En Reserva-Apegos feroces

 

Especial para En Rojo

Todo libro debe arder, quedar quemado.
Ese es el premio.

El corazón del daño, María Negroni

 

Había escrito algo para esta columna, pero la vida ocurrió. Con mis tarántulas sobre el teclado, toco el único piano que conozco. Tiento otras notas; acaricio y comienzo otra melodía. Cinco años en Santurce, entre estas paredes que muy pronto dejarán de cobijarme, presencio una ausencia: aquella de mi hijo felino mayor, Teófilo Manuel, que está hospitalizado, oh, feliz pretérito presente, signo acaso de un cercano pluscuamperfecto. La maternidad me llegó de sopetón una noche neoyorquina con la visita de un examante llamado William Blake, que no es poeta. Llegó con una botella de vino, una pizza y un transportín portando el más grande regalo que me hayan hecho jamás: un raquítico y polidáctilo felino que de allí en adelante se convertiría, sin yo anticiparlo, en mi acompañante asustadizo y tierno; en fiel guerrero contra cucarachas industriales; enfermero durante lo peor de mi condición psicoemocional y gran espejo de un anhelo soterrado: aquel de maternar y de sacudirme el miedo a romper algo frágil.

Escribo y creo oler leña quemada; siento el crujir de una hoguera que sólo existe dentro de mí. Llamo al veterinario, al hospital, y con voz de niña bien, digo: «Buenas, soy la mamá de Teófilo Manuel». Reflujos, hartazgo de los demás: me da igual. Como la maternidad que revierte todo lo monstruoso y lo más bello, existimos él y yo y luego los demás. Nos apegamos el uno al otro, rápidamente, de modo enfermizo y resuelto. Durante la pandemia del año de nuestro Señor (2020), nos tuvimos y cuidamos, escapando la plaga coronavírica tanto terrenal como aéreamente, supervivientes de la primera época trumpista. Durante los últimos cinco años, Teófilo ha pacientado, testigo de la retahíla de amigos que han venido y salido de visita. Sólo en tiempos recientes ha logrado uno relegar su lado izquierdo de la cama tras toda una rutina y universo del cual sólo formábamos parte él y yo. Ahora, duerme en mi cabeza, velando y estorbando mis sueños, despertándome con su pulgar. Acompañándome todo el tiempo que puede. Observándome con la intensidad de un búho.

Cuando pasé a verlo al hospital veterinario, se abalanzó sobre mí y me inquietó de sobremanera confirmar todo lo aprendido desde aquella noche de febrero donde arribó a preocuparme por siempre: no existe mayor sensación de plenitud que aquella de ser querido incondicionalmente. Saberse vivo, cuidado, frágil, efímero.

En un país donde la natalidad alcanzó apenas los 17.000 en 2023 —ningún discurso a seguir respecto a la necesidad de parir ipso facto, o alguna vez, en un Puerto Rico en auténticas llamas—, hallé el éxtasis, el terror y las enseñanzas de la humildad de maternar. En este apego feroz que me torna cada vez más en mujer de carne y hueso, más humana, constato el alto precio de desquiciarse en el amor. Ya no tengo miedo. Tengo más miedo que nunca.

Artículo anteriorLo que se quedó en el tintero: La virgen roja y Sept 5
Artículo siguiente Fin de semana “histórico” en la Doble A