logró designar en el 2012 como la Reserva Marina del arrecife de Isla Verde. Recientemente celebramos también la victoria del grupo Amigos del Mar, de vecinos del área, de organizaciones ambientalistas y de miles de puertorriqueños que defendieron por 15 años el predio de terreno costero, contiguo al hotel Marriot, que esa entidad intentaba sembrar de cemento y bitumul. Sorprendemente, poco tiempo después, el municipio de Carolina intentó destruir el pequeño bosque que sus custodios voluntarios ayudaron a germinar y a crecer, reminiscente de la virgen vegetación playera del área, antes de que el cemento la violara. ¡A luchar de nuevo!

El Guadalquivir cerró sus puertas en 1955 y en sus terrenos se construyó el hotel San Juan Intercontinental, la primera hospedería de lujo en el área de Isla Verde. En el mar del olvido quedaron los recuerdos de los grupos musicales que ocuparon su tarima. Entre otros: Orquesta Euterpe fundado por Carmelo Días Soler y dirigida por el Maestro Rafael Alers desde la muerte de su fundador; Grupo Aurora del Maestro Ladí, Estrellas Orientales de Víctor Rosselló, Mingo y sus Whoopee Kids, Orquesta de Frank Madera, Conjunto de Arsenio Rodríguez y la Sonora Matancera cuando viajaban desde Nueva York y desde Cuba respectivamente. (Al finalizar sus presentaciones en Puerto Rico, Arsenio y sus músicos despedían con una “jueyada” que les ofrecían los esposos Angelina Machuca y Eusebio Cortijo en el batey de la familia Machuca, en los terrenos que los vecinos llamaban “el pueblito” y ahora ocupan los edificios St. Tropez y ESJ Towers). Poco antes del cierre se presentó Rafael Cortijo y su Combo recién fundado en 1954, entre muchas otras agrupaciones. Fue desde esa tarima donde sonó por última vez en público “el canto lastimero” de la guitarra del mítico compositor Don Felo, fallecido también en 1954. Ya en el año 1955 abrió operaciones el hotel Coral Beach, un concepto de unidades individuales de dos pisos localizado unos quinientos metros al oeste del Hotel San Juan. El Coral Beach se hizo frente al mar, pero la calle que le daba acceso lo separaba de la amplia playa, ya que la Junta de Planes no permitía construir junto al mar. Existía un plan para que la Junta de Planes no permitiera construir junto al mar. Existía un plan para que se construyera el futuro “Paseo del Atlántico” desde Punta Las Marías hasta Isla Verde… Extrañamente ese extraordinario proyecto para conservar la vista al mar (y evitar la destrucción a la propiedad que ahora la erosión ocasiona) se esfumó con el permiso de construcción para el hotel San Juan que permitió también la privatización de la playa. El hotel se inauguró el 1 de febrero de 1958, un acontecimiento social con la presencia de ejecutivos del gobierno, la élite capitalina y empresarios que vieron la actuación del “entertainer” Tony Martin y luego participación de una velada bailable hasta la madrugada, según las reseñas de prensa.

Para la temporada alta del incipiente desarrollo turístico del país, la gerencia del hotel San Juan contrató al ya conocido “Rey del timbal” Tito Puente y su orquesta, una de las tres bandas de música latina que alternaban en el famoso Club Palladium de Nueva York: Machito y sus Afro Cubans, que dirigía el saxofonista Mario Bauzá y la orquesta del vocalista boricua Tito Rodríguez completaban la trilogía. Tito Puente, nacido y criado en Nueva York por padres puertorriqueños, intérprete de varios instrumentos, extraordinario timbalero y vibrafonista, era conocido en escenarios niuyorkinos, de Las Vegas y de California, por lo que era atractivo traerlo a Puerto Rico para deleite de los turistas. Tito nunca había visitado nuestro país con su orquesta y desconozco si alguna vez actuó como solista. Más adelante, en 1965 tuvo una actuación estelar, interpretando El Cumbanchero, en el primer especial televisivo del Banco Popular presentado a todo el país en homenaje al inmenso Rafael Hernández, pocos días antes de su muerte el 11 de diciembre de ese año. Ciertamente aunque era reconocido entre los radioescuchas de algunos programas de música, ocasionalmente en las velloneras y entre los pocos compradores de discos, Tito no disfrutaba una gran popularidad en Puerto Rico antes de 1958. Precisamente en febrero de ese año grabó el clásico álbum “Dance Mania”, LP que afianzó su reconocimiento como músico, director de orquesta y arreglista: “un álbum para la historia”. En Puerto Rico tuvo, por fin, gran repercusión en la radio con el chachachá “El cayuco”, el mambo “Complicación” y el bolero “Estoy siempre junto a ti”, todos en la voz del debutante Santitos Colón, experimentado cantante, conocido integrante de otras agrupaciones. En “Dance Mania” debutó también el legendario Rey Barreto en las congas en sustitución del reconocido músico cubano “Mongo” Santamaría.

Tito Puente y su orquesta llegaron a mediados de diciembre del 58. En el contrato con el hotel San Juan se incluyó una “suite” para él y Bárbara, su esposa de entonces, pero no se hizo provisión para el alojamiento de los músicos. En la urbanización Biascochea, mi padrino, Guadalupe Rosado, tenía varias propiedades de alquiler en la calle Dalia en terrenos que hoy ocupan el condominio El Comodoro y las canchas del Círculo Cubano (Casa Cuba). Hasta su residencia en Punta Las Marías llegó un grupo integrado por el cantante Santos Colón, el saxofonistas Rafael “Tata” Palau y su esposa Chiqui, el pianista Gilbert López y su esposa Sally y el señor Nilo Tandrón. (Era un declamador cubano de poesía afroantillana que acompañaba a la orquesta por ser el “padrino” de Tito y de su esposa de entonces, Bárbara, que en esos años practicaban fielmente la santería. Posteriormente, Tandrón, como declamador, presentó su propio espectáculo en el teatro de la Universidad en los años 60.) Cuando mi padrino les indicó que no tenía espacios disponibles en Isla Verde, mi abuela Monse, que vivía en la casa por ser hermana de mi madrina Rafaela Salgado, esposa de Guadalupe, les dijo “en la casa hay tres cuartos vacíos”. Padrino explicó que debía consultarle a Tití Rafa que estaba trabajando. Mi abuela, que era una cocinera espectacular, invitó al grupo para almorzar y cuando llegó mi madrina era evidente que la consulta era innecesaria porque la camaradería fue tal que esa misma noche se instalaron: “Tata” Palau y Chiqui en una habitación mientras Santos y Tandrón compartían la otra. Gilbert y Sally ocuparon la habitación de servicio contigua al garaje.

Yo estudiaba el cuarto año en la Escuela Superior Central y de lunes a viernes convivía con mis padrinos y mi abuela. Mis padres vivían en la periferia de Guaynabo y yo salía muy tarde, inmerso en actividades extracurriculares en la Central. Por eso puedo compartir estas memoria… (Estaba fascinado con los huéspedes de mis padrinos). Mi abuela exigió que el acuerdo con ellos incluyera las comidas y muy pronto Tito se enteró de “la sazón de abuela”. Dos días después llegó en su Volky alquilado, a la hora de almuerzo, y tras las presentaciones de rigor nos acompañó en la mesa sin esperar por los huéspedes que recién se levantaban (vivían la rutina del “day for night”, común en el mundo del espectáculo) y tuvieron que esperar por la segunda tanda. Tito se desbordó en elogios para mi abuela y desde ese día venía a almorzar, a probar la comida de “doña Monsa”, como le decía. Varios días después lo vi llegar en el Volky de donde sacó con dificultad una maleta que estaba en el asiento trasero. Era una maleta verde enorme, de unos 4 pies de largo, 18 pulgadas de ancho y aproximadamente un pie de alto. La llevó a la sala, la abrió y sacó una especie de teclado portátil al que atornilló 4 patas tubulares que estaban sujetas al interior de la tapa. Con ese instrumento cargaba todos los días: practicaba tocando breves fragmentos de composiciones de Mozart (a quien conocí porque le pregunté). Luego, hacía algunos arreglos, modificaba otros y en ocasiones llamaba a Santos para ensayar algún número nuevo y añadirlo al repertorio en el que prevalecían los temas de “Dance Mania”. Permanecía hasta el “café de las tres” y regresaba al hotel para el ensayo con la orquesta a las 4 PM. Hasta cierto punto, la residencia de mis padrinos en la calle Inga número 15 en Punta Las Marías se convirtió en una especie de centro de operaciones para el maestro Tito Puente. Los fines de semana yo solía acompañar a Chiqui y a Sally al Tropicoro a ver y escuchar a sus esposos “trabajando” y un poco después de medianoche regresábamos en un taxi. En más de una ocasión tuve el privilegio de acomodar los instrumentos y las partitura cuando el “band boy” no llegaba a tiempo.

Una de las cualidades que me causó gran impresión, además de su sencillez y la pasión por la música maneando aquel teclado, era su admiración por otros músicos y su agradecimiento a varios que habían integrado la orquesta y ahora trabajaban en Puerto Rico. Hacía esfuerzos por localizarlos para saludarlos personalmente y en ocasiones ayudé a que vinieran a Punta Las Marías, ya que trabajaban en las noche y les era difícil llegar al hotel. Igualmente admiré su esfuerzo por hablar y mejorar su español, que prefería hablar con todos en la casa, particularmente con mi abuela y con mi padrino que no “mascaban el difícil”. En esos meses disfruté una relación muy grata con Santitos Colón, compartiendo sobre temas de música y escuchando sus “cuentos” de aventuras románticas, como la que vivía entonces con una corista francesa que no pudo acompañarlo a Puerto Rico y con la que hablaba casi a diario por teléfono cuando no había celulares…

Entre los encuentros que presencié protagonizados por Tito, destaco especialmente, por la efusividad y el cariño evidente, el que tuvo con Cortijo e Ismael y el que tuvo con Gilberto Monroig, que había cantado con su orquesta. A Cortijo y a Ismael los conoció compartiendo tarima en el Palladium y se profesaban admiración mutua por sus respectivo talentos, pero Tito les agradecía exponerlo a su particular modo de interpretar ritmos de nuestra herencia africana como la bomba y la plena. Esa admiración era compartido por Santitos Colón y el resto del grupo. A fines de marzo, yo, que presidía la Asociación Cultural de Español en la Central, había logrado, por gestión de Bobby Capó, una presentación gratuita de Cortijo y su Combo en el teatro de la escuela, pro fondos para la sección de Literatura Puertorriqueña de la biblioteca. El día de la presentación, lo comenté durante el almuerzo en casa de padrino y Santitos me dijo: “llama un taxi que nos vamos contigo”. Se gozaron el “show” por casi dos horas y, al final, Santos, “Tata” y Gilbert subieron a la tarima a hacer coro con el carismático grupo musical. Cuando Tito llegó a almorzar, mi abuela no supo cómo decirle donde estábamos. Cuando se enteró, estaba ofendido porque no le avisé con tiempo y no pudo disfrutar con sus amigos…

El club Tropicoro era muy exclusivo intentando posicionarse como el “premier nite club” ante el club Caribe del Hilton, el club Flamboyán a la entrada del Condado, donde antes estuvo el Jack’s Club, el Fiesta Room del antiguo condado Beach Hotel y el también novedoso Club La Concha del hotel del mismo nombre, recién abierto en esos años. El contrato de Tito no permitía presentaciones de la orquesta fuera de el hotel San Juan, aunque individualmente hizo apariciones de promoción en el programa “Una hora contigo”, de Myrta Silva, y en otros por el estilo. Deseoso de tocar ante sectores del público que no podían pagar el costo de entrada al Tropicoro, consiguió que la gerencia reviviera los tradicionales “Té danzant”, escenificados en el Escambrón en la década de 1940. Comenzaron los sábados por la tarde en el Trópico a precios populares ($3.00) y fueron muy exitosos por lo que los cambiaron al amplio salón Isla Verde, el más grande del país al momento, donde se efectuaban los domingos por la tarde.

Tito Puente y su orquesta se presentaron por primera vez en Puerto Rico desde diciembre del 58 hasta finales de marzo del 59. Hace 60 años de ese acontecimiento que marcó el inicio de una relación muy cercana del genial músico “niuyorican” con el país de sus padres, muy orgulloso de su origen puertorriqueño. Con el éxito de los “Té danzants” conquistó a los jóvenes “baby boomers” boricuas que lo siguieron fielmente a partir de los años 60, tras las grabaciones con Rolando Laserie, “La Lupe” sensacional, los exquisitos boleros de Santitos y más adelante con Celia Cruz.. Tito, a quien admiré entonces por su sensibilidad y consideración hacia otros músicos y su pasión por la música, hizo fama y fortuna abriendo caminos en la música latina e incursionando también con excelencia en otros géneros, particularmente el jazz latino. Un legado musical vigente en más de un centenar de producciones discográficas que aún podemos disfrutar.

Esta crónica es una memoria parcial de aquellos cuatro meses del 58 y el 59 que dedico amorosamente a mi hermano Edgardo López Ferrer y a mi tío Tony Ferrer, que compartieron ese tiempo dichoso. También la dedico a los queridos amigos Carmen Julia “Puchita” Espada Platet y a sus hermanos Luisito y Angelito, a Clemencia “Clemen”, a Eusebio “Chebó” Cortijo y a José Manuel “Papo” Tous en evocación del Isla Verde amado de nuestra adolescencia.

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