Setenta años de amistad

Ahora te veré en los ojos de tus hijos, las portadas de tus libros, en cada edición de Claridad, en la bandera de nuestro país, en las fotos que me miran cuando abro una gaveta equivocada. Pero por el momento, perdone compadre, no quiero volver a Río Piedras, tampoco a la Universidad, mucho menos al Barrio Cortés de Manatí ni al pueblo de Camuy donde llegamos de madrugada para ver la casa donde naciste.

Por Jaime Córdova/Especial para Claridad

 principios del mes de mayo, en el año 1948, llegué a la parada quince con mis pertenencias de pelotero, buscando transportación hasta Manatí. Me habían invitado a jugar de los atenienses, en un doble juego de exhibición categoría Beisbol Superior y tenía interés en saber si podía desempeñarme, dar el salto desde Futuras Estrellas hasta el más alto nivel del aficionismo, que era el Beisbol AA, como se conocía entonces. Nunca pude averiguarlo. Saliendo de Vega Alta comenzó a llover. Cuando llegamos a Manatí se confirmaron mis temores: allí no se jugaba en varios días, y lo peor, había malgastado sesenta centavos, que era el costo del pasaje. El chofer de la guagua ofreció dejarme en el Café Central, cerca de la plaza. Cuando entré por la puerta, había un grupo conversando en una mesa. Entre ellos estaba uno de los dueños del equipo de Manatí, Vitín Miranda; un miembro de la familia Ávarez, a quien llamaban Chin; un pelotero de cierto renombre, de apellido Rodríguez, conocido por sus astucias como receptor –le decían El Gato–, y un joven de 15 años que observaba en silencio, llamado Carlos Gallisá. 

Dos años después, en 1950, coincidimos en la Universidad de Puerto Rico. Fue Carlos quien recordó nuestro encuentro en Manatí. Nos reuníamos a diario en el famoso Palito donde se hablaba de todo, excepto de temas académicos. Nunca hicimos caso a las advertencias de Si te quieres colgar, el Palito debes visitar, porque, ¿cómo ignorar el atractivo de escuchar a Raúl Feliciano opinar sobre baloncesto, a José Enrique Sabater hablar de pista y campo, a Félix Joglar recordar sus experiencias, incluyendo las ocasiones que hizo guantes con Sixto Escobar? 

Descubrimos que teníamos otras afinidades. Sentíamos atracción por los vicios de estos tiempos, que eran cerveza y cigarrillos acompañados por César Concepción, Los Panchos, Pérez Prado y plenas de Canario, que era su género favorito. Juntos descubrimos el Río Piedras de comienzos de los cincuenta: hospedajes, casas de empeño y cuatro cines. Aprendimos de memoria el horario de las barras y la oferta musical de cada vellonera. ¿De qué hablábamos? ¡Claro que de beisbol! Estos son los tiempos de Rubén Gómez, Pantalones Santiago, Tite Arroyo, Willard Brown: beisbol nocturno en todos los parques, el fin de la era romántica. Otro tema que siempre hacía su aparición era el de las muchachas de Río Piedras, el cual casi siempre terminaba, igual que tantos boleros, con admisiones de fracaso. 

Gradualmente, el nombre Puerto Rico adquiría presencia en nuestras conversaciones. No teníamos dudas de que una vez terminado el bachillerato tendríamos un trabajo esperándonos. Para lograr la felicidad solamente había que seguir una sencilla fórmula: estudia, trabaja, cásate. Pero nos preguntábamos, especialmente Carlos, ¿por qué hay tanta pobreza?, ¿por qué los arrabales?, ¿por qué hay personas que se ponen la misma ropa todos los días? Su solidaridad con los desposeídos no es aprendida en textos de filosofía socialista –recordemos que Carlos estudió administración comercial–, sino en las observaciones que hacía su noble corazón. Por supuesto, más adelante en su vida fortaleció sus creencias con lecturas y amistades que contribuyeron a su desarrollo ideológico. Estoy seguro de que Carlos fue antes socialista que independentista. Pero era cuestión de tiempo que ingresara en un partido o movimiento que combinara ambas visiones. 

  La amistad nuestra se extendió a otras áreas. La llegada de Tuto Marchand y Jorge Segarra amplió los temas de conversación. Tuto fue el más terrestre de todos nosotros, el de la inteligencia práctica, el hijo de Puerta de Tierra conocedor del azar y sus mareas. Jorge vivió preocupado de equivocarse, de cometer un error y que alguien resultara perjudicado. Descontinuó sus estudios de música después de presenciar un ensayo de Harry Schulman, del concierto para clarinete de Mozart: «Después de haber escuchado a un genio, sería una irresponsabilidad y una falta de respeto a Mozart ofrecer mediocridad». Para completar la descripción de algunos rasgos sobre cada uno de nosotros, en el caso mío mencionaré que he sido un almacén de datos inservibles y, a la misma vez, un perfeccionista a quien no le gusta trabajar. Carlos representó equilibrio, sentido común, ponderación y, aunque no lo crean, tenía el mejor sentido de humor del grupo. 

 Para los próximos episodios advierto de antemano que no me es posible relatarlos con el rigor cronológico que debería seguirse. Quisiera recordar la fecha de nuestra graduación, pero la memoria falla. Puedo decir que no asistimos a las ceremonias porque la despedida de la vida universitaria la hicimos repitiendo el recorrido habitual por las barras de Río Piedras que terminaba en el “sofisticado” Green Room localizado entre la vía del tren y el cine Paradise. Tampoco he podido establecer la fecha en que Carlos tuvo que ir a la guerra de Corea. La noche antes de partir nos amanecimos en el viejo Bayamón Bar en Loíza, esquina Linda Vista, haciendo planes para montar un negocio cuando regresara. Al despedirnos en Loíza, esquina Calma, lloramos juntos. Estimo que esto ocurrió a mediados de los cincuenta. Imposible olvidar que en una de sus cartas me dijera: “Llevo cuatro meses aquí y todavía no he visto un jodío chino”.

 Quisiera localizar en el calendario otro evento que necesita fecha. Sé que fue en las Navidades, porque la canción que Carlos escogió para la serenata que le dimos a su novia Annie se titula Navidad sin ti. El guitarrista se llamaba Rafael Arroyo y el cantante era un pobre imitador de Tito Lara, de nombre Jaime Cardona o Cordero, que no recuerdo exactamente. 

 Don Pedro Albizu Campos falleció el 21 de abril de 1965. Días más tarde fue su sepelio, el cual recorrió los comienzos de la avenida Ponce de León para luego regresar por la parte trasera del Capitolio. Varias cosas vienen a la mente: la gran cantidad de fotógrafos apostados en las azoteas de los edificios, la conducta combativa de los miles de manifestantes coreando consignas y que Carlos Gallisá y yo, a los treinta y dos años, tal vez por ser los más jóvenes, cargamos el féretro por un buen trecho. Haber tenido esa experiencia siempre fue considerado por nosotros un honor. En mi opinión, solamente nuestra participación en la lucha de Vieques nos ofreció una satisfacción comparable. Sentí orgullo cuando luego de entrar al campo de tiro nos topamos con unas columnas de soldados que exigieron que abandonáramos el área. El grupo nuestro sumaba treinta y cinco compañeros, y fue Carlos quien habló por todos: “Nosotros no nos vamos. Son ustedes quienes están aquí ilegalmente”. Y dirigiéndose a uno de ellos le dijo: “Tú pareces puertorriqueño. Deberías estar aquí con los tuyos”. No recibió respuesta.

 Carlos y yo nos consultábamos sobre todos los asuntos de importancia en nuestras vidas. Si alguno de los dos quería consejo, solo necesitaba llamar. Las pocas ocasiones en que uno de los dos se hacía el sordo y las cosas no salían bien, recogíamos los vidrios rotos y se admitía que la bola se había caído. Por lo regular, yo pedía opinión sobre dos temas: algún potencial enredo sentimental o el contenido de una futura columna. Él, por su parte, confiaba en mis percepciones sobre las personas y le gustaba provocarme: “¿Qué tú crees de Fulano?”. 

La única ocasión que no pudimos llegar a un acuerdo fue durante la década de los setenta, en que tanto él como otros compañeros recibían con regularidad llamadas amenazantes en sus casas y, por las noches, rondas de automóviles desconocidos. Sin decirle nada decidí hacer guardia nocturna frente a la suya. No tardó en enterarse y el asunto nos llevó a una pequeña discusión, porque así era Carlos. No quería que alguien corriera peligro por protegerlo. Tal era su consideración y generosidad. Al día siguiente, le conté lo ocurrido a Juan Mari Brás. Juan resolvió la situación en quince minutos con una llamada telefónica a alguien que podía detener las acechanzas. Además –por si acaso–, sin que Carlos se enterara, le asignó la tarea de vigilancia a otra persona con experiencia.

La última vez que vi a Carlos fue el pasado jueves seis de diciembre, víspera de su partida. Intenté conseguir su atención hablándole alto sobre beisbol. Noté que movía los ojos buscando la procedencia de la voz. De pronto dijo: “Jaime dáme agua”. Y así fue la despedida de mi dos veces compadre, que siguiendo antiguas tradiciones, nos tratábamos de usted. Ahora te veré en los ojos de tus hijos, las portadas de tus libros, en cada edición de Claridad, en la bandera de nuestro país, en las fotos que me miran cuando abro una gaveta equivocada. Pero por el momento, perdone compadre, no quiero volver a Río Piedras, tampoco a la Universidad, mucho menos al Barrio Cortés de Manatí ni al pueblo de Camuy donde llegamos de madrugada para ver la casa donde naciste.  

Artículo anteriorCarlos Gallisá Bisbal: ¡Misión cumplida!
Artículo siguienteCarlos, compañero y hermano