Días en una escuela

 

Especial para En Rojo

En la perrera nunca se sabe si es de día o de noche”. 

Jonny* pausa por un momento para meter una papita frita en el poco ketchup que le queda en el platillo de cartón. Somos tres en mi salón, en el sexto periodo, en esa última semana de clases. Hablamos. Más bien, hablan ellos, y yo escucho, y asiento, y exhorto, y río como ellos, en los momentos más inoportunos. Aunque a Jonny lo tuve de alumno en el 2019, regresa de vez en cuando para visitar, y más con la excusa de ser uno de los mejores amigos de Yaneli*, la tercera persona en este grupo y que sí es mi estudiante este año. Al quedar poco tiempo de clase y al Jonny estar trabajando de rufero fuera de la escuela antes de graduarse, estas visitas nos dan la oportunidad de charlar y de recordar aquellos días en que acababan de llegar al país, en un contexto sin juicio ni pena, en el que estos niños que cruzaron desiertos y ríos y evadieron asaltos y raptos no tienen por qué hacer novelitas ejemplares de sus historias.

“Como está así frío, te dan a escoger entre un suéter y una camiseta, y entonces si tienes suerte te dan un aluminio para cubrirte pero luego de par de días si se comunican con tus parientes pues te sacan y te ponen en la otra parte donde sí hay calefacción y entonces te puedes bañar”.

 

Parece que en esta otra parte hay catres y sillas, pero también reglas muy claras: “si te pones a pelear o a golpear a alguien, entonces te sacan y te ponen frente a todos a gritarte y entonces te atrasan la salida pa que aprendas”.

 

Jonny tenía quince años cuando lo agarraron. Yaneli tenía siete.

 

Somos tres en mi salón en este sexto periodo cerca del fin del año escolar, y por una media hora me quedo yo callada, oyendo los retazos de los recuerdos de estos muchachos míos, los muchachos que nunca han sido de nadie, ni de sí mismos, los errantes, los cruzados, los ausentes, los enjaulados, los que solo quieren “salir adelante” (palabras que siempre les critico como frase vacua: “¡no se les ocurra escribirme esa tontería en las redacciones, que eso no dice nada; es como describir algo con el adjetivo ‘interesante’, ustedes pueden escribir mejor!”) Acá tratan de entenderlos, que no es sino tratar de enjaularlos de nuevo, ensártandoles siglas como ELLS (English Language Learners, que ya el English as a Second Language no es término suficientemente ilustrado), y motes más woke como Latinx (“Señora, ¿con qué se come eso? Yo soy chapín”). En los informes que sudan una preocupación urgente y llena de buenas intenciones los nombran como estudiantes FLIES (Formal Limited or Interrupted Education Students).

 

Nada de esto importa hoy, en el sexto periodo, en mi salón.

 

“En la perrera no se sabe si es de día o de noche porque siempre tienen la luz prendida, no hay ventanas y no hay relojes.” Ah, como los casinos, le digo a Jonny, a media sonrisa. “¡Sí, señora, como en Las Vegas!” suelta Yaneli. “¡Ay, me encantó Las Vegas, señora, es tan bonito, hasta vi una pareja casarse ahí, y todas las luces, tantas luces, siempre como una fiesta!”

 

Yaneli tintinea una sonrisa que no se esfuma aun cuando Jonny sigue contando. Y así sigo escuchando, por una media hora, más retazos de recuerdos.

 

“Si no hay muchos en la perrera, entonces te puedes acostar en el piso, pero cuando yo llegué pues habíamos muchos, así obcecados, y solo te podías sentar así apretado, o estar parado.

A mi tía la llamaron y entonces me sacaron, creo yo a las dos de la mañana, pero no sé, porque la luz siempre estaba encendida así que pues, ya sabe.

 

¿Antes de eso? Pues vine a pie, sí, y crucé el río y el coyote ya nos había dicho a mi grupo de diez personas que dentro de una hora llegaríamos, pero entonces se le ocurrió ir de vuelta a ver si venía alguien más y nos dejó solos y a los 45 minutos ¡zas! llegaron las cuatro motos de la migra y pues terminamos en las jaulas.

Luego tuve suerte, y después de estar en una casa hogar allá en Texas pues me vine en avión para Katonah,** también de madrugada. La casa hogar en Katonah era bien vergona, tenía cabañas, piscina, un centro con comida, cada cual con su propio espacio, y le digo que me encantaba.

Pero entonces me emputé con mi tía cuando me fue a buscar porque nosotros estábamos en medio del campeonato de fútbol, y mi cabaña ya había ganado y estábamos para la final, y nos habían dicho que el que ganara se iba a ganar un viaje a Manhattan, y nunca había ido; solo lo conocía de fotos, y como llevábamos más de un mes sin Coca Cola ni pizza nos dijeron que de premio íbamos a poder comer lo que quisiéramos –pizza, Coca Cola y todo eso– y pasarnos el día en Manhattan, cuando de repente llega mi tía y dice “alístate, que nos vamos” y yo le digo “¿no puedo tener dos días más hasta la final?” y ella se enojó conmigo ¡pero es que yo estaba más enojado aun!

Ahora vivo con uno de mis hermanos, pero es un irresponsable y bastante mayor que yo. Vivo solo en realidad porque no me gusta que me digan qué hacer”.

Yaneli escucha, como yo, y de vez en cuando evoca algún recuerdo propio. En diciembre de su tercer grado el abuelo la envió a encontrarse con la madre. Viajó en bus y carro, de la mano de cualquier adulto que se comunicara con su familia (primero un señor que le dejaba hablar con su mamá por teléfono, luego una señora con quien recorrió tres estados en guagua Greyhound y que le aconsejaba esconderse cada vez que aparecía cualquier otro tipo de adulto, en especial si llevaba uniforme). En total, calcula que su viaje de Nevada a Nueva York duró un mes. Al llegar, no había visto a su madre desde los cuatro años.

“Tuve suerte, señora. Me divertí mucho, y me encantaron todas las cosas que vi, y las Vegas… A mi mamá no le había ido tan bien: la última vez que trató de cruzar la secuestraron y estuvo así por muchos días, pero gracias a dios mi tía, que ya estaba acá, resolvió”.

Cómo resolvió, pregunto, temiendo saber.

“Pues como tenía que hacer. Les pagó cinco mil dólares a los secuestradores y pues ya, todo acabó bien”.

Y acaba el sexto periodo ahí, en mi salón, y no sé si es de día o de noche.

*He cambiado los nombres para proteger su identidad.

**Katonah, en el Condado de Westchester, Nueva York, conocido por darle nombre a una de las colecciones de toallas y artículos de decoración de hogar de Martha Stewart –y sede de clubes, centros ecuestres y mansiones discretas– es también el lugar donde muchos de los vuelos supuestamente clandestinos llegan, generalmente de madrugada, repletos de inmigrantes menores de edad, que vienen de Texas y Arizona a encontrarse con sus “parientes” en Nueva York.

 

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