Albizu Campos y su intento de sanear las elecciones de 1932

 

Especial para CLARIDAD

La Ley Electoral de 1919 fue diseñada para evitar que las organizaciones políticas de Puerto Rico pudieran actuar unidamente con relación a cualquier reclamo frente al imperio.

En 1932 se enfrentaron dos concepciones de los procesos electorales en Puerto Rico. De un lado, la visión defendida por los partidos coloniales (uniorrepublicanos, liberales y socialistas), del otro, la de los nacionalistas. El elemento común entre los defensores del colonialismo era la aceptación de las disposiciones fundamentales de la Ley Electoral de 1919. El aspecto distintivo del nacionalismo era la denuncia de la Junta Insular de Elecciones de Puerto Rico como un «medio de tiranía» esgrimido por el imperio en contra de la nación puertorriqueña.

La Ley Electoral de 1919, creada en conformidad con la Ley Jones, proveía para una Junta Insular de Elecciones integrada por dos representantes de los partidos políticos principales y el gobernador colonial. Este último era el representante directo del poder imperial en Puerto Rico.

Es común referirse al período de 1919 a 1932 como uno de «mogollas electorales». Mas lo que resulta burlesco para algunos comentaristas políticos de hoy era para la nación puertorriqueña una tragedia. Juan Antonio Corretjer, colaborador cercano de don Pedro, decía que «la creación y estabilización de un sistema electoral amplio en Puerto Rico era, como en toda la América Latina, una aspiración del pueblo». Estados Unidos encontró en 1898, según él, un núcleo de opinión favorable a la sistematización electoral. Pero el poder imperial también se halló con la rampante corrupción del liderato político. Y es precisamente eso lo que quedó codificado en la Ley Electoral de 1919. Esa ley es el acta bautismal del bipartidismo puertorriqueño.

No bien se aprobó la Ley Electoral de 1919, comenzaron las desavenencias entre las facciones del gobierno colonial. ¿Por qué peleaban? Pues por ganarse el favor del gobernador en la distribución de los puestos gubernamentales y el presupuesto colonial. Este, conforme a la Ley Jones, controlaba la administración de todos los departamentos administrativos en la colonia. El elemento clave aquí era qué partido o combinación de partidos (alianzas o coaliciones) estaban representados, por la cantidad de votos, en la Junta Insular de Elecciones. Solo había dos sillas además de la del representante del gobernador. Las elecciones eran siempre tumultuosas.

Albizu no negaba que en 1932 los procesos electorales estaban dominados por los «chismes y enredos boricuas». Lo que él señaló —y esta fue una de sus aportaciones fundamentales— es que el clima de intensa conflictividad no era meramente un asunto idiosincrático de los líderes de los partidos políticos coloniales. Más importante aun era el efecto de la sección 1 de la Ley Electoral de 1919. Esta tenía un valor estatutario permanente y fue diseñada para evitar que las organizaciones políticas locales pudieran actuar al unísono con relación a cualquier reclamo frente al imperio. El gobernador era el árbitro de los resultados electorales.

La composición de la Junta Insular de Elecciones era, para Albizu, una «alta cuestión de principio». La Junta era un yugo que estrangulaba las aspiraciones de todas las organizaciones políticas, incluidas las favorecedoras del anexionismo. Luchar en contra de la sección 1 de la Ley Electoral era, pues, un aspecto clave de la defensa de los intereses de la nación puertorriqueña frente al imperio.

Una mirada rápida a la historia electoral de la isla durante la tercera década del siglo XX devela que la Ley Electoral de 1919 no creó el sistema electoral «estable y amplio» al que aspiraban los puertorriqueños. Cierto es que entre 1919 y 1930 la sección 1 del estatuto permaneció idéntica, garantizándose de este modo el papel de árbitro del gobernador. Pero no ocurrió así con la sección 40, concerniente a las candidaturas partidistas. En su versión original, aprobada el 25 de junio de 1919, permitía las candidaturas comunes. Menos de un año después, el 12 de mayo de 1920, las elimina. Cinco meses antes de las elecciones de 1924 vuelve y las autoriza. Para las elecciones de 1928, las prohíbe, aunque permite la fusión de dos o más partidos políticos para propósitos electorales. El resultado era que los partidos coloniales, según don Pedro, «se separaban y abrazaban» desvariadamente con miras a entrar a la Junta Insular de Elecciones.

Albizu Campos denunció que la Ley Electoral de 1919 había sido diseñada para «anarquizar» el proceso electoral en la isla. Resultaba paradójico, a su entender, que, mientras la economía colonial estaba dominada por los monopolios y sus métodos científicos de explotar nuestros recursos, en el sistema político imperaban la anarquía, las disputas frívolas y los proyectos de asaltar el presupuesto. Monopolio y anarquía coexistiendo, alimentándose mutuamente. Ciencia imperial y cálculos estrictos, por una parte; por la otra, «todas las lacras, chismes y pestilencias de un miserable partidismo fomentado para su propio lucro por los mismos invasores yankis».

En junio de 1932 el sistema electoral entró en crisis. Las dos facciones coloniales representadas entonces en la Junta Insular de Elecciones, los uniorepublicanos y los socialistas, querían extender este monopolio cuatro años más. Para ello, tenían que ganar los comicios de 1932 por la vía de una papeleta coaligada. Pero eso estaba prohibido por la ley electoral.

Los uniorepublicanos y los socialistas propusieron que se enmendara la ley para permitir de nuevo las candidaturas comunes, como había ocurrido en 1924. En marzo de 1932, sin embargo, se había fundado el Partido Liberal, que vendría a agrupar en adelante a los herederos del programa unionista. Los liberales se oponían en 1932 a las papeletas coaligadas. Entonces, representantes de las tres facciones coloniales fueron a Washington para reunirse con el secretario de Guerra. El único excluido fue el Partido Nacionalista.

Nadie se oponía con más vehemencia a las candidaturas comunes que el editor de La Democracia, Luis Muñoz Marín. Ante la amenaza de una enmienda que favoreciera la coligación de los uniorrepublicanos y los socialistas, propuso ¡que el Congreso tomara en sus manos la celebración de los comicios de 1932! Poco importaba la voluntad de la «mayoría».

Desde 1924 Albizu había defendido el «saneamiento» del sistema electoral, entre otras cosas, mediante la plena igualdad de representación de todos los partidos en la Junta Insular de Elecciones. Pues bien, en julio de 1932, la Legislatura de Puerto Rico, siguiendo las directrices de Washington, enmendó la sección 1 de la Ley Electoral para permitir las candidaturas comunes y la igualdad de representación de todos los partidos políticos en el organismo rector.

¿Qué llevó a que el imperio adoptara en 1932 una Ley Electoral que incorporaba aspectos importantes de las demandas del Partido Nacionalista? La respuesta a esta interrogante quizás está fuera del escenario electoral. Sí, Albizu buscaba desde 1930 «agotar los recursos de la paz» para lograr la independencia; pero no renunciaba, por ello, al uso de la fuerza, en caso de ser necesaria: «Si no se nos oye, si se nos maltrata, recurriremos entonces a las armas». El imperio se tomó muy en serio las declaraciones de don Pedro.

En 1932 Estados Unidos no se consideraba en condiciones de asestar un golpe mortal al nacionalismo. Pero ya llevaba algún tiempo preparándolo. En 1931, por ejemplo, el general Blanton Winship, abogado y veterano de la Primera Guerra Mundial, se convierte en asesor legal de la Junta Insular de Elecciones de Puerto Rico. Al año siguiente, su amigo James Beverley, exoficial de artillería del ejército y exprocurador general de la colonia, es nombrado gobernador.

No bien recibe el nombramiento, Beverley comenzó a organizar milicias paramilitares calcadas del fascismo en Hawái. En 1933 nombra jefe de la Policía Insular a E. Francis Riggs, antiguo agregado militar de Estados Unidos en Petrogrado y colaborador de la paranoia roja «red scare».

La Masacre de Ponce estaba servida.

 

 

 

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