“No vine a matar”

 

Lolita vivía sola —desde el 7 de febrero de 1954— en una de las habitaciones de una “casa de huéspedes ubicada en el número 315 de la calle 94 oeste”. Cuando alquiló el cuarto allí dio como dirección la avenida Lexington 1861, pero no indicó que esa dirección correspondía al local de la Junta del Partido Nacionalista.  En realidad, anteriormente había vivido por más de un año en una pensión en la Calle 78, núm. 159 oeste propiedad de Clara Grimsehl.

Luego de los eventos en el Congreso del 1ro de marzo de 1954, la policía registró minuciosamente su cuarto en la pensión de la Calle 94 oeste. Allí, entre otros documentos, encontraron varios poemas y una carta. Dice la noticia reproducida en periódico El Imparcial: “El pasado 23 de enero, Lolita terminó una poesía en español que dice:

Al fin el martirio.

La vida no se ha desperdiciado.

Escucho los ecos de mi propio canto.

En otra escribió:

Cielo, recíbeme,

el momento ha llegado.

Recientemente, escribió una carta a su hija en Puerto Rico, pidiéndole simpatía [sic] y comprensión por lo que ella ‘estaba a punto de hacer’.

La carta fue escrita el día que la Lebrón cumplió los 34 años de edad, y nunca fue puesta al correo.

‘¿Qué derecho tengo a imponerte esto?’ Preguntaba en la carta a su hija. ‘Tú eres una criatura inocente. Pero algún día tu entenderás, y te sentirás orgullosa.

No tengo derecho a marcar nuestras vidas en esta forma, pero tampoco tengo derecho a dejar [de] cumplir mis deberes’.”  Lolita también hizo allí la bandera que llevaría en su misión.

El texto de esta carta nos permite palpar en Lolita, no solamente su disposición de ánimo y su profunda resolución, sino también su batalla espiritual en el momento más crucial de su vida. ¿Qué motivó a Lolita a dejar entre sus pertenencias esta constancia escrita? No cabe duda que reconocía la trascendencia del paso que estaba a punto de dar y que quería hacer constar que sus últimos pensamientos y reflexiones eran para sus hijos, en estas horas de entrega en la nobleza del honor. Sabía que no saldría viva. Lo dejaba todo por la libertad de su Patria. Recientemente había recibido una orden de su Maestro —Pedro Albizu Campos— y, cónsono con su juramento de “dar vida y hacienda” por la independencia, no lo defraudaría.

Días antes le había hecho llegar a su hija de catorce años, Gladys Myrna, un poema que se hizo público el 5 de marzo de 1954:

En la Patria

Para ti yo pulsaría mi guitarra feliz y sonriente

Y haría que danzaran alegres en tu planta horizontes de luz;

Para ti yo traería primaveras rosadas y blancas

para que bebieras el vino blanco de todos los rocíos

y las mieles rosadas de todas las auroras,

y en sus albas te bañaras de amor,

y fueras como ellas hermosa, como ellas pura,

como ellas casta.

Para ti yo sería poetiza,

para que en mi verso el astro de tu amor se reflejara

y naciera para ti mi poema perfecto;

para ti yo sería fuente cantarina

para que llenaras tu núbil copa de fragancias,

y en mi cantaras y te inspiraras.

Para ti yo sería brisa acariciadora

con ternuras de luna y de sol,

con frescura de montañas y perfume de valles;

para ti yo sería mártir,

para que en mi calvario florecieran límpidos horizontes

para salvarte y conducirte impoluta

al Mas Allá…

Si tal poder me fuera dado

sería para ti latido vivo de Esperanza,

esencia de gloria y amor.

Y todo porque nunca como yo

tu fueras triste,

y alegre fueras siempre como un amanecer.

¿Cómo llegó la orden de Albizu a Lolita? ¿Por qué a ella? ¿Por qué no a Pinto Gandía, quien estaba a cargo de la Junta Nacionalista?

Hacía unos meses Ruth Reynolds —quien había viajado a Nueva York especialmente para verla— le había pedido que se vieran a solas, pues tenía un recado para ella. Acordaron reunirse una mañana en una cafetería en Manhattan. Allí Ruth le entregó “un papelito” el cual Lolita leyó emocionada e, inmediatamente, lo picó en pedacitos. El Maestro ponía sobre sus hombros una misión de suprema importancia para los objetivos políticos del Movimiento Libertador. El Imperio confabulaba y pretendía hacerle creer al mundo que Puerto Rico había resuelto su problema colonial. El desenmascarar esa patraña tenía que tener resonancia mundial y había que hacerlo ante un escenario grandioso. Había que, a toda costa y a cualquier precio, llamar la atención del mundo.

Para lograr ese objetivo, la nombraba Delegada General del Partido Nacionalista de Puerto Rico en Estados Unidos y le pedía que fueran atacados cuatro objetivos símbolos del poder imperial en Washington: el Capitolio, la Casa Blanca, el Pentágono y el Tribunal Supremo.  Comenzaba para Lolita su encuentro con la Historia.

Para Albizu la Junta Nacionalista de Nueva York era, tal vez, la más importante de sus trincheras. De hecho, era la Junta que más contribuía económicamente al sostenimiento del Partido. Él estaba al tanto de sus actividades e iniciativas, pues le llegaban informes del trabajo que realizaban allí sus militantes. Sabía del liderazgo ganado por Lolita entre la militancia, la solidez de su compromiso y de su voluntad de temple inflexible. También reconocía el trabajo de las mujeres que siempre sobresalieron en el grupo de Nueva York, entre las que distinguía Lolita; pero consideró a la lareña como la más capaz.

Lolita estaba sumamente consciente de las limitaciones que imponían las circunstancias. El primer escollo fue imponerse por sobre el liderato de Julio Pinto Gandía, quien ostentaba entonces la presidencia de la Junta de Nueva York, y, la más árida de las tareas, comprometer voluntarios para la misión. El reclutamiento suponía prudencia y mucha, mucha, discreción.

¿Por qué la orden de Albizu no le fue dada a Pinto Gandía? ¿Se le había requerido antes hacer algún otro operativo? No lo sabremos. Recordaba Lolita: “Pinto Gandía no podía dar más de sí. Albizu decía que no tiraba ni un aguacate”.  Evidentemente la situación fue tensa y ahora —a muchos años de distancia de los hechos— se hace imposible, rastrear las personas que influyeron o que fueron determinantes en los planes. Era imperativo —para evitar riesgos y filtraciones en el grupo conspirador— limitar el conocimiento de la información a un mínimo de personas. Entre los confabulados estuvo Pinto Gandía. “Él ayudó”, así lo reconocía Lolita, aunque sostuvo en todo momento que fue ella quien, desde el principio, tomó el mando de la operación.

El 7 de febrero de 1954 la Junta Nacionalista de Nueva York celebró una reunión secreta en la cual “fue nombrada delegada en N.Y. del Partido Nacionalista de Puerto Rico la joven Lolita Lebrón”.  Recordaba Lydia Collazo Cortés: “En 1954, desde Puerto Rico me nombraron sub delegada del Partido Nacionalista en Nueva York, por órdenes de don Pedro. […] La delegada en propiedad era Lolita Lebrón. Hubo confusión con este nombramiento en Puerto Rico porque creyeron que se trataba de Lolita Torresola, quien también fue luchadora por la independencia de Puerto Rico y una trabajadora incansable en la lucha que librábamos. Pero la que fue nombrada como delegada de la Junta fue Lolita Lebrón, quien no duró mucho tiempo en el puesto por los eventos que sucedieron poco después en 1954”.

Recordaba Irvin Flores: “Luego de unas cuantas reuniones supe quiénes nos acompañarían. Y cuando me enteré de que la compañera Lolita Lebrón iría a la misión pensé, y así lo hice saber a mis compañeros, que Lolita sería más valiosa quedándose afuera. Porque nuestra acción envolvería nuestras vidas o la cárcel y ella tenía un gran historial, una gran calidad de líder, de militante a carta cabal; y podía rendir una labor más meritoria sin participar en una misión tan peligrosa. Pero Lolita había sido nombrada delegada plenipotenciaria de la Junta de Nueva York por don Pedro Albizu Campos y ella tenía plenos poderes para decidir esta cuestión y decidió ir”.

Lolita, en el proceso de dar con hombres decididos, dispuestos al más alto grado de sacrificio, se aventuró a ir a Chicago a persuadir a su hermano Gonzalo (entonces miembro de la Directiva de la Junta Nacionalista en esa ciudad) para que le ayudara en el reclutamiento. Con los pocos dispuestos en Nueva York no era suficiente para atacar todos los objetivos propuestos. Incluso, Pinto Gandía se oponía a que ella participara. Sugería que ella podía “atender a la prensa” cuando llegara la ocasión. En el pequeño grupo se manifestaban fuertes y ardientes pasiones. Incluso, luego de una álgida reunión, “ellos fueron a un parque a conversar” y Lolita los siguió y los encaró. Finalmente, audaz y desafiante, se impuso. La encomienda le había sido dada a ella. Es en ese contexto que viaja a Chicago.  Pero la misión en la Ciudad de los vientos no rindió frutos. A Lolita le bastó una conversación para percatarse que allí no podía contar ni con su propio hermano.

El sábado, 27 de febrero, la Junta Nacionalista de Nueva York celebró una actividad para recaudar fondos para el Partido en la residencia del nacionalista Juan Bautista Colón. En la fiestecita se encontraban, entre otros los jóvenes militantes Irvin Flores, Rafael Cancel Miranda, Andrés Figueroa Cordero y Lolita. Los encargados de cobrar la entrada eran la esposa de Oscar Collazo, Rosa Cortés, y otro “militante” que luego resultó ser un agente infiltrado en el grupo.

La operación encomendada a Lolita era una altamente sensitiva. A pesar que en el Partido Nacionalista siempre hubo agentes y confidentes de la policía infiltrados —como lo demuestra la gran cantidad de informes en las carpetas de la División de Inteligencia y las agencias federales— en la planificación del operativo no hubo negligencia alguna. Todo estuvo celosamente planificado, no hubo descuido, no hubo filtración; lo que demuestra la fidelidad, destreza y capacidad de actuar en condiciones difíciles que tenían los escogidos. Aunque, no obstante, el FBI venía hacía meses pisándole los talones.

El último trabajo que tuvo Lolita fue en la fábrica de ropa Stelton Manufacturing, Co. Apenas a una semana del ataque al congreso unos agentes del FBI habían vuelto a visitar al presidente de la compañía, Harold Werner, y le indicaron que la puertorriqueña estaba bajo vigilancia —por subversiva— y le pidió que los mantuviera informados tan pronto ella dejara el empleo. Werner sabía que Lolita estaba en trámites de divorcio, pero no se lo comentó a los agentes.  No era la primera vez que el FBI intervenía con los patronos que la empleaban para procurar su despido. De hecho una ex empleada de la fábrica de Werner divulgó, después de los sucesos, que el FBI había estado “hacía meses” en contacto con ella procurando información sobre Lolita.

Así las cosas, con los pocos elementos dispuestos al sacrificio, hubo que planificar en frío un audaz acto de ardiente significado histórico.

Ninguno de los seleccionados conocía la capital federal. Entonces decidieron encomendarle a Rafael Cancel Miranda la tarea de examinar el terreno de la acción. El patriota mayagüezano viajó a Washington, dos días antes del operativo, para “explorar la situación de cómo llegar allí”. “Fui solo y desarmado haciéndome pasar por turista, y me senté en las butacas de las galerías del público”. […] “La misión mía iba a ser esa: la de ir a explorar, traer mapas y esas cosas. Pero al regresar pensé que yo debía ser parte porque conocía el territorio y por otras cuestiones; porque creía en lo necesario de la acción”.

Rompiendo el alba salieron cada uno de sus respectivos apartamentos.  En una concertación de valor, esa mañana —lunes, 1ro de marzo de 1954— se encontraron en la estación central del tren en Nueva York. Allí el pequeño comando de patriotas puertorriqueños compró boletos de ida a la Capital Federal, pues sabían que no había vuelta atrás. En el trayecto —recordaría muchos años después Lolita— “algunos sacaron unas fotos familiares” y ella los reprendió: “¡Dejen eso!”. Quería evitar que la nostalgia los embargara. No hacía falta provocar recuerdos ni dejar aflorar sentimentalismos.  Era difícil encontrar una sonrisa en aquellos asientos pues la adrenalina soldaba en los patriotas el ardor de la resolución. Los cuatro sabían de la magnitud del peligro que enfrentaban …y de la gloria que les esperaba. La Patria lo exigía todo. Saberse condenados a muerte era lo menos importante, quien estaba condenada a muerte era la Patria. Contra la fuerza del engaño de los Estados Unidos —y de su abnegado súbdito colonial— demostrarían que en Puerto Rico había una nación firme y que el mundo no lo podía seguir ignorando más. Mientras, el tren continuaba su ruta hacia la historia.

Horas después arribaron a la estación ferroviaria de Washington y, supuestamente, almorzaron allí en la cafetería …y luego se fueron a pie hasta el Capitolio.  En el juicio los patriotas puertorriqueños alegaron que el almuerzo no fue en la estación de trenes, como alegaban los fiscales; dijeron que lo habían hecho en un restaurante italiano, pero ninguno recordaba el nombre del lugar.

El grupo llegó a las escalinatas del Capitolio bajo una pertinaz llovizna. Se detuvieron por un momento y uno de ellos, el más joven, sugirió dejar el operativo para el día siguiente. Lolita se opuso y les dijo: “Yo voy, el que quiera que me siga”. Y siguió subiendo. Ninguno titubeó y la siguieron.

“Ella subió esas escalinatas —recordaría muchos años después Cancel Miranda— y yo vi a esa mujer, y no me canso de decirlo, que llevaba no solo la bandera nuestra, llevaba la dignidad nuestra por las escalinatas donde tantos se han arrastra’o y arrodilla’o y han ido a lismonear ante los gringos. Ahí iba esa mujer puertorriqueña, lareña, subiendo esas escaleras segura de que iba a morir. Porque ella a lo que fue, fue a dar la vida”.

Años más tarde Lolita le confesaba a Francisco Matos Paoli: “Yo fui designada por el Maestro ‘la Delegada General del Partido Nacionalista de Puerto Rico en los Estados Unidos’, y fue en esta posición que dirigí el ataque. Un compañero, quien se puso a mis órdenes me ayudó a organizarlo. Yo escogí la fecha porque había leído en esos días acerca de la Conferencia Interamericana en Caracas. Fue idea mía lo de la fecha. Lo de yo ir personalmente, también. Yo podía dirigirlo sin ir, pero dudaba que se efectuara según yo quería y, aparte de eso, fui totalmente infundida del deseo potentísimo de ir al frente. (Después vi que, si yo no hubiese ido, no se hubiese llevado a cabo el 1ro de marzo; quizás, al otro día.)”.

Free Puerto Rico Now!

Al llegar a la entrada, el portero de la galería, W.S. Elgin, les preguntó si portaban “cámaras o anteojos”, objetos prohibidos en la galería, y ellos contestaron en la negativa. Entraron a las 2:20 p.m. y se sentaron en la “southwest gallery” de visitantes, contigua a la de la Prensa; cada uno con su particular torrente de adrenalina y el pecho henchido de emoción.

En el preciso momento en que los legisladores comenzaban la votación del proyecto para permitir la importación de trabajadores agrícolas mexicanos (“Wetback” Bill) Lolita desplegó la bandera puertorriqueña, empuño la pistola que llevaba en la cartera, dio la orden y comenzó también el tiroteo. Desde la galería de los espectadores se escuchó un rotundo grito de mujer: Free Puerto Rico Now!. Eran las dos y media de la tarde.

El congresista de Tenesí (Percy Priest), quien estaba sentado en la fila frente al representante de Alabama, Kenneth A. Roberts, dijo: “Alguien dispara petardos”. En ese momento el de Alabama sintió una sensación quemante en la pierna y gritó “¡Estoy herido!”. Cayó sobre sus manos y piernas y gateó hasta la próxima fila de asientos donde Priest le aplicó un torniquete.  “Después del primer disparo se produjo un pandemónium en el hemiciclo de la Cámara. Algunos representantes corrieron hacia las puertas, otros se escondieron bajo sus mesas y otros fueron en ayuda de los heridos”. “Pasado el tiroteo se notó que una de las balas se había incrustado en el techo de la Cámara, cerca del Sello de Estados Unidos”. “Los disparos fueron hechos desde la galería de los visitantes que se eleva a la izquierda de la tribuna del Presidente de la cámara”. Al ser detenida, Lolita gritó “Quiero libertad para Puerto Rico”.

El Representante republicano por Pensilvania, Louis E. Graham, dijo a la prensa: “Estoy seguro que vi a cuatro personas disparar. La mujer estaba disparando al techo, pero estoy seguro que los tres hombres disparaban hacia abajo, al hemiciclo”.  Doña Lolita siempre nos dijo que ella nunca disparó a matar, disparó hacia el techo. Luego de su arresto dijo: “Yo no vine a matar, vine a morir por mi Patria”. Rafael Cancel Miranda narra el momento: “Irvin disparó, yo lo vi disparando. Lolita tiró al techo. A Andresito no le funcionó la pistola. Y yo, pues, disparé para abajo. Vacié la pistola mía, que era una P-38”.

“Ella tiró al techo. […] Lolita nunca ha sido mujer de armas. Aquella fue la primera vez que tuvo un revólver en sus manos”.

Dos periodistas que se encontraban en el palco de la prensa advirtieron la poca destreza de los “atacantes”: Les parecía que las pistolas fueran muy pesadas para ellos; simplemente dispararon al azar; si el grupo hubiese procurado que cada bala contara, la cuota de congresistas heridos hubiese sido horrible en esos momentos.  No sabían los periodistas (imposible saberlo) que la intención de los patriotas puertorriqueños era llamar la atención mundial sobre la situación colonial de su Patria. “La misión —recordaba, años más tarde Cancel Miranda— llevaba, como motivo principal llamar la atención del mundo hacia la realidad colonial de Puerto Rico precisamente en el momento en que Estados Unidos estaba proclamando que Puerto Rico era un estado soberano”.  También lo señala Irvin Flores: “Nosotros, con esa acción, daríamos un mentís a Estados Unidos en sus propósitos en las Naciones Unidas donde dijeron que Puerto Rico era un país libre”.

Terminado el tiroteo, declararía más tarde en el juicio el policía del Capitolio John L. Brunner: ”cuando llegué a la galería de visitantes y la detuve la señora Lebrón había tirado la pistola, pero agarraba fuertemente la bandera”. Dijo que le quitó la bandera en el pasillo, inmediatamente después del tiroteo y que no ofreció resistencia. Declaró que Rafael “estaba tranquilamente de pie y tampoco ofreció resistencia”. Sin embargo “[Andrés] Figueroa se resistió a deshacerse del arma”.

La policía identificó a los boricuas: “Lolita Lebrón, de 34 años de edad, residente en el número 315 Oeste de la Calle 94”; “Andrés Figueroa Cordero, de 29 años de edad, de la ciudad de Nueva York (no se tiene dirección exacta)”; “Rafael Cancel Miranda, de 25 años de edad, residente en el número 125 Sur, Calle 1” e “Irvin Flores, de 27 años de edad, residente en el número 108 Oeste de la Calle 103”. Irvin “fue arrestado en la Estación Unión después del tiroteo”.

En la cartera de Lolita la policía encontró una nota: “Ante Dios y el mundo mi sangre clama por la independencia de Puerto Rico. Yo doy mi vida por la libertad de mi país. Ese es un grito de victoria en nuestra lucha por la independencia. Quien por más de medio siglo ha tratado de conquistar esa tierra que pertenece a Puerto Rico.

Yo declaro que los Estados Unidos de América están traicionando los sagrados principios de la humanidad con la subyugación continua de mi país, violando sus derechos a convertirse en una nación libre y un pueblo libre con la bárbara tortura de nuestro apóstol de la independencia don Pedro Albizu Campos”.

Al dorso de la nota aparece “garabateada” la siguiente nota: “Asumo responsabilidad por todo”.

El teniente de la policía Lawrence A. Hartnett, quien interrogó a Lolita después del tiroteo, dijo que ella había declarado: “Estoy dispuesta a dar mi vida por la causa de la libertad de Puerto Rico. Estoy dispuesta a aceptar cualquier castigo que se me dé, ya sea vida o muerte”.

Los periódicos y revistas de la época conservan aún la tensión y el estruendo de la hazaña y el sabor de la heroica proeza. Las fotos, que con resonancia histórica se publicaron al día siguiente, mostraban los rostros de los patriotas puertorriqueños con la firmeza en su gesto y las caras frenéticas de los policías del Capitolio. Mostraban a un espigado y desafiante Rafael Cancel Miranda; a un Andrés Figueroa Cordero de aspecto tímido, a un Irving Flores de mirada iluminada en ojos amables y a Lolita Lebrón con una serenidad majestuosa que resaltaba la hermosura de sus labios. Los cuatro exhibían, como único uniforme, su valor y la integridad de cargar con la responsabilidad de sus propios actos.

El cometido de los patriotas puertorriqueños, esa vertiginosa tarde, logró su objetivo mediático. “El evento —afirma certeramente el historiador Amílcar Cintrón Aguilú—  desenmascaró las intenciones de Estados Unidos, al desnudarse la condición colonial de Puerto Rico. Condición que resultaba ser un escándalo, porque la Isla estaba bajo el control político, económico, militar de la metrópoli estadounidense mientras se presentaba al mundo como una vitrina de la democracia”.  El fogonazo resplandeció en todo el orbe, el mundo ya no podía seguir ignorando.

Extracto de un libro en preparación.

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