Un boricua en Carnegie Hall

 

 

Especial para En Rojo

 

En sus memorias, libro que cada día confirma más y más su apropiado subtítulo – “una contribución a la historia de la comunidad puertorriqueña en Nueva York” –, Bernardo Vega apunta cómo los emigrantes puertorriqueños a esa ciudad, desde principios del siglo XX, fundaban organizaciones culturales y auspiciaban actividades artísticas – recitales, conciertos, representaciones teatrales – para, a principio, afincar su identidad cultural y, más tarde, para defenderse de los ataques políticos que se incrementaron tras la emigración masiva que se dio a partir del final de la Segunda Guerra Mundial.  El gobierno, que fomentó esa emigración como forma de solucionar los problemas económicos de la Isla, y otras organizaciones se dieron cuenta que algo debían hacer para apoyar a esos emigrantes que ya habían pasado “from colonia to community”, como reza el subtítulo de otro imprescindible libro, el de Virginia Sánchez Korrol, historiadora de esa comunidad.  Por ello no sorprende que el 25 de abril de 1948 el periódico El Mundo auspiciara una función musical en Carnegie Hall en la que participaron figuras de relevancia en el mundo artístico de la Isla.  En esta famosa sala de conciertos neoyorquina ese día se presentaron cultivadores puertorriqueños de música clásica y también, aunque en mucha menor escala, músicos que cultivaban géneros populares.

Reconstruyo el programa de esa velada partiendo de dos fuentes: una reseña del acto que apareció en The New York Times el día siguiente (26 de abril de 1948, p 27, firmada con las iniciales R.P.) y una nota más extensa escrita meses después por Luisa Quintero y publicada en una revista neoyorquina de enfoque hispanoamericano (“Son de Puerto Rico”, Norte: Revista Continental, septiembre de 1948, pp. 30-31).  Ambos textos están marcados por los prejuicios de sus respectivos autores.  La reseña del Times está teñida por condescendencia y paternalismo.  El autor de la misma se sorprende que una isla tan pequeña tenga tanto talento y que su música popular haya influido al jazz estadounidense.  Pero no deja de rebajar los éritos del evento por lo que llama la exuberancia latinoamericana que halla en ciertas presentaciones.  Luisa Quintero, en cambio, se desvive en elogios por la función.  Con un gesto que no deja de evidenciar la mentalidad colonial de ambos, Quintero apunta que “[e]l Comisionado Residente de Puerto Rico en Washington, Dr. Antonio Fernós Isern, solicitó la inserción en las Actas del Congreso del juicio crítico del New York Times”.  Tanto la reseña del periódico, como la nota de la revista hispana, como el gesto del político muñocista denotan claramente la actitud colonialista.

Pero mientras que el crítico del Times sólo le presta atención a los intérpretes de música clásica que participaron en el evento – José María Sanromá, los Hermanos Figueroa, Rina de Toledo, Graciela Rivera – Quintero, por suerte, nos ofrece un comentario más amplio y menciona a todos los artistas que participaron en el mismo.  Apunta, por ello, la actuación de Noro Morales y de la cantante Rosita Ríos, los representantes de la música popular en el programa.  Ambos comentaristas destacan la presencia de José Ferrer, actor ya muy destacado en los Estados Unidos.  Ferrer abrió el acto con una presentación general del programa en inglés y en español y presentó al maestro de ceremonias de la actividad, un joven estudiante puertorriqueño de artes dramáticas de la Universidad de Columbia, Eugenio Iglesias.

En su nota Quintero apunta que “Iglesias hizo las presentaciones de los demás artistas y en uno de los intermedios recitó con brío y buen gusto la composición negroide “Majestad negra”, del poeta puertorriqueño Luis Palés Matos”.  ¿Sería esa declamación la que llevó al crítico del Times a hablar del los toques de exuberancia latinoamericana?  Las palabras de Quintero también parecen indicar que la declamación de Iglesias en un intermedio no estaba programada.

Lo que sí sabemos es que casi un año después del evento auspiciado por El Mundo este mismo joven estudiante puertorriqueño de artes dramáticas en Columbia University a quien, según Quintero, Ferrer le “pronosticó un brillante porvenir en el teatro”, alquiló la sala de Carnegie Hall y produjo su propio recital de poesía hispánica.  Ni el crítico del Times ni la comentarista de la revista Norte reseñaron este acto que quedó olvidado por años, probablemente hasta ahora mismo.  Mis fuentes para comentar este segundo evento en Carnegie Hall son el programa del mismo y conversaciones que tuve con Iglesias hace años.  Creo que vale la pena comentar el evento porque ayuda a iluminar los esfuerzos de los puertorriqueños en Nueva York por dar a conocer su cultura y también ayuda a apuntar la labor de Iglesias, un actor menor en Hollywood, pero figura que hay que colocar en el desarrollo de contribución boricua al llamado cine latino en los Estados Unidos.

Un somero cotejo en el Internet nos provee los datos esenciales sobre la carrera de Iglesias en Hollywood y en la televisión estadounidense.  Desempeñó papeles secundarios en el cine; probablemente su mayor logro fue su participación en “The Brave Bulls” (1951), filme que no ha tenido gran trascendencia.  También trabajó en películas de vaquero y en series de acción para la televisión, como “Los intocables”.  En una entrevista que le hizo Miluka Rivera (El Nuevo Día, 7 de enero de 2001), Iglesias mismo hace un recuento de su carrera, pero no menciona el recital en Carnegie Hall.  Hay que apuntar que los estudiosos de la presencia de los latinos en el cine y la televisión estadounidense ignoran su carrera.  Por ejemplo, su nombre no aparece en Hispanic Hollywood… (1993) de George Hadley-García, ni en Latino images in film… (2002) de Charles Ramírez Berg ni en Latina/o stars in US eyes… (2009) de  Mary C. Beltrán.  Rescatar su labor, por menor que sea, es tarea por hacer.

Pero su carrera le produjo a Iglesias ingresos para invertir en bienes raíces, para comprar una gran casa en Hollywood y para amasar una muy amplia colección de arte europeo, particularmente de pintura académica francesa del siglo XIX.  Su interés en pintura es hoy redimible sólo si se ve desde la perspectiva historicista o desde la estética camp.  Pero no creo que su gusto por esta pintura de corte conservador estuviera marcado por esas líneas estéticas.

Pero en el momento no quiero hablar del actor ni del coleccionista de arte; quiero prestarle atención a ese recital que organizó el 6 de marzo de 1949.  No me cabe duda de que el joven actor, entusiasmado por el éxito de la función en Carnegie Hall auspiciada por el periódico puertorriqueño en la que tuvo una participación menor, decidió organizar su propio recital de poesía.

Esta función de 1949 constaba de dos partes.  La primera estaba compuesta por la declamación de poemas de Guillermo Valencia, de García Lorca, de José María Pemán y de José Antonio Dávila.  La segunda, por poemas de un poeta español hoy casi olvidado, imitador de Darío y más tarde asociado al franquismo, Emilio Carrere, y otros de Nicolás Guillén y Palés Matos.  Tanto en la primera como en la segunda parte hubo intermedios musicales por L. Burdge, tenor lírico, acompañado por Grace Webb al piano.  Los poemas de Lorca y Palés salvan al declamador de caer en un gusto plenamente cursi.  Estos poetas eran privilegiados por los declamadores del momento.  Recordemos que la declamación era un arte muy popular por esos años.  Recordemos también la inmensa popularidad de la argentina Berta Singerman y de la cubana Eusebia Cosme. Existen fotos de Iglesias con Cosme.  Todo esto sirve para confirmar el interés de estos declamadores por la poesía negrista.  De la misma forma la selección para el recital de varios poemas de Lorca y uno de Pemán, poeta también asociado al franquismo, evidencian el interés de Iglesias por la poesía de temas andaluces, poemas que no dejan de tener contacto con los de temática negroide.  El programa cabe perfectamente bien en el contexto de los gustos del momento cuando eran muy populares los declamadores, especialmente las declamadoras, que recitaban poemas en los que predominaba el ritmo y el folklorismo.  Pero no deja de sorprender la inclusión en el recital de Iglesias de dos poetas asociados a la derecha española de la post guerra, Carrere y Pemán, poetas casi olvidados hoy.

Ese recital en Carnegie Hall el 6 de marzo de 1949 no tuvo trascendencia inmediata, pero se puede ver como una pieza más en el complejo rompecabezas de la historia de la presencia puertorriqueña en Nueva York en la década de 1940.  No deja de sorprender que este joven actor pudiera llevar a cabo sólo por su voluntad y su esfuerzo ese recital con el que ilustra ciertos gustos poéticos imperantes en el momento y también una ambigüedad política donde se mezcla a Lorca con Pemán y a Palés con Carrere.

Pero el recital, bien visto, tiene cierta trascendencia y en el mismo se pueden ver antecedentes de lo que décadas más tarde pasará entre los puertorriqueños en los Estados Unidos.  Aunque muy lejos estamos de los recitales callejeros que los poetas neorricans practican desde la década de 1970, no deja de poder verse una conexión entre esos tan disímiles recitales ya que ambos evidencian un marcado gusto por la declamación dramática y por la poesía en la que domina la oralidad.  Un declamador se alberga en Carnegie Hall, templo musical de la clase poderosa, y presenta una mescolanza estética y política, mientras otros declaman en la calle para el pueblo sus propios poemas de corte progresista, estético y político.  Pero en el fondo ambos ven en la poesía una forma de redención.

Quizás este recital de 1949 en Carnegie Hall ayude a entender mejor el desarrollo de nuestra presencia en Nueva York.  Quizás ese recital, un aparente hecho pasajero y políticamente ambiguo, sí tuvo trascendencia.  Quizás, y sobre todo, este recital sea una pieza que ayude a entender la labor de Eugenio Iglesias (3 de diciembre de 1926 – 4 de febrero de 2023) al colocarlo en el contexto de un pequeño pero iluminador evento que refleja la historia de nuestra cultura, la de la Isla y la de la diáspora.

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