Lares: luces y sombras

 

Voy a comenzar esta reflexión con un planteamiento obvio. Los puertorriqueños que se alzaron durante la Insurrección de Lares del 23 de septiembre de 1868, tenían un programa concreto y complejo para confrontar el régimen español. La percepción, propia de sus adversarios liberales reformistas y autonomistas, de que el levantamiento había sido resultado de la desesperación y la irracionalidad, es insostenible.  Si bien es cierto que ciertos trastornos ambientales y naturales, un terremoto y un huracán, pudieron predisponer emocionalmente a una parte de los involucrados para tomar las armas, ello no significa que aquella fuese una propuesta ilegítima o sin sentido. Los procesos históricos, como sugiere un conocido clisé entre los aficionados de la historia, siempre son “más complejos” y no pueden se reducidos a un monocausalismo simplificador.

Discursos

En un sentido más general, el de la teoría política de vanguardia o modernos, Lares protestó contra una forma del estado, la monarquía autoritaria colonial, a fin de favorecer un orden republicano.  Reformar o demoler un régimen monárquico considerado retrógrado y enemigo del progreso, estaba detrás de la discursividad de numerosos activistas. El hecho de que en los documentos del caso se indicara que los “vivas a (Juan) Prim” se mezclaban con los “vivas” a la libertad y la independencia, sugiere que los objetivos no eran los mismo para todos los involucrados. Esas disonancias son comunes en procesos en los cuales la racionalidad y la intuición, las posturas de las elites dirigentes y las de la base militante, se combinan a la hora de la articulación del acto rebelde.

El uso de aquel lenguaje estaba ligado al sentido que la Revolución Francesa  había dado a aquellos conceptos durante el complejo periodo anterior al Imperio de Napoleón Bonaparte (1789-1804).  Traducía la retórica de 1792 que condujo a la constitución de la Primera República. Pero del mismo modo proyectaba, por su apelación al “abajo social” con ciertas particularidades, la retórica del 1848 considerada  la “Primavera de las Revoluciones” o que atestiguó el despertar del cuarto estado o la clase obrera. Aquellas experiencias estaban presentes en algunos de sus ideólogos en el exilio más significados como Ramón E. Betances y, probablemente, en  una parte de su liderato dentro de la isla. La lectura de las proclamas revolucionarias del 23 de septiembre no deja lugar a dudas al respecto. La aludidas  “vivas” a Prim, estaban más bien vinculadas al imaginario de la Asamblea Nacional Constituyente de 1791, a los girondinos y la derecha revolucionaria francesa y, con toda probabilidad, al recuerdo del 1812 español. Con todo no parecen haber sido lo suficientemente influyentes como para determinar la ruta del proceso revolucionario: el septiembre puertorriqueño y el español acabaron en lugares opuestos del espectro político.

La Francia de 1791, la monarquía constitucional que reconocía los derechos civiles y naturales, otra parte importante de la herencia del 1789, seguiría siendo el sueño de los reformistas y los autonomistas mimetizado en el mito del “doceañismo” y el “especialismo”. Aquellos  sectores siempre resintieron (y temieron) los efectos políticos del brote separatista de 1868 no por su discurso jurídico liberal y modernizante sino por la definición política que daban a la libertad la cual asociaban con la separación y la independencia. El disgusto de los liberales reformistas y los autonomistas respecto a la insurrección de 1868 superó incluso al de los conservadores e incondicionales. El miedo a la modernidad política, que para el español medio era representada por Francia, se impuso.

La fidelidad y la hispanidad de bien de los sectores pro-españoles y los peninsulares (conservadores e incondicionales), nunca iba a ser cuestionada por cuenta de Lares. Pero la fidelidad de los liberales y los autonomistas siempre estuvo en entredicho por cuenta del levantamiento y, de acuerdo con figuras como Francisco Mariano Quiñones y Salvador Brau Asencio, minó las posibilidades de que la Monarquía Española estuviese dispuesta a gobernar la colonia a través de ellos. Para los liberales y los autonomistas, demostrar que eran españoles bona fide requería una expresión abierta y constante de su antiseparatismo, tarea en la cual fueron muy eficaces.

Motivaciones

Las motivaciones de la Insurrección de Lares fueron numerosas. En la explicación de cualquier evento complejo, la legitimación racional siempre está abierta a nuevas explicaciones producto del presente que las invoca. Los historiadores sabemos que es así por lo que ningún juicio revisionista nos sorprende ni nos atribula por mucho tiempo. En lo político, el golpe infructuoso expresó el disgusto de ciertos sectores educados y politizados con la monarquía autoritaria y el gobierno militar español. El poco respeto que mostraban los Gobernadores y Capitanes Generales hacia las autoridades locales y ante  cualquiera que los retara pública o privadamente era innegable. Que el gobernador de turno citara a Betances Alacán o a Segundo Ruiz Belvis directamente por actos “inconvenientes” cometidos durante sus gestiones respectivas como Médico Titular o Síndico Procurador de la Ciudad de Mayagüez, era una nota común. La conexión de las autoridades municipales con las estatales dibujaba un peculiar y eficaz panoptikon.

Detrás de los reclamos liberales de figuras como aquellas había una protesta precisa  contra la centralización administrativa. Aquella queja expresaba la necesidad de un segmento de la clase criolla adinerada de ratificar los “fueros” (si uso el lenguaje del derecho feudal)  o las autonomías locales ante los gobernadores como representantes de la monarquía.  Por eso uno de los escenarios ideales para la práctica del reto al centralismo autoritario fueron los ayuntamientos municipales y la estructuras de poder local. La vida civil y la disposición para conspirar que desplegaron, en el marco de la burocracia del Ayuntamiento de Mayagüez, profesionales como Betances Alacán, Ruiz Belvis y José Francisco Basora, no deja lugar a duda al respecto.

Al autoritarismo de los gobernadores se unían los prejuicios etnoculturales del régimen que no veía a los criollos como iguales a los españoles,  y sospechaba que todos su reclamos encubrían alguna conjura separatista (con fines independentistas o anexionistas) contra España y la hispanidad. Que una porción significativa de los líderes que promovieron la conjura de 1868 eran antiespañoles y despreciaban la hispanidad como un entre retrógrado era innegable. Betances Alacán habló varias veces de la necesidad de “desespañolizar” a Puerto Rico, Ruiz Belvis utilizaba el modelo abolicionista estadounidense para atizar al abolicionismo hispano en 1867, y Basora defendía la separación de España y la futura integración a Estados Unidos. Ni Ruiz Belvis ni Basora fueron parte de la insurrección, pero aquellas posturas hablan de la complejidad de las motivaciones de un proceso revolucionario concreto.

Aquella diversidad y riqueza ideológica, olvidada hoy por muchos de los que miran, por lo regular de soslayo, a la Insurrección de Lares de 1868 amparados en una peculiar “memoria rota”, dificultaba a las autoridades españolas distinguir entre el liberalismo revolucionario de los separatistas, un proyecto radical, y el de los liberales reformistas y los autonomistas, un proyecto conservador e integrista poco amenazante en realidad. La actitud aplanadora del discurso del estado colonial,  propendía a representar a los liberales reformistas y los autonomistas como aliados potenciales y prospectivos de la subversión cuando en realidad eran enemigos de aquella. Aquella actitud  propensa a igualar el carácter “amenazante” de Betances Alacán y el de Luis Muñoz Rivera, por ejemplo, no correspondía con la realidad de su tiempo. También es frágil cuando se le mira desde el presente.

Aquellos  procesos de homogeneización estimulado por el oficialismo español, dificultaron la apropiación de una parte de la complejidad de aquellos procesos históricos. La censura del pensamiento liberal y autonomista sobre la base de que eran parte del activismo separatista justificó la persecución consistente de sus proponentes mediante el recurso a las multas, la cárcel o el destierro casual. Pero las posibilidades de que aquellos se reintegraran a la vida política y económica local eran siempre mejores. Betances Alacán nunca regresó. El exilio perpetuo era un castigo apropiado para separatistas que difícilmente se aplicó a los perseguidos vinculados al liberalismo reformista o al autonomismo quienes pudieron medrar en el interior del régimen a pesar del encono que sentían contra sus injusticias.

La historiografía política tradicional ha explicado la situación que se vivió en 1868 como una llena de tensiones. Para los sectores liberales reformistas y autonomistas, España había incumplido una promesa hecha en 1837: la de reformar su relación política con la colonia en el marco de unas “leyes especiales”. Esa fue la tesis que alimentó, por ejemplo, una concepción moderna de la historia de Puerto Rico escrita desde el independentismo que tuvo en Loida Figueroa Mercado y Germán Delgado Pasapera sus principales voces en las décadas de 1970 y 1980. Pero lo cierto había sido que para los cabecillas de Lares las “leyes especiales” habían dejado de significar algo hacía tiempo.

Poder material

En lo económico la situación era igual de complicada. Los rebeldes protestaban contra el poder excesivo de los comerciantes españoles y su control del crédito agrario, comercial e industrial sobre la base de altos intereses. Las deudas (privadas o públicas) siempre han sido un dolor de cabeza para sus víctimas. El mecanismo de la refacción, usual en Puerto Rico, no era “moderno”  por lo que la creación de fuentes crediticias de vanguardia como los bancos, era considerado un progreso legítimo. Nadie pensaría hoy, y esto es una ironía, que el desarrollo de la  banca sea un objetivo de cambio revolucionario bueno para el abajo social.

Pero también protestaban por el hecho de que el autoritarismo del gobierno militar y los altos costos de su mantenimiento, validaran un régimen contributivo criminal que metía la manos en sus bolsillos de los contribuyentes de manera  viciosa. Las tasas contributivas (sobre la propiedad y la ganancia) y arancelarias (sobre el comercio interior y exterior), tenían que ser  muy altas a fin de pagar los gastos del  Estado. Conflictos tributarios de aquella naturaleza habían justificado el levantamiento de las 13 Colonias Británicas y la declaración de independencia de 1776. Aquella era una protesta que no tenía nada de romántico por cierto, pero era capaz de movilizar al capital local contra las autoridades hispanas.

Otra queja económica fundamental era por el subdesarrollo material de Puerto Rico y la precariedad y poca competitividad de los sectores criollos. En vista de ello, a nadie debería sorprender el espíritu empresarial de Betances Alacán con la industria médica para lo cual se asoció con Bonocio Tió Segarra, entre otros;  o sus entusiasmo con producir bebidas nitrogenadas energizantes. Tampoco debería escandalizar la premura del liberal reformista José Julián Acosta  Calbo, asociado con el conservador Marqués de la Esperanza, por fundar un banco moderno garantizado con  los bonos emitidos por España en compensación por la abolición de la esclavitud. A Betances Alacán la gestión de Acosta y Calbo le parecía un acto nebuloso, pero casi nadie habla de esos asuntos cuando se trata de la historia sociopolítica del siglo 19.

En lo social lo que más preocupaba a los rebeldes era el régimen de la esclavitud negra y la libreta de jornaleros. Criticaban su carácter deshumanizador y la forma en que esos sistemas devaluaban, desde la perspectiva del libre mercado, el trabajo libre al convertirlo en una actividad obligatoria: aquella era un situación antinatural. La abolición de ambos regímenes y la institucionalización del trabajo libre era parte de la revolución soñada. La panacea del trabajo libre era un emblema de modernidad incuestionable: los trabajadores debería, estos es otra ironía, tener el derecho a escoger a sus explotadores. A la  ausencia del trabajo libre achacaban la  pobreza de los obreros rurales y urbanos, así como la incómoda situación de los pequeños propietarios, campesinos o jíbaros.

Otra queja esencial giraba alrededor de la poca inversión que hacía el gobierno español en la educación de los puertorriqueños y en las obras públicas, renglones de los cuales dependía el progreso de la economía del país y el crecimiento del capital criollo. La gestión pública concreta de Ruiz Belvis como Síndico Procurador de la Ciudad de Mayagüez no deja dudas al respecto. El mismo Ruiz Belvis, asociado con Betances Alacán intentaron sin éxito en 1866, crear una empresa educativa lucrativa, un Colegio de Segunda Enseñanza en la ciudad de Mayagüez, para enfrentar el problema de la educación de la mano del capital privado en ausencia de un interés genuino del capital público en ese renglón.

Signos

En lo cultural los ideólogos más articulados de la insurrección, resentían el desprecio que expresaban  los españoles hacia  los puertorriqueños a quienes veían como personas inferiores por su origen insular. El racismo institucional español era un componente de la incomodidad, sin duda, aunque ello no autoriza a interpretar que el abolicionismo era una propuesta antirracista.  En el plano cultural, la Insurrección ayudó a crear un rico lenguaje simbólico. El componente de que una bandera de combate, hecho que un libro de Joseph Harrison Flores ha revisitado recientemente, coexistiera con  una bandera roja y una bandera blanca, otra tradición francesa en la retórica revolucionaria y sus representaciones,  es parte de esa herencia.

Recordar y olvidar selectivamente los detalles ha sido crucial para la figuración de una Insurrección de Lares que nunca ha sido un valor compartido por “todos” los puertorriqueños. El sueño de la identidad homogénea siempre ha sido una pesadilla. Además, el hecho de que la revuelta se asociara a un himno adjudicado a Lola Rodríguez de Tió, y a numerosas canciones populares que celebraban la insurrección también. Se trataba de los signos de una nación-estado que se movía entre la tradición y la modernidad que no se gestó por completo.

El levantamiento había sido señalado para el 29 de septiembre. En el Santoral Católico, ese era el día de Gabriel, Miguel, Rafael y, arcángeles que anuncian a Jesús, apartan la roca de su tumba y  destierran a Lucifer, el arcángel de los caídos,  al infierno. La selección de la fecha debió estar relacionada con esa tradición católica, sin duda.  Sin embargo, una vez descubierta la conjura, la misma fue adelantada para el 23 de septiembre, día del Equinoccio de Otoño que, en todo calendario mágico, sugiere la voluntad igualadora de la naturaleza. El hecho de que buena parte del liderato rebelde estuviese ligado a la masonería, podría explicar la elección de la nueva fecha así como la existencia de un conflicto ideológico no indagado entre los rebeldes.

Combates

La jefatura militar de la revuelta quedó en manos del hacendado cafetalero venezolano-puertorriqueño Manuel Rojas Luzardo, quien tuvo a su disposición un ejército compuesto por civiles armados. La tropa se organizó en su hacienda “La Esperanza”, avanzó hasta la zona urbana de Lares y, tras tomarla sin mucha resistencia, proclamó la república por medio de un decreto sencillo. En esto consiste el “Grito” o declaración formal de la república. La elección de Francisco Ramírez como Presidente, y la sacralización del acto mediante un Te Deum, voluntaria o no es en este caso indistinto, completó el ritual. Los rebeldes querían la aprobación de Dios por medio de la Iglesia, cosa que Betances Alacán no habría visto con buenos ojos. Los rituales del Grito y la misa de acción de gracias servirían para dar legitimidad política y moral a la acción y asegurar el compromiso de la gente común.

La primera decisión militar de Rojas fue dirigirse a San Sebastián del Pepino. La meta era la toma de la plaza pública, el escenario del pueblo y, a la vez, el centro en donde convergían el poder civil y el religioso. La comunidad y los cuerpos de milicianos de El Pepino los estaban esperando. El hecho de que fracasaran dos veces en tomar el objetivo, unido al temor de que llegaran los refuerzos de la Tropa Veterana de Aguadilla, un cuerpo profesional del ejército español, hizo que se retiraran. En cierto modo, la línea de mando fue rota por un acto de indisciplina. Rojas recomendó la ejecución de una tercera avanzadilla, pero su gente insistió en la negativa y, en cierto modo, se insubordinó. La actitud parece propia de un ejército de civiles con poco entrenamiento militar.

A su regreso a Lares, la tropas se reunieron en la hacienda de Rojas a esperar noticias de otros actos rebeldes, o del desembarco de Betances  Alacán con el mítico barco “El Telégrafo” que había sido armado en las Antillas Menores y esperaban arribara desde Santo Domingo. El barco había sido ocupado por las autoridades dominicanas encabezadas por el presidente Buenaventura Rodríguez Méndez, alias “El Jabao” quien, casualmente, murió en Hormigueros en 1884, lugar desde el cual redacto esta reflexión.  En ausencia de los mismos, se dispersaron por los montes de las Lomas de Lares en guerrillas o bandas pequeñas. Todo parece indicar que su capacidad de resistencia fue poca.

Una ola de arrestos de sospechosos caracterizó los meses de septiembre a diciembre de 1868. De acuerdo con el historiador Delgado Pasapera, 545 personas de todas las clases, profesiones y razas fueron puestas bajo arresto. Los convictos eran liberales, autonomistas, independentistas y anexionistas. La razia fue eminentemente igualadora en ese sentido. Todo parece indicar que las autoridades utilizaron la insurrección como una excusa para “limpiar la casa” y someter a la disciplina o “componer” a las mentes aviesas e inconformes que alentaron el levantamiento. Lo mismo sucedió con la ola de arrestos de 1887, conocido como los “Compontes”; y con la confección de “Listas de subversivos” a la manera macartysta auspiciada por el populismo desde 1948.

A Lares se le conmemora reconociendo su diversidad, disfrutando sus esguinces, sus luces y sus sombras, sus fisuras, sus contradicciones. Como todo episodio histórico, la representación de la Insurrección de Lares es la suma de los que se recuerda y se olvida, de lo que se destaca y se suprime. Pero la humanidad de aquel esfuerzo, así lo afirmo en esta tarde lluviosa de Hormigueros, no puede ser cuestionada: le pertenece a todos los que lo miren desde cualquier presente.

Artículo anteriorDe cómo la Colmenita de Cuba nos permitió soñar
Artículo siguienteArgentina crece el conflicto: Paraguay anunció que dejará de entregarle energía a Argentina