Con-textos: Mi ‘field of dreams’

 

Especial para CLARIDAD

“What baseball is [in many ways] is reconnecting with your dad.»
Bob Costas

A la memoria de ‘Michel’ Poupart Cuadrado,

con quien tuve el honor de jugar softball

y de ver a Roberto Alomar ser exaltado al salón de la fama

en Cooperstown.

Cumplió años el 22 de septiembre.

Si el béisbol fuese un género literario, sería poesía. Si fuese un género musical, sería jazz. Desde que tengo uso de razón, pienso que las tres actividades humanas son metáforas de la incesante búsqueda de la verdad sobre la razón de nuestra existencia en el planeta.  Perdonen.  Dos oraciones apenas y ya comencé a disgregar.

Mi padre y mi tío me llevaron a ver por primera vez un juego de béisbol.  Por instrucciones de el primero, mi mamá me obligó a dormir por la tarde luego de que el autobús del Colegio Espíritu Santo me llevase a casa de mi abuelo, un duplex de la CRUV pared con pared, aledaño al caserío San José, donde vivía con mis padres y hermanos frente a un flamboyán gigante.  Mi excitación era tal que sólo pude fingir estar dormido.  Era el año 1958.  El juego era de noche y había clases al día siguiente.  Era el año 1958.

La memoria visual y auditiva del momento en que llegamos a los bleachers del jardín izquierdo del parque Sixto Escobar -no había ‘estadios’ entonces-  no se ha ido de mi recuerdo.  «Batean más jonrones para acá», me dijo mi padre.  Yo sabía que había más bateadores derechos que zurdos.

Yo solía escuchar los juegos por medio de un inmenso aparato marca ‘Admiral’ de ocho bandas, por el que mi padre escuchaba la emisora WCMQ de La Habana que transmitía los sábados un programa de la orquesta Lecuona Cuban Boys, dirigida por Ernesto Lecuona, compositor de Siboney.  Con un hermoso timbre de primera voz aficionada de tríos, mi padre cantaba los boleros e imitaba a José Luis Moneró, cantante principal de la orquesta de Rafael Muñoz, en la que sobresalían los hermanos Rafael (“El ronco”) y Luis González Peña, de Humacao (el pueblo donde nacieron mis padres), que luego habrían de ser mis maestros de clarinete saxofón en “la Libre” de Hato Rey, circa 1963-66.  Vicio.  Vuelvo a disgregar.

Imaginen el escenario. Llevábamos pedazos de cartón para ponerlos al sentarnos en las duras gradas de cemento a donde accedíamos por 25 centavos.  Era la Serie del Caribe y un joven Juan ‘Terín’ Pizarro -nacido en Santurce-  esa noche ponchó a 17 panameños  -todavía un récord-.  Recuerdo el ‘crispé’ –pop corn dulce, morado, envuelto en papel celofán- a 2¢; el maní tostado con cáscara y envuelto en papel de estraza, a 2¢;  el gofio en cucuruchos de papel blanco, a 5¢ y el algodón rosado, a 10¢.  Las chinas  -la mayoría de los latinoamericanos les llamarían naranjas-  mondadas allí en vivo en un rudimentario aparato de manigueta, a 5¢.   Los pegajosos fragmentos de azúcar me duraron en los dedos hasta el siguiente día en el colegio.  No me lavé las manos.  Era mi evidencia de que había ido al juego.

Pero mi recuerdo más vívido es auditivo.  Aún escucho los “waaaaa» de los fanáticos en el parque, repleto “hasta las teleras”;  había gente en el techo, en los pasillos y hasta trepados en las torres del alumbrado, toda la escena enmarcada en el canvas del rumor de la fuerte brisa del Atlántico al pasar como un swing fallido del mar entre palmeras, cada vez que el zurdo de Barrio Obrero concluía su “wind-up”.

Ha llovido mucho desde entonces. Como casi toda actividad humana  -incluyendo las deportivas-  el béisbol navega en el océano de las fuerzas económicas que siempre han dominado el mundo.  Estas son hoy más poderosas y de mayor talante mediático.  Por eso, cuando veo la colorida fanfarria promocional que precede la entrada del naguabeño Edwin Díaz  -lanzador de los Mets-  para cerrar un juego en el City Field de Nueva York, la ciudad donde residen más puertorriqueños en el mundo, disfruto y reflexiono a la vez. Tengo sentimientos encontrados.  El deporte está cambiando.  Es inevitable.

 

Estoy seguro de que Edwin lo disfruta como joven estrella en el mejor béisbol del mundo.  Lo debe sentir como una reivindicación del país que tiene tatuado en su corazón.  Yo lo siento igual que él.  Es decir; esto no es en modo alguno un reproche.  La fanfarria es algo que él no controla, sino el negocio y la gerencia de su «empresa».   Es más, se me paran los pelos seguramente igual que a él cuando se acerca el montículo desde el bullpen y lo veo en la pantalla de la televisión.  Pero la última vez que lo presencié, me vino a la memoria la lejana figura de Terín Pizarro en el montículo, y los  “waaaaa» a cada lanzamiento que se insertaron en mi recuerdo, al igual que el susurro de la brisa salada y el olor a hot dogs en anafres de carbón y las manos de un niño de siete años  embarradas de azúcar, presenciando su primer juego de béisbol junto a su padre.

Por eso, mi campo de ensueño o field of dreams  -válido y auténtico como puedan ser los maizales de Iowa-  es el Sixto Escobar: sus sonidos, imágenes, olores, sabores, sensaciones y memorias.  Es como si fuera mío solo y de nadie más.  Es posible que algunes me entiendan, sobre todo, ahora que se urde y planifica en cuartos oscuros convertir la mágica geografía costeña de ese histórico lugar en un estacionamiento soterrado para un hotel de lujo.

Estoy seguro que aquella memorable noche, comenzando en el dogout y después del juego, en alguna barra de Puerta de Tierra Terín se dio una cerveza por cada ponche.  Sólo 17, y no una por cada “waaaaa» de sus fanáticos. No hubiese sobrevivido.

Estoy seguro también de que, siguiendo el hilo de la historia del béisbol de su tierra, Edwin  -sin haber estado allí en el año 1958-  hace lo mismo después de cada juego que cierra con los Mets.  Sin saber que Terín lo hizo antes, recuerda -igual que yo- la primera vez que asistió a un partido de béisbol con su padre.

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