En Reserva-Un nuevo corazón para mi madre

Especial de En Rojo

A mi madre, por su pronta recuperación.

Le tenía mucho miedo a ser madre. Cuando mis amigas imaginaban cómo serían sus futuros hijos, yo siempre huía de esa conversación. Nunca me vi embarazada y mucho menos dedicándole mi vida a otro ser humano. Me pensaba egoísta y, en una sociedad como la nuestra, de seguro muchos me verían también como inmerecedora de ser mujer. Años después, supe que mis razones se relacionaban más a un gran temor de no llenar expectativas. Mi referente me lo hacía muy complicado. Tengo una mamá con una nobleza extrema, rompecurvas, de las que se sacrifica, de las que se amanece, de las que todo lo sabe hacer, que lidera soluciones y, ante mis ojos, ha sabido siempre cómo proteger y cuidar. Mi madre me enseñó a desarrollar una gran autoestima, pero siempre del lado de la tierra. Por lo tanto, soy muy consciente de mis fortalezas, pero también de mis limitaciones. Por eso intuía que yo no estaba ni cerca de ese nivel de entrega; tampoco estaba segura de si quería experimentar esa sensación algún día.

Cuando mi mamá cumplió 49 años, su corazón comenzó a fallar. El médico le advirtió que, si bien tenía una enfermedad, su problema se empeoraba por la forma como enfrentaba la vida. En ese entonces, le aconsejó que debía tomar las cosas con mayor calma, que “bajara revoluciones”, le pidió, pues su colesterol estaba bien, su presión, igual; triglicéridos dentro de la escala adecuada. Mi mamá padecía de una arterosclerosis que, en buena medida, se exacerbaba bajo situaciones de estrés. Ese diagnóstico de obstrucción en una vena la llevó a tener que realizársele una angioplastia y luego otra, años después. Mis tías, criadas con la misma receta que mi mamá, también sufrieron los efectos de ese modo de encarar la vida. A ambas tías, al cumplir los setenta años o cerca, las operaron del corazón. Con ese panorama, mis expectativas de padecer de su misma condición son altas. Por lo tanto, también tengo que cuidarme de la misma manera.

Un poco después de cumplir mis 30 años, me embaracé y el temor más atroz, que nunca había sentido, apareció. Desde ese momento la vida despreocupada se fue. El amor, como lo conocía hasta entonces, creció de forma exponencial. Al sentir los primeros latidos de esa nueva vida, comencé a sentirme vulnerable y expuesta, pero a la vez me llené de una ilusión inédita. Después de todo, es hartamente conocido que amar duele y que, a pesar de ello, los seres humanos nos seguimos arriesgando ante el amor. Sin intención de exponer mucho más allá, un día, cerca de la fecha del alumbramiento, mi hija falleció. No la llegué a conocer. Fue una noticia desgarradora que, poco a poco, pudimos sobrellevar. El cuadro me recordó el diagnóstico de mi madre y de lo absurdo que puede ser “bajar revoluciones” o tratar de que nos afecte menos la vida. Fue, a la vez, fácil de imaginar cómo puede perjudicarse el corazón luego de una emoción como aquella o con cualquier otra relacionada con un hijo. Albergar y criar vida es un desafío, de los más duros, uno que comprobé irremediablemente.

Con aquella muerte, el amor hacia mi madre alcanzó la exosfera. Entendí que aquella vocación de amor era alcanzable para muchas madres y que no debía sentirme culpable de que hubiese llegado, ante mis ojos, tarde. Se aprende a amar sin límites desde el amor y, desde el amor, se realizan los gestos más nobles y desinteresados. Poco tiempo después de aquella pérdida, llegó a mi vida un nuevo embarazo con un final feliz, con preocupaciones continuas sí, pero con grandes recompensas.

Hace unas semanas, recibimos la noticia de que tendrían que intervenir quirúrgicamente a mi madre. Esta vez, la temida operación de corazón abierto fue la alternativa a su cuadro médico. Varias noticias previas relacionadas o, quizá, las jugadas que la vida nos presenta, pudieron ser el detonante para estas nuevas obstrucciones. Enfrentar diagnósticos de forma ecuánime o sosegada es una habilidad que intentamos desarrollar en la familia, pero aún hay muchas piezas que apretar. ¿Cómo decirle a una mamá, con el corazón más noble que yo he conocido, que tiene que reparárselo? ¿Qué ajustes tendremos que hacer ahora?

Desde hace una semana, el corazón de mi mamá cambió. Los médicos alegan que este es mejor: más fuerte, con carriles despejados de sangre y mayor oxigenación. En su convalecencia, con el esternón partido y la nueva cicatriz que divide el torso medio superior, ha continuado preocupándose por los suyos: que si comimos, descansamos, que cómo están los demás. Por más que le hemos hecho entender que su recuperación es prioridad y la única de nuestra parte, mi madre sigue rompiendo curvas y superando expectativas. ¿Cómo se llega a ese nivel de entrega? Aunque comienzo a entender de amores, su bondad y desprendimiento nunca dejarán de emocionar. Como prevención, he comenzado a entrenar mi corazón. Es un trabajo arduo y, quizá, fútil, pero lucho con mis carencias a diario. Si los corazones más nobles y puros necesitan remiendos, ¿qué necesitará un corazón menos sublime, como el mío?

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