En Reserva: Fe de autos

Especial para En Rojo

La primera vez que escuché Auto Control en la radio creí que presenciaba algo insólito e irrepetible. Después de una canción de rock clásico que no recuerdo, el anfitrión, un mecánico de autos, le enganchaba el teléfono a un señor que no lograba hablar en los momentos indicados. Fue una conversación corta y atropellada por el desfase entre el teléfono y el retraso de la transmisión radial. El técnico licenciado Mario Burgos Otero sentenciaba que, como pasa todos los días, la persona no siguió las instrucciones que les había dado el director técnico antes de ir al aire. Por falta de atención, nerviosismo, soberbia, o pura torpeza tecnológica, el hombre había desperdiciado tiempo al invocar a uno de los enemigos mortales del anfitrión, una némesis de la talla de las transmisiones CVT: el bendito speaker.

No quiero que se me malinterprete: me he convertido en un fiel radioescucha del programa. Pero aquella primera vez todo me parecía una falla técnica. Quizás eran programas grabados y mal editados, o se me había dañado la radio, como tantas otras cosas en ese carro. ¿Sería que el transmisor estaba brincando de una estación a otra de manera permanente? Es que, de momento, en el programa se habían puesto a orar. A orar, así, con la vocación de clérigo. La confluencia de la devoción religiosa con las más mundanas discusiones del mundo automotriz, sus complicaciones y sus capitalistas inescrupulosos me dejó perplejo.

No había problema alguno con la transmisión. En realidad, era yo quien debía salir de mi enajenación para apreciar la complejidad de este producto cultural de alcance masivo. Más allá de toda la normativa estética de mi mundillo intelectual, ese carácter ecléctico del programa, a veces profano y a veces sacro, adquiere pleno sentido material en nuestro diario vivir. La seriedad implacable del anfitrión no es sino corolario de una fe con la que, más o menos conscientes, comulgamos todos.

Mario Burgos repite a menudo que el automóvil es la segunda inversión más grande que hacemos los puertorriqueños en la vida. Ante la precariedad económica e institucional que atraviesa esta generación, podríamos afirmar que, en el mejor de los casos, sacarse el carrito es, y será, la inversión principal de muchos. Y a pesar de que el enfoque de Auto Control, según sus propios anuncios, está cifrado en un lenguaje casi policial, el “salvar vidas y propiedad” tiene un sentido más profundo, casi existencial. Para una inmensa mayoría, el carro es el centro de la vida en Puerto Rico.

Sería impensable no tener carro en un país en que las libertades están cada vez más condicionadas al desplazamiento. Si los costos de propiedades y de alquiler incrementan vertiginosamente, si la clase trabajadora sufre aún mayor marginación al tener que establecerse cada vez más lejos de su lugar de trabajo, si las alternativas de transporte colectivo son insuficientes para tan siquiera comenzar el día, ¿qué respuesta queda sino motorizarse? El carro es la única, absoluta e incontrovertible respuesta a todos nuestros retos vivenciales. ¿Cómo ignorar que las ventas de autos en la isla hayan roto récords en 2021, aún en plena pandemia? ¿Cómo no pasar horas interminables en esa cabina para ejercitar los mismos ciclos y circuitos, tan necesarios para sobrevivir, aunque a menudo parezcan simulacros de la libertad de movimiento y el ascenso social?

¿Debe asombrarnos que el automóvil hasta sea capaz de producir las nutridas subculturas que a veces refuerzan y a veces subvierten las relaciones hegemónicas? ¿Cómo eludir la omnipresencia de colecciones privadas, las carreras de “la fiebre”, el voceteo, las corridas de vehículos utilitarios tipo side-by-side, caravanas, corridas de motoras que paralizan el tránsito en las autopistas o, incluso, la presencia de la máquina en ceremonias fúnebres? Día a día, el carro ocupa las primeras planas de las tragedias que conmueven al país. Ahí está: molido, baleado, quemado, intacto, como último testigo, silente y terco, una extensión del ser que no nos recordará y rebasará nuestra existencia en la tierra. ¿Cómo, al fin y al cabo, desligar la metafísica de lo divino y la materia densa del automóvil?

Aquí es donde la perversión social y ecológica del automóvil se enfrenta con su mayor contradicción: en un país donde la desaparición de instituciones públicas y el concepto de un estado benefactor queda relegado a mito fundacional, ¿quién nos guarda? ¿Quién vela e intercede por nosotros, sino uno mismo y sus máquinas? Escucho a Mario consolar a personas que llaman seis días a la semana, cinco horas al día, en dos emisoras radiales. Lo ha hecho por casi veinticuatro años. Carros nuevos de fábrica a los que les fallan los frenos; que se aceleran solos; que no tienen las mínimas pruebas de impacto; que se pueden prender en fuego estando apagados; carros que el concesionario vende como nuevos, habiendo ya pasado por varios dueños.

No pretendo dorar la píldora. La necesidad de dedicarle tiempo a aplacar la paranoia que causan las complejas y proliferantes estafas de la industria automovilística dista mucho del idilio gringo de la libertad sobre ruedas. Sólo la planificación y colectivización de nuestra tecnología, bienes y poder adquisitivo garantizaría la mejor versión de un sistema de transporte. Lo sé, no vivimos ni cerca de ese mundo. La precariedad arrecia y hace falta algo firme de lo que agarrarnos. Algo así como una fe. Mientras tanto, Auto Control regresa de una de sus pausas comerciales. Por algunos segundos, antes de que se atiendan los próximos anhelos y decepciones de una ciudadanía motocrática, suena ese salmo de los desamparados:

Ain’t got no place to lay your head

Somebody came and took your bed

Don’t worry, be happy

The landlord say your rent is late

He may have to litigate

Don’t worry, be happy

“Don’t worry, be happy”.

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