Especial para En Rojo
“Each friend represents a world in us, a world possibly not born until they arrive”.
― Anais Nin, The Diary of Anaïs Nin, Vol. 1: 1931-1934
En tardes lluviosas como aquella, los pasillos de Humanidades se vaciaban y su luz y amplitud parecían magnificarse. Ese día debe haber sido el inicio de mi segundo año como estudiante del programa graduado de Historia en el recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico, y los pasillos solitarios no podían amainar mi espíritu. Caminando bajo la llovizna, todavía me conmovía encontrarme en la Iupi, donde nunca llegué a estudiar mi bachillerato. Esa Universidad de 2012 ya estaba trastocada por la deuda y la austeridad pero, en mi imaginación, seguía teniendo la misma mística de los cuentos de mis padres y sus amistades. O así me sentía yo aquella tarde.
Buscando el salón de una de mis clases, me encontré con ella en la misma situación. Se dirigió a mí con cierta familiaridad, como si me conociera. Yo no recordaba haberla conocido aunque sí sabía perfectamente quién era ella, por supuesto. De niña y adolescente la veía en la tele, su belleza y ese rasgo de imperturbabilidad imponiéndose siempre en el cuadro como un signo imposible de ignorar.
“Vente, vamos a buscar hacia allá”, me ordenó. La seguí. Recorrimos todo Palés Matos sin suerte alguna, ella liderando el trayecto con agilidad, y mi recuerdo es que, al cabo de aquella búsqueda fútil, ya nuestra amistad estaba iniciada.
Fue una visión extraña de primera instancia. “Qué carajo hago yo dando vueltas por todo Humanidades con Jennifer Wolff, como si fuéramos amigas de toda la vida”, pensé. Pero, al mismo tiempo, ahí estaba ella, abierta y tierna, parlanchina y cómica, hablando como si hubiésemos dejado pendiente la conversación de un día anterior.
Desde entonces, Jennifer y yo nos hicimos amigas entrañables, uña y mugre. Y es que ella tenía un alto sentido de la amistad. Es cierto que era bien celosa de su espacio íntimo y no tengo idea de cómo o por qué nuestra relación fue tan fácil y rápida pero, una vez eras parte de su vida, no te soltaba. Aun cuando, seis o siete años después, se fue a vivir a Madrid, se las ingeniaba para estar presente, hablar a menudo por cámara, planificar encuentros aquí y allá, y se mantenía al tanto de todos nuestros asuntos, los del país, los de mi trabajo y los de Arturo, mi compañero, a quien, después de vacilárselo bastante al principio de nuestra relación y bautizarlo con el sobrenombre del “Rey Sol”, también adoptó como un gran amigo.
Podría escribir sobre el modelo de independencia que ella fue para mí en un momento muy crucial de mi vida; o sobre los caminos que me abrió profesionalmente, porque Jennifer me empujó hacia nuevos destinos como fue el Centro para una Nueva Economía, de donde eventualmente nació Kilómetro Cero, organización que fundé en 2018 y que ella apoyó de muchas formas desde el primer día. Podría hablar de la gran estratega que era, de cómo su mente poderosa y su profundo olfato político podían analizar, desmenuzar y abordar los más serios desafíos. No solía ocuparla con asuntos cotidianos de mi trabajo o activismo. Pero cuando las cosas se ponían color de hormiga brava, ella era siempre una de las primeras personas a abordar.
También podría hablar de su voracidad viajera, de cómo recorrió el mundo “buscando piedrecitas”, según hablaba de su actividad favorita en esos viajes. Pero lo más que quiero es honrar el paso por esta vida de una de las mujeres y amigas más excepcionales que he conocido.
Es cierto que su mente era descomunal. Su curiosidad era desbordante, todo, grande o pequeño, lo estudiaba minuciosamente y lo analizaba con rigurosidad e intención. El otro día hablábamos su amiga Maruca y yo con Tina, su adorada hija, sobre el apego que tenía Jennifer por el silencio. Decía Tina que, cuando iban en el carro, no la dejaba poner la radio, y nos reíamos porque había algo de Jennifer ahí que todas reconocíamos. Lourdes Muriente, su amiga de más de 40 años, también me contaba cómo durante las vacaciones familiares que hacían juntas con sus respectivas familias, siendo las niñas pequeñas, a la menor provocación, Jennifer buscaba un libro y se echaba en una esquina a leer. Yo podía verla desde estas decenas de años de distancia, lánguida y plácida en su transgresión, los rayos de sol amenazando su sombra, abstraída en el umbral de otro universo.
Entonces, estaba su belleza, irrebatible, excepcional. Sé que, a simple vista, parecía una belleza canónica. Ese atractivo extremo era parte de su persona, a pesar de que se mofaba de sí misma con el sentido del humor ácido y estupendo que tenía. Yo le decía que, a cierta distancia, su belleza parecía normativa por su ascendencia alemana, que aquí en Puerto Rico resultaba exótica, pero que en realidad la suya era una belleza feral. Ella amaba el concepto de la feralidad, que estudiamos en torno a la llegada del ganado al Puerto Rico colonial, y con uno de nuestros genios favoritos de la Universidad de Puerto Rico, nuestro querido profesor Juan Giusti. Cuando le hablé de la feralidad en el ámbito humano, ella quedó prendada de lo expansiva de aquella concepción. Debo decir que si bien yo adoré y admiré al Giusti profesor, era poco lo que alcanzaba a comprender de sus clases. Pero Jennifer no. Todavía el otro día leía sus análisis brillantes y entusiastas sobre aquellas lecturas de ganado vacuno y jengibre en la época colonial que yo apenas podía siquiera terminar de leer; mucho menos era capaz de entender su relevancia. No exagero nada. Mientras yo me preguntaba por qué rayos leíamos sobre vacas, a ella esas lecturas “le volaban la cabeza”.
“Nena, ¿no te das cuenta?”, me dijo un día. “Nunca hemos tenido una América prístina, esa que nos enseñan los grabados de Bry[1] y las narrativas de los cronistas. Hasta el paisaje transmutaron desde el momento mismo de contacto. La América original no murió con los indios, sino con la llegada de las vacas, que son como una especie de pecado original».
Digo que la belleza de Jennifer era feral porque comprende mucho más que una estética: su mente era un precipicio desbordante; su personalidad, compulsiva; y su voracidad era extrema, silvestre y cerrera. Desde muy joven, fue una rebelde con causas, honesta y frontal. Me contaba cómo desde los 13 o 14 años desafiaba la feminidad exorbitante de doña Carmen Laura, su madre, poniéndose mahones y camisetas genéricas, sin adornos ni estilismos. Cuentan sus amigos de entonces que, en un acto de desafío estratégico, llegó a pintarles enormes y visibles números a cada uno de sus mahones para que nadie en la escuela pensara que siempre usaba los mismos. En aquel entonces era alumna en la Escuela Superior de la Universidad de Puerto Rico (UHS), ese lugar que históricamente ha fungido como criadero de inconformes.
Si caías en desgracia con Jennifer, ibas a lamentarlo toda la vida porque no te iba a perdonar. Tenía un arsenal de la ira de las diosas con el que se protegía a sí misma y a todas las mujeres de su vida. Pero era también una de las mujeres más apasionadas y vulnerables que yo haya conocido.
Nunca la vi ser arrogante ni ostentosa con el conocimiento, sino inmensamente generosa. Me encantaba escucharla hablar sobre sus grandes pasiones: la historia de la época colonial, la esclavitud, el contrabando, la transgresión caribeña, los manuscritos en español antiguo que, desde el día en que aprendió a leerlos gracias a José Cruz y Josué Caamaño, del Centro de Investigaciones Históricas de la IUPI, le cambiaron la vida. Creo que en esos manuscritos ella encontró el rastro de un universo donde podía instalarse a ser ella, sin poses, ella en su verdadero orden, en su elemento. Si cerraba los ojos e imaginaba su destino ideal en un mundo donde todo lo material estuviese resuelto, creo que hubiese elegido pasar sus días descifrando manuscritos en español antiguo. Me lo dijo muchas veces. Claro, luego llegó Joe Laws a su vida y le cambió los planes.
La primera vez que organizaron un viaje a España fue para hacer el Camino de Santiago. Tenían un enamoramiento de esos poderosos, violentos, les agarró fuerte. Yo todavía no conocía mucho a Joe, pero ya ella me había contado. Un día me dijo que después de hacer el Camino con él, ella se iría a pasar no sé cuántas semanas en el Archivo de Indias en Sevilla. Le dije, “Jennifer, ¿tú crees que ese hombre va a dejarte ir tan tranquila a meterte en pleno verano en un archivo? Tú este verano no investigas, Jennifer María” (yo le decía Jennifer María aunque ese no era su segundo nombre). Si mal no recuerdo, el tiempo me dio la razón. Ella terminó la tesis y el libro de Isla Atlántica realmente a pesar de su encuentro con Joe, que era una propuesta constante de aventura, alegría y celebración. Sé que sólo su férrea disciplina germana la mantuvo sentada en el escritorio el tiempo suficiente para terminarlo, lanzarlo al mundo y que resultara el éxito que fue, en especial para reescribir nuestra narrativa nacional, la de la época colonial de entonces y la de la colonia que seguimos siendo hoy.
El otro día, buscando las fuerzas para escribir esta columna, me encontré esta cita: “El que piensa ama, y el que ama persigue el rastro de alguna forma de belleza»[2]. Lloré, pensando que había llegado, de manera casi fortuita, a una idea muy cercana a lo que quería decir sobre Jennifer.
“Pocos gestos serían hoy más revolucionarios que invocar la belleza del pensamiento que nos siguen recordando los antiguos…”, dice este autor, Diego Garrocho, en ese artículo, ‘La belleza del pensar’. “En un mundo atravesado por cámaras de eco y los sesgos cognitivos que imponen las redes sociales, parece cobrar vigencia el imperativo nietzscheano que recuerda que la misión del pensador es, sobre todo, resultar intempestivo. Pensar contra el tiempo o contra la circunstancia presente es una de las consignas más seductoras y la vez más complejas de la filosofía”.
Jennifer fue eso: una pensadora que amaba, y cuyo ejercicio para conformar un universo propio –feral, hermoso, riguroso, hondo– resultaba siempre intempestivo, contra el tiempo, contra la circunstancia presente.
En esos días después de su muerte, traté de consolarme rebuscando entre mensajes viejos y me encontré con uno suyo un día después de mi cumpleaños, que coincidió con aquel día tan extraño de 2014, cuando los bonos del país fueron “degradados” a chatarra. En aquel momento, a pesar del tono mustio y apocalíptico que imantaba todas las noticias, yo no entendía muy bien qué significaba o significaría eso de la chatarra, aunque reconocía que sonaba algo tétrico. Jamás pensé que Puerto Rico se encontraba en el umbral de todo lo que nos pasó después y nos sigue pasando. Pero ella… ella sí lo sabía. Y, como muchas veces a lo largo de su vida, su profunda comprensión de la situación se tradujo en agradecimiento por la amistad y el amor por la vida. Y me escribió:
“Yo creo que fue una bendición que el chatarrazo viniera el día de tu cumpleaños, porque en el librito de mis papás, esto es algo así como el fin del mundo. El fin de las certezas, de los sueños de una vida modestamente holgada de viejita, del cuento ese de que si cumples con la vida, la vida más o menos cumple contigo. Pero el chatarrazo llegó hoy, y hoy fue tu cumpleaños, y por eso el dichoso chatarrazo se quedó en las ondas radiales, en el Internet, en el tremebundismo de los medios y de la doñita esa amiga tuya que bromeando decía que había que ir a comprar salchichas a Costco. Porque al final el chatarrazo llegó, pero qué carajo, me regalaste tus amigos, tu alegría y tus ganas de vivir. Me regalaste la Placita de noche con un cielo limpiecito que ya quisieran ver los nerdos esos de Walstrit a los que se les va la vida exprimiendo al prójimo en cubículos de madera comprimida. Me regalaste la vida, porque esta noche evocaste a tu mamá que nunca se dio por vencida, y a la zafia esa[3] de hace trescientos años que qué carajo, un marido más o un marido menos, en la vida hay que buscárselas, con una tienda en Madrí, un marido viejo en San Juan o un amante en el Morro. Salú amiga, feliz cumpleaños. Larga y feliz vida a quien destila lo que vale de verdá, ganas de vivir la vida”.
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