Andróginos en la cocina: La historia del jengibre y la piña y una receta que los casa.

BUREN

Especial para En Rojo

No podía ser en mejor ocasión que un banquete cuando, seguramente acompañado por su mancebo, Aristófanes pronunció el discurso sobre el amor, basado en el mito de andrógino. La idea de andar por ahí buscando, la media naranja: esa porción de cuerpo del que fuimos separados y que nos completa, nos ha perseguido desde entonces. Sobre una visión similar se instalan otros mitos acerca del origen del hombre: Adán y Eva eran, en cierta forma, parte de la misma cosa. Pero contrario a este último, en el discurso de Aristófanes, el ser humano busca, más allá de la reproducción, un cuerpo perdido que lo complete y que, en ese sancocho de carnes, se sienta tan a gusto y entero que le convierta en una mejor criatura.

En eso pienso mientras me doy un “shot” de piña fresca y jengibre porque he leído por ahí de sus propiedades antiinflamatorias y últimamente ando en esa nota “healthy”.  Según desciende caluroso, picante y dulce por la garganta reconozco que, como el mito mencionado, pareciese que hace mucho, mucho tiempo, se concibieron juntos. Entonces no puedo evitar suponer que esta pareja nació para ser más que un trending topic”. Porque este shot bien podría ser el marinado de un pescado o incluso unas chuletas de cerdo o alitas.  De estas combinaciones andróginas existen muchas en la cocina. Claro que hay una ciencia en ese misterio. En concreto, se trata de la química de los olores.

Resulta curioso y sorprendente, pero, la verdad es que la mayoría de las sensaciones que percibimos al comer; lo que interpretamos como sabores, son el resultado de las moléculas de olor que, al pasar por la garganta, se conectan con nuestra nariz. En otras palabras, el sabor de las cosas está subordinado al olfato. Aproveche este momento y dele las gracias por su doble función en el asunto de disfrutar la comida.

 

Cuando ciertos productos comparten similares moléculas químicas que le otorgan sus aromas y por consiguiente, sus sabores, el resultado será que al combinarlos la experiencia será más explosiva.  Puedo mencionar algunas de estas parejas de un tirón, además de la piña y el jengibre, chocolate y fresas, miel y mantequilla, tomate y albahaca, manzanas y canela. Seguro puede continuar la lista.

 

Aunque lo cierto es que, el olfato es fundamental en el proceso de comer y cocinar, en este privilegiado ejercicio del deleite gastronómico se confabulan todos nuestros sentidos. ¿Alguna vez ha leído, por ejemplo, la sabrosa  y multisensorial descripción de la piña de Fernández de Oviedo? La suya es la primera que se tiene de la fruta reina, tanto a nivel pictórico como literario. Fue en la vecina Española donde Fernández de Oviedo se topó con este fruto que había sido llevado desde nuestra isla. No obstante, décadas antes ya la piña estaba dando de qué hablar. El rey Fernando de Aragón, en 1510, escribía al controversial Diego Colón: “dos montes de una fruta que llaman piñas y que dicen que hay diez o doce leguas y que vos, el almirante, en cuanto llegasteis las hicisteis vedar…ordeno que dichos montes sean francos para todos. “

De la piña en Puerto Rico se tienen pocas referencias históricas. Salvo las exuberantes descripciones del citado Fernández de Oviedo, durante el siglo XVII. El obispo Solís la corona como  “la reina de todas las frutas” y el conde de Cumberland la menciona en sus tratados. Y parece ser que su principado no era solo de nombre: una buena piña costaba treinta maravedís al inicio de ese siglo. Llegado el XVIII, su aparición en documentos es relativamente nula. No obstante, Iñigo Abad destaca su aroma.  Una vez más se meten las narices.

Si algo le ha dado notoriedad a la piña boricua, es nuestra bebida nacional desde 1978: la piña colada. Instalado más en una leyenda que en un evento concretamente histórico, el origen de esta se le adjudica al mismísimo Cofresí, quien se dice que le dio un coctel de coco, piña y ron blanco a su tripulación. Una propuesta más creíble es la que le otorga la autoría a Monchito, el barman del Caribe Hilton, en el 54. Este se mudó a Barrachina en el 63 y desde entonces el icónico restaurante se precia de ser la casa original del emblemático coctel.  Pero en este asunto tan agudo no me conviene meter las narices.  Lo que sí puedo decir es que Camelia me la preparaba en versión Cofresí, pero virgen, cuando cosechaba alguna en la finca. La mezclaba con leche de coco recién exprimida y nos la servía en cacharros de lata, que eran los vasos del día a día. Claro que no sabía igual. Recuerdo vivamente que el fogón, al moler la piña, se impregnaba del mismo aroma que se colaba por las ventanas del oldsmovile de papi, cuando, transitábamos la #2, entre Manatí y Barceloneta; peregrinación veraniega obligada. Los interminables campos de piña a los que solo la ética nos limitaba el acceso, pues lo único que separaba las doradas y tentadoras frutas del camino eran un par de líneas de alambre. Así debieron oler aquellas 12 leguas de las que intentó apoderarse Colón. Y en cierta forma, lo entiendo.

En el caso de nuestra cocina criolla, algunos ingredientes recorrieron leguas, historias, mares, para encontrarse en el Caribe con su media naranja. En ollas distantes, el encuentro fue a la inversa: nuestros productos nativos viajaban en sentido contrario para complementar los platos de otras latitudes. Mi mente curiosa termina preguntándose cómo, cuándo y a quién se le ocurrió por primera vez juntar el jengibre asiático con la piña caribeña; si fueron motivos culinarios o de sanción; si allá o acá.  Porque después del shot, lo primero que hago es una búsqueda de recetas que incluyan esta combinación y observo que en su mayoría tienen influencias de la gastronomía asiática.  Por el  recuerdo que tengo de esta combinación en el fogón de abuela Camelia, mi primera cocina referencial, el jengibre y la piña, diría yo, que  eran amantes de ocasión. Solía preparar un dulce de coco y piña, al que aderezaba con canela, clavos y el rizoma.  Aunque, la verdad su uso era más frecuente como antídoto contra enfermedades. Mi memoria culinaria no recuerda otras preparaciones en las  que el jengibre estuviera presente.  Mucho menos acompañando la piña.  Recurro entonces a algunos amigos y todos coinciden en lo mismo:  el jengibre no era parte de la compra, salvo en Navidades, cuando era usado en algunas preparaciones.  De hecho, no recuerdo toparme con él en el supermercado.   O tal vez era yo que comencé a buscarlo cuando me despertó el interés por la cocina asiática,

Le sorprenderá saber que un producto tan exótico como este era una de nuestras más grandes exportaciones en el siglo XVI.  Era tal la demanda y la calidad del jengibre que se cultivaba en nuestro suelo que los terratenientes de la Española le solicitaron a Felipe II restringir  el cultivo del mismo para hacerse ellos con el monopolio. Pero la guerra por el jengibre no comenzó ahí. En las pequeñas fincas de la isla  el campesinado comenzaba a hacer su agosto con el producto.  Esto puso en jaque a los grandes terratenientes azucareros, quienes en un principio se quejaban de que les quitaba tierras así como mano de obra.  Paradójicamente, estos mismos, encontraron en el jengibre una oportunidad tan lucrativa que comenzaron a producirlo a gran escala en sus fincas.  El contrabando pronto trajo mayores beneficios económicos.  La producción que  se saltaba las obligaciones tributarias era de tamaña magnitud,  que en sendas cédulas reales de 1598, se decretaba la prohibición de la siembra en las fincas azucareras y obligaba a los terratenientes a arrancar de inmediato las plantas de jengibre, a lo que se negaron. Para 1605  la Escribanía de Cámara estimaba en 15,000 pesos el valor de su cosecha pero para finales de ese mismo siglo ya había desaparecido casi por completo la producción de jengibre. Desde entonces las referencias a su cultivo solo se mencionan como una posibilidad de riqueza perdida, según investiga Juliana Gil Bermejo Garcia en Panorama Histórico de la Agricultura en PuertoRico.  Los motivos, como de costumbre, fueron de índole capital.  La excesiva producción y el contrabando comenzaron a hacer mella en el valor del producto; la corona, defendiendo sus intereses, prohibió  el cultivo del rizoma a los terratenientes egoístas; quienes contraatacaron apretando el cuello de los campesinos. Alegaba el regidor Negrete, en 1613 que los pequeños productores de jengibre no alimentaban bien a sus esclavos  y obreros y estos se veían en la obligación de robar carne en las fincas azucareras.  Se les exigía entonces probar su capacidad para suplir las necesidades de su mano de obra mediante exigencias  tan descabelladas como el monitoreo de las plataneras con las que contaban para estos fines. Finalmente y como suele suceder, orillaron a los pequeños productores, obligándoles a sembrar lejos de las fincas azucareras, lo que afectó el traslado del producto.  El negocio fue lucrativo para los grandes intereses mientras fue posible el contrabando. Pero las disputas, no solo locales sino con la vecina Española terminaron por afectar los precios y los compradores extranjeros se movieron al jengibre proveniente de Brasil.

Es en este punto donde meto la nariz en mi colección de recetarios para resolver el enigma.  En El Cocinero Puertorriqueño de 1859, solo aparece una que utiliza el jengibre: pastel frío de pescado para el que la criatura se cuece en “aceite, perejil, dos cebollas, cuatro dientes de ajos picados, un pimiento, el zumo de un limón, ocho granos de pimienta molida, un poquito de azafrán, dos clavillos de especia y un poco de jengibre” y luego se vuelca sobre una lámina de masa que va al horno. Claro, que el cocinero no representa la cocina tradicional nuestra, sino una proyección de la elite criolla de lo que debe ser la buena mesa.  Existen referencias a una bebida llamada agualoja en ese mismo siglo, que se preparaba con jengibre, canela, melao y ron para estimular a los esclavos en las plantaciones cañeras. Por lo que estimo que su cultivo, aunque limitado, se mantuvo entre las comunidades pobres con diversos fines.  De hecho, ya desde su época dorada, el mismo Cumberland comenta acerca de la preferencia del campesinado pobre hacia su cultivo por lo asequible y poco laborioso.

Con el cambio de régimen colonial  comienzan a asentarse en la isla comunidades de norteamericanos que traen sus recetas tradicionales de la mano de las esposas de los funcionaros y empresarios. Las mismas están recogidas en el Portorican Cookbook de 1909, en el que aparece la receta de los gingrer bread snaps.  Mientras tanto, en nuestra verdadera y no documentada cocina, se mezclaba desde siempre el rizoma en preparaciones dulces que en su mayoría eran confeccionadas con algún tubérculo como base:  barras de malanga y coco, batata y calabaza, yuca y coco.  La mayoría de ellos, ya desaparecidos entrando en los ochentas.  Llegando a  los paradigmáticos Cocina Criolla de Cabanillas y Cocine a Gusto de Aboy de Valldejuli de los cincuentas, aparece el jengibre en varias preparaciones; pero, cónsono con el recetario oral, siempre en dulces.

Por el contrario, las preparaciones con piña  en todos nuestros recetarios resultan mas abundantes y versátiles, tomando rol protagónico tanto en platos fuertes, guarniciones y ensaladas como en los ya esperados postres y bebidas. Escasas o nulas son, por su parte, las que combinen estos dos productos que a mi juicio, deberían andar juntos con mayor frecuencia.

Todo este berenjenal  de datos, memorias y anécdotas para regresar a la química de los olores. No puedo evitarlo; no sé si cocino porque investigo o investigo porque cocino.  El caso es que ambos productos: jengibre y piña suelen quedar tan bien juntos porque comparten dos terpenos importantes: linalol y geraniol.  En el caso de mi shot, le sorprenderá saber que cuando consulté una pagina que se dedica virtualmente a reconocer los maridajes de miles de alimentos, la piña es una pareja perfecta para combinar el jengibre, precisamente por las moléculas químicas que comparten.   Y con la memoria olfativa todavía colgando de la garganta,  se me agua la boca y se me prende el bombillo: hacerle honor a la única receta que exige jengibre, ese rizoma que pudo habernos sacado de la pobreza colonial, en el Cocinero Puertorriqueño del 1859. Y es que por eso amo la cocina: porque no es solo un par de ingredientes dentro de una cazuela, también es un salón de historia, un laboratorio de química, un álbum multisensorial de memorias o una lección de nuestra humanidad; como esa que extraigo del mito de Aristófanes; que cuando los humanos, perfectamente redondos y duplicados en si mismos, se revelaron contra el Olimpo,  Zeus decidió separarlos. Sin embargo, ordenó a Apolo que les girara la cabeza hacia el lado en donde había quedado la fisura para que nunca olvidaran su fragilidad. Allí Apolo estiró la piel y la ató a la altura del vientre: corazón y estómago: nuestro punto débil.

 

Pescado marinado en piña y jengibre sobre corona dorada de piña

y puré de malanga, batata y coco.

 

4 filetes de pescado de su preferencia

Una piña fresca de tamaño pequeña, limpia y cortada en rodajas

2 cucharadas de aceite de sésamo

Un manojito de cilantrillo,

3 cebollines

1/4 de cebolla mediana,  blanca o lila, picada en cubitos pequeños

3 dientes de ajos

Un  pimiento rojo o amarillo, picado en cubitos.

Un limón

10 granos de pimienta

8 clavos de olor

4 estrellas de anís

1/4 cucharada de hinojo

Una rama de canela o 1/2 cucharada de canela en polvo

Dos dedos de jengibre

Sal a gusto

 

Para el puré

3/4 libra de malanga o yautia

3/4 libra de batata blanca

2 tazas de leche de coco o una lata

1/4 barra de mantequilla de buena calidad

2 dientes de ajo

Nuez moscada

Un pedacito de jengibre como de dos pulgadas

Ralladura de medio limón

Sal y pimienta

Dos cebollines picaditos

 

Para el aceite verde de orégano brujo y cilantrillo

6 a 8 hojas de oregano brujo

Un manojito de cilantrillo

Media taza de aceite de oliva

Un diente de ajo

Jugo del medio limón rallado

Sal

Pimienta

 

Marinar el pescado:

Coloque en un mortero o molinillo las especias: clavos, pimienta, anís y canela y pulverice.  En una licuadora coloque una cuarta parte de la piña junto con el ajo, el aceite de sésamo, la sal, hinojo, la ralladura de medio limón, las especias pulverizadas y el jengibre y muela bien. Repase la sal . Corte el cilantrillo en pedazos grandes.  Ponga en una bolsa sellada  las porciones de pescado, el cilantrillo, la mitad de los cubitos de pimiento y cebolla, el marinado;  distribuya todo muy bien asegurándose de que todas las porciones estén saturadas del aliño.  Lleve a nevera por espacio de 5 horas o hasta el próximo día.

Preparar el aceite verde.

Muela el aceite junto con las hierbas, el ajo, el jugo de medio limón; sazone con sal y pimienta al gusto. Vierta el aceite en un envase para aderezos y guarde en la nevera.

Cuando esté listo para cocinar.

Saque el pescado de la nevera y retire todo el marinado muy bien, preferiblemente con una toalla del papel húmeda.

Tome 2 rodajas de piña y córtelas en cubitos.  Júntelas con el resto de los cubitos de pimiento y cebolla.

Preparar el majado

Ponga a hervir las viandas con abundante agua y sal. Cuando se sientan a mitad de cocción, quíteles el agua y sustituya con la leche de coco, coloque un par de dientes de ajo y el pedazo de jengibre al que debe dar un par de golpecitos para que suelte su sustancia.  Devuelva al fuego hasta que estén muy blandas.

Mientras terminan de hervir las viandas.

Precaliente el horno a 350 F.

En un sartén que pueda ir al horno, rocíe aceite y póngalo en la estufa a fuego alto.  Coloque cuatro rodajas de piña y dórelas por ambos lados.  Coloque las porciones de pescado sobre cada rodaja y decórelas por encima con la mezcla de cubitos de piña, cebolla y pimiento y exprima sobre ellas el jugo de medio limón. Lleve al horno por 20 minutos. Suba la temperatura a 400 F en broil para lograr que la decoración dore un poco.

Regrese a las viandas que ya deben estar blandas; descarte el ajo y el jengibre y retírelas  del fuego .  Maje muy bien, añadiendo alternadamente leche de coco de la cocción y mantequilla hasta obtener un puré muy suave, mas sedoso que un majado. Añada un poco de ralladura de nuez moscada, ralladura del limón restante y los cebollines picaditos. Repase de sal y pimienta. El puré debe  deslizarse cuando se levanta con una cuchara. No use un procesador eléctrico y evite revolver demasiado para no activar el almidón y que quede gomoso.

Servir.

Coloque el majado sobre un plato llano.  Corone con la porción de pescado y piña dorada, asegurándose que no se caigan los cubitos.  Aderece con el aceite  verde, dejando caer un hilito del mismo alrededor del puré y sobre el pescado.

 

Artículo anteriorLa profecía de la Navidad para toda la humanidad
Artículo siguienteLa nueva generación del Tenis de Mesa