Será otra Cosa-Dios ha muerto, lo hemos matado

 

Especial para En Rojo

En aquél entonces, aun cuando todavía todo era obediencia, ponía ciertas condiciones para entrar en la Iglesia del pueblo. Le tenía pavor a la imagen de Jesús Nazareno. El precioso Cristo de melena partida al medio, túnica de terciopelo púrpura bordada en dorado, maniatado y coronado de espinas, parecía inclinar la mirada desde lo alto de su retablo hacia los fieles. A esa mirada, fija y penetrante como la de un doliente hombre de carne y hueso, yo le huía «como el diablo a la cruz». Por eso entre mis condiciones para visitar el templo, estaba la de hacerlo únicamente si entraba por el atrio derecho. Si lo hacía por el izquierdo, sentía que no había escapatoria del Cristo a menos que cerrara los ojos.

Por suerte, en mi casa no eran católicos dogmáticos (apostólicos y romanos), eran más bien caribeños, es decir, con un altar en cada esquina de la casa para encender velas y elevar plegarias lo mismo a la Virgen de Regla que a Yemayá. Esto significaba que no se cumplía al pie de la letra la letra ‘romana’ y, por lo tanto, tampoco me sometían al suplicio de tener que enfrentarme al Nazareno todos los domingos, sino que mayormente jueves y viernes de la Semana Santa.

Durante esos días solemnes, en los que en muchas casas de Puerto Rico en lugar de carne se come bacalao con viandas como muestra de ofrenda y sacrificio, o por mera tradición laica, igualmente dependiendo de la tradición del párroco de turno algunas imágenes en la Iglesia podían estar tapadas en símbolo de duelo. Pero dadas mis aprensiones, este dato me lo tenían que corroborar antes. Alguien debía entrar primero en la Iglesia para decirme si el Nazareno estaba o no cubierto. Si no lo estaba, entonces debían informarme si lo tenían donde siempre junto al altar mayor, o si lo habían cambiado de lugar. Era que, a veces, para sacarlo en la procesión del Viernes lo enfilaban estratégicamente por alguna esquina de la Iglesia y, para mi sorpresa, terminaba al otro lado del altar junto al San Antonio y la Virgen de la Soledad. Con esas imágenes yo no tenía ningún problema. Al contrario, podía pasar largo rato mirándolas, sobre todo la de la Virgen, cuyo manto enlutado solía acariciar en un inocente gesto de consuelo, aun cuando hacía ya tiempo sabía que ella era mitad de yeso y mitad de palo. Mas no me pasaba igual con el Nazareno. Delante de su efigie, juraría que nadie sentía más que yo el temor a Dios.

Hoy, cuando recuerdo esto, pienso que sobre el temor es que se sostiene la tradición religiosa cristiana. Y es que a Dios se le ruega que, como un padre, libre a sus hijos de todo mal, que los ampare y los proteja de los enemigos, que no aparte de ellos su mirada. Esa insistencia en su protección, que me confirmaba el mal que habitaba el mundo, se complementaba en mi imaginación infantil con su umbría representación iconográfica; con el misterio que encerraba su supuesta existencia, y con la historia de violencia y horror en la que el Redentor muere crucificado luego de la traición de su amigo Judas… Si Moisés y Elías en la montaña se taparon la cara para no ver a Dios, entonces no se me podía pedir a mí que, con siete u ocho años, no cerrara los ojos delante del Nazareno. Si él existía, el mal también; y ni el templo ni sus fiestas estaban ni están exentos de sus señales.

En la plaza del pueblo en el que me crie, muchas madrugadas del Domingo de Pascuas, durante la tradicional procesión del encuentro de la Madre con su Hijo resucitado, que recuerda que Dios venció a la muerte, también se quemaba a un Judas a manera de castigo por su traición al Mesías.

La tarde del Sábado de Gloria los comerciantes tapaban las vitrinas de sus tiendas, se intentaba cerrar las entradas a la plaza y, de vez en cuando un contingente de policías daba la ronda para garantizar el orden correspondiente para la festividad religiosa. Pero llegada la medianoche, y justo cuando Jesús se encontraba con María, se escuchaba el grito que anunciaba la llegada de los «Júas». Con ese grito, el orden y las bienaventuranzas del Señor dejaban de importar. La procesión quedaba deshecha y ya no se sabía quién era quien. Los feligreses corrían por la plaza hasta el atrio de la Iglesia y, desde allí, como en un intercambio instantáneo del bien por el mal, azuzaban a los caballos que ofuscados, en estampida y montados por un muñeco de paja encendido en candela franqueaban la plaza.

Me contaban que una semana antes empezaban a robarse los caballos, y que los vecinos que pasaban todo el año sin preocuparse el uno por el otro se unían para financiar y organizar el bandidaje de la madrugada de Pascuas. En robo, maltrato de animales, vandalismo y con la Fuerza del choque terminaba la Semana Santa en la costa en la que crecí. Otra vez el «pueblo de Dios» se pasaba por el forro las enseñanzas del Cristo redentor y en coro gritaban al «¡Júa!» mientras los muñecos de paja ardían sobre los pobres animales.

Ese acontecimiento para mí no era un recordatorio de que el mal se castigaba, sino una muestra de nuestra sed de venganza, del «mal» y la violencia que hoy reconozco que habita en nosotros como parte esencial (San Agustín, Sartre, Hobbes, Freud), como una fuerza que en ocasiones parece confundirse con la del Bien lográndose con ello cierto tipo de balance o graduación necesario para la supervivencia. Mas tampoco olvido que así como una vez al año el Mal unía a los vecinos para financiar la quema del Júa en el pueblo, también en algunos momentos de la historia este se ha impuesto y ha prevalecido sobre el Bien. Por eso, hoy existe el titular de una noticia que advierte que ya los niños de Gaza se han «dado cuenta de que sus padres ya no pueden protegerlos de las bombas y del hambre». Allí, en esa «Tierra Santa», en estos momentos, reina todo el Mal del que somos capaces. Someter y aniquilar a un pueblo, acabar con sus vidas y con la vida según la conocían antes, acabar con los sentidos que ordenaban su existencia, es obrar mal. Pero que hoy suceda esto delante de todos y no haya voluntad suficiente para detenerlo es abominable. «Dios ha muerto», otra vez lo hemos matado. Que nadie me pida que abra los ojos frente al Nazareno.

 

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