En Reserva-De la mezcla racial y cultural: una dosis de incertidumbre y de aleatoriedad

Especial para EN ROJO

En las recurrentes discusiones en las redes sociales sobre cuestiones de raza en Puerto Rico, se esgrimen argumentos de representación, de visibilidad, de la intensidad del racismo al interior de la sociedad puertorriqueña. Es inevitable que en esas discusiones se llegue al asunto de la mezcla racial, que transita entre los extremos del acrítico “el que no tiene de dinga tiene de mandinga” hasta quien reclama que el discurso de la mezcla racial es un subterfugio para solapar el racismo al interior de nuestra sociedad y no bregar con él. Ambos tienen razón, pero eso significa también que nadie la tenga del todo.

Hablar de mezcla racial no se limita a la cuestión genética y de la transmisión de innumerables rasgos físicos, que combinados y recombinados a través del tiempo producen los variados fenotipos de quienes poblamos este mundo. También se refiere a las culturas que produjeron las sociedades de los pueblos mezclados de tal o cual “raza”. (A propósito, no me agrada mucho el término raza para referirme a los diversos grupos humanos, pues inevitablemente remite a una esencia que se piensa genética y no históricamente construida. El discurso de las esencias no es otra cosa que un recurso retórico que funciona para validar, sobre todo, a las posturas racistas.) Estas culturas mestizas o “mulatas” son producto de las inevitables interacciones – pacíficas, violentas y todos los matices intermedios – entre los diversos grupos humanos a lo largo de la historia. La cuestión del mestizaje se expresa en una evidente dimensión genética y fenotípica: cómo nos vemos los cuerpos mulatos en su infinidad de gradaciones de color de piel e innumerable variedad de combinaciones de rasgos (tamaño y formas de nariz, labios, ojos y pelo); pero también en su dimensión cultural, con la multiplicidad de combinaciones de prácticas que las sociedades necesitan para adaptarse al medioambiente físico y social en el que se encuentran. No se trata, entonces, de afirmar o negar si pertenecemos o no a una cultura mulata, si no de qué formas se manifiestan esas hibridaciones y cuáles las consecuencias que producen.

No ha sido un asunto fácil de medir, si pensamos en la cantidad de conceptos que se han desarrollado para estudiar las mezclas culturales: deculturación, aculturación, transculturación, sincretismo, hibridez, mestizaje o mulataje cultural. No es mi intención en este momento perderme en el laberinto teórico de la precisión de estos conceptos epistemológicos, aunque confieso que me gusta la metáfora gastronómica del ajiaco (sancocho en boricua) que utiliza el cubano Fernando Ortiz para explicar su visión de la transculturación. Con ella describe a las sociedades caribeñas como un caldero en constante ebullición a la que se van integrando nuevos elementos, y los que llevan más tiempo al calor se van descomponiendo en una masa en la que las fuerzas culturales se van trasformando sin desaparecer del todo, pero que, en la lejanía del tiempo, son difíciles de distinguir en sus particularidades.

También me resulta interesante la postura de Serge Gruzinski en El pensamiento mestizo, quien ve al mestizaje desde su dimensión caótica, que “supone que toda realidad entraña, por un lado, una parte irreconocible y, por otro, una dosis de incertidumbre y de aleatoriedad”. Con esto, trata de enfrentar la dificultad de cómo dar cuenta de todos los cambios culturales, tan impredecibles como inexplicables, al interior de una sociedad. Nos parecen aleatorios e inciertos porque no somos capaces de dar cuenta de la cantidad de elementos que inciden en la dinámica del cambio que se da en la mezcla cultural y las manifestaciones que cobran.

Sin embargo, esa aleatoriedad tiene un contexto. El escenario principal de este fenómeno en el Caribe fue la Plantación, la que Antonio Benítez Rojo describe como una “matriz socioeconómica”, y que introdujo la extraña lógica del Capital en las Antillas. Para asegurarse que la mano de obra fuera rentable para la producción de azúcar, los inversionistas de esta industria de la modernidad temprana en la región entendieron como “necesaria” la esclavitud. Por razones históricas que no puedo profundizar aquí ahora, la fuente donde se buscó esta indispensable materia prima fueron las tierras al sur del desierto del Sahara ,poblada por personas de piel oscura. Fue a partir de entonces que el color de la piel se vinculó a la esclavitud. Y tras ese vínculo surgieron los discursos para validar, justificar y convencer de la razón de esas prácticas.

De la relación entre amos y esclavizados derivó un sistema económico, racial y social que se fundamentó en la contradicción de considerar a otros seres humanos como parte del capital invertido en un negocio. Esa humanidad negada en la ecuación productiva fue contradicha en múltiples instancias, como lo fueron las relaciones sexuales, forzadas las más de las veces o consentidas cuando lo hayan sido, y la inevitable procreación de niños mezclados racialmente que fomentaron otro tipo de comunicación que iba en reconocimiento, o aceptación a regañadientes, de la humanidad del otro esclavizado (en una amplísima y muy complicada gama de niveles, vale decir). Sin embargo, sus influencias y secuelas han trascendido el periodo esclavista al dividir tajantemente la población al establecer legal y socialmente la superioridad de unos sobre otros, determinando las acciones y actitudes de éstos y de aquéllos. Esta importantísima diferencia establecida por el color de la piel pasó a ser un valor social, moral y estético que todavía tiene efectos en nuestra sociedad y se reflejan en las formas culturales que se reflejan aun hoy.

Con el desarrollo de una modernidad criolla y el surgimiento de los proyectos nacionales caribeños, los discursos de la mezcla racial fueron un intento incómodo de conciliar este proceso en el desarrollo e imposición de una comunidad nacional. En ésta, la escala de la valoración social, moral y cultural quedó de mejor (“lo blanco”) a peor (“lo negro”); y, en mismo sentido, se estableció, a la fuerza vale decir, Occidente, “lo europeo”, como referente de esa supuesta superioridad cultural y moral, mientras que “lo africano” y su (poco comprendido en nuestro entorno y muy folklorizado) legado cultural como señales de atraso cultural e inmoralidad. Esta conciliación se hizo desde la idea de que el fundamento cultural de las naciones del Caribe hispano es la occidentalidad hispana, en claro menosprecio de las formas culturales indígenas y “africanas”. Recordemos que para Antonio S. Pedreira el legado de las culturas no occidentales, la “taína” y la “africana”, constituían piedras de atraso en el camino para la manifestación de la versión hispano-puertorriqueña de la llamada civilización occidental. Mientras, Arturo Morales Carrión y Eugenio Fernández Méndez, intelectuales afines al proyecto nacional del Estado Libre Asociado, intentaron narrar un pasado idealizado de una sociedad criolla que produjo a los líderes autonomistas de la segunda mitad del Siglo XIX. Fueron criados por nanas negras en medio de una esclavitud supuestamente benévola que integró a los pueblos “africanos” y sus aportaciones culturales al poderoso tronco de la hispanidad puertorriqueña. Este discurso de la “democracia racial” puertorriqueña todavía es dominante en la sociedad puertorriqueña.

Lo constitutivo en Puerto Rico y el resto del Caribe es esta particular interacción humana, violenta y desigual en todos sus aspectos, iniciada al interior del régimen de la plantación, y que Benítez Rojo califica épicamente como un choque de razas y culturas. Llámese mulataje, sincretismo, transculturación o mestizaje, en el enfrentamiento entre Europa y África, ocurrió un inevitable proceso de socialización del que derivaron nuestras sociedades. Entender este proceso fundamental de mezcla racial y cultural en su complejidad es vital para construir una sociedad más justa y equitativa para quienes aquí vivimos.

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