De Rafael Hernández a Residente

Por Manuel de J. González/Especial para CLARIDAD

Voy a hablar de Residente y de Bad Bunny, pero antes es necesario un poco de historia.

Dudo que exista otro país en el mundo que tenga una deuda mayor con sus músicos y compositores que Puerto Rico. En todos los países la música, particularmente la de origen popular, ha tenido un rol crucial en el desarrollo de la conciencia colectiva que se expresa como una nacionalidad diferenciada. El sentido de pertenencia a un grupo social determinado se trasmite y a la vez se consolida a través de sus expresiones artísticas y la música es una de las más importante.  En todas partes ha sido así, pero en el caso puertorriqueño el papel de la música popular ha sobresalido. Mientras otras expresiones como la literatura, permanecen “invisibles”, encerradas en nuestra insularidad, nuestros músicos y cantantes aglutinan multitudes en todos los continentes.

Luego de 1898, cuando los invasores que entraron por Guánica impusieron su gobierno y nos quisieron aclimatar a su idioma y su cultura, la música siguió rodando por el país recordándonos lo que éramos. Conscientes de su poder, el nuevo dueño quiso utilizarla para su beneficio y tan temprano como en 1903 se ordenó que las bandas municipales y escolares incluyeran en su repertorio canciones “patrióticas” estadounidenses. Para finales de ese año la muy gringa “América”, por mandato oficial ya se cantaba al comenzar el día de clases en las escuelas públicas.  Fuera de las aulas la moda fue ponerles nombres anglosajones a los grupos musicales, por más ridículo que sonaran, como “Augusto Rodríguez’s Midnight Serenades”. 

Vano intento. Algunas décadas después grupos como el Trio Borinquen (1926), Augusto Cohen y sus Boricuas (1934), el Cuarteto Victoria (1936) y Manuel Jiménez “Canario” con sus plenas, le proyectaban al mundo que nuestra identidad nacional estaba tan sólida como la de nuestros hermanos cubanos y dominicanos, y que todo el esfuerzo por disolvernos se estrellaba contra la realidad de una nacionalidad que crecía. A partir de ese momento América Latina completa cantó y bailó los boleros y guarachas de Rafael Hernández y Pedro Flores o los escuchó en la voz de Daniel Santos. Esa música, no sólo nos servía como carta de presentación playas afuera, también nos cohesionaba playas adentro y nos hinchaba el pecho de orgullo patrio. 

Curiosamente, la emigración puertorriqueña a Estados Unidos, incrementada luego de la Primera Gran Guerra, tuvo un papel fundamental en aquel desarrollo musical. Como afirmó Francisco López Cruz, uno de nuestros grandes músicos y musicólogos, Puerto Rico era en aquel tiempo el único país latinoamericano cuya música popular se creaba mayormente en suelo extranjero.  Canciones que ahora entonamos cual si fueran himnos, como Preciosa y Lamento Borincano, se escribieron en algún cuarto del Barrio Hispano de Nueva York y se cantaron en un bar del Harlem que ya hablaba en español. También allí se grabaron por primera vez nuestras plenas, rescatadas en la voz de Canario. 

Enfrentados al frío, el discrimen y el rechazo, la creación musical fue la respuesta. La historiadora estadounidense Ruth Glasser lo dijo con mucha precisión: “La música y los músicos puertorriqueños fueron un símbolo muy visible para la lucha de este grupo étnico contra la andanada de imágenes negativas presentadas en la prensa, el cine y otros medios”. La música que nacía cuando era necesario afirmar la identidad frente al rechazo, también se convertía en bandera del pueblo que permanecía en la distancia. 

Cuando los boleros fueron agotándose apareció el relevo de Cortijo y su Combo, con un gigante llamado Ismael Rivera y luego toda esa variedad de ritmos que se cobija bajo el nombre de Salsa. Si antes nuestros embajadores eran Rafael Hernández y Daniel Santos, ahora serían Maelo y Héctor Lavoe. Esa nueva expresión musical otra vez le decía al mundo que aquí había un pueblo muy vivo que había crecido como nacionalidad mientras enfrentaba el colonialismo. A la Salsa se unieron otras expresiones musicales, como nuestra Nueva Trova que, además de impulsarnos, nos ayudaba a luchar. 

Ahora, en el siglo XXI, cuando la comunicación es instantánea y una canción se puede reproducir millones de veces en cuestión de segundos, contamos con otros creadores que nos llevan de la mano por el mundo, diciéndole al resto de la humanidad que existe un país que se llama Puerto Rico donde se sigue pensando, amando y cantando en español. Los nuevos embajadores nacionales tienen nombres que a los viejos nos pueden resultar raros, pero son iguales. Dicen llamarse Residente, Bad Bunny o Ricky Martin, en lugar de René Pérez, Benito Martínez o Ricardo Martín, pero, con independencia de la nomenclatura, cumplen la mismísima función de los de antaño. Con ellos anda un Puerto Rico muy vivo que además es muy solidario. Cada vez que hablan, gracias a las nuevas tecnologías, son escuchados por decenas de millones de personas quienes, además de bailar sus melodías, aprenden sobre nosotros. 

El Lamento Borincano de Rafael Hernández y Verde Luz de El Topo son canciones que con el pasar de los años se convirtieron en parte importante de nuestro acervo cultural. Junto a ellas están ahora Hijos del Cañaveral y Latinoamérica de Residente. Ya vendrán otras. El pueblo que inspiró esas canciones ha sido declarado muerto muchas veces, pero el muy testarudo sigue existiendo, hablando el mismo idioma y bailando otros ritmos. 

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Nota: La mencionada Ruth Glasser publicó en 1995 uno de los libros más importantes sobre la historia musical puertorriqueña: My music is my flag, Puerto Rican musicians and their New York communities, 1917-1940, University of California Press. 

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