Será Otra Cosa: Su rostro en el mío

 

Especial para En Rojo

El sábado cumplí 38 años. Una amiga me llevó al mar. De regreso al puerto salió un arcoiris. Quise tomarlo como una buena señal. Últimamente me cuesta mucho creer, y es difícil enfrentar la vida así. No creo que se trate de que haya perdido la esperanza. No es de eso de lo que hablo, sino de que ya no le encuentro sentido a muchas cosas, y caminar descreída, es casi como andar desprotegida; es el desamparo, la verdadera orfandad.

Estoy en ese momento de la vida en que subo el volumen de la radio para no escuchar a mis pensamientos, a esas voces que me hablan de mí como en tercera persona. No les puedo creer lo que me dicen, que estoy en un callejón sin salida, que el tiempo se me acaba, que nada ha valido la pena, que estoy sola, que no puedo seguir, que me detenga, que pare. No les puedo creer, porque si lo hago, dejaré de creer en mí definitivamente. Entonces subo un decibel más el volumen y me miro al espejo para ver si el reflejo de mi imagen (aunque sé que todo está en mi cabeza) me muestra algo diferente de lo que me dicen esas voces. Practico una sonrisa, tarareo una canción, me arreglo la blusa, me estiro la piel de la cara, me rasco los ojos, vuelvo y miro, y veo a mi madre.

Llevo puestos sus aretes. Ella se llevó los míos a la tumba. Aquél sábado en la capilla, solas por última vez después de aquellos meses juntas en que estuvo bajo mi cuidado. La veo en su féretro, dormida para siempre, vestida con el traje crema que habría querido ponerse en Navidad para una fiesta y que luego optó por otro bastante más colorido. La observé con detenimiento tratando de capturar su imagen nítida en mi mente. Me fijé en cada detalle; en sus manos delgadísimas, entrelazadas, que ya nunca jamás volverían a acariciarme, en la forma de sus uñas, en su nariz de tabique huesudo, en sus labios y pómulos, en la forma de su cara toda, en el contorno de su cuerpo, raíz de mi vida. Aquella había sido mi madre. En aquel minucioso, sereno y melancólico repaso final de su estampa, de constatación no solo de la muerte sino de la realidad total de la vida, de sus luces y de sus sombras, esas sombras  amargas que los optimistas como lo fue mi madre prefieren edulcorar (hablo del cristianismo, que siempre tiene un paraíso aguardando) me percaté de una frivolidad, de que a mi madre allí tendida muerta le faltaba algo, digo, algo más que la vida, por supuesto. No tardé en darme cuenta de lo que era. Le faltaban las pantallas. Las olvidé o mas bien no pensé en eso cuando fui por la mañana a llevar la «mortaja». Y no es que fuera realmente algo determinante, pero para mí en ese momento sí lo era. Quería verla por última vez como antes, llevármela viva en el recuerdo y ese recuerdo debía incluir a sus orejas adornadas con pantallas. Así que me quité las mías y se las puse. Cuando volví a casa me puse las suyas. Son los aretes que llevo en ese momento en que me miro al espejo procurando ver en mí algo que me ayude a desmentir mis pensamientos de ruina. Entonces la veo a ella, a mi vieja, en las líneas de mi rostro, en el contorno de mis ojos, en la fijeza de mi mirada, y me quedo fría, me aparto, bajo la cabeza como ocultándome a su vista. Recordé que ella, presumo que como toda madre o padre, en su último momento sólo deseaba que sus hijos fuéramos felices. Ahora ese recuerdo me daba gracia, pero en lugar de reir, lloré, quizá porque su petición me pareció la manera más irónica de echarle a perder la felicidad a alguien. Ella sabía que la alegría como tantas otras cosas no siempre es posible. No sucede lo mismo con el dolor, de ese nadie se escapa.

Mi angustia de hoy se acrecienta con la idea de que cada vez que estoy triste le fallo a mi madre muerta. Supongo que hizo bien su trabajo de enseñarme a creer. Supongo que eso es lo que hace la mayoría de las madres de Occidente, creer y enseñar a creer. A ellas se les exige cumplir con el ideal de ser buenas, esto es, de satisfacer a plenitud y a toda costa las necesidades de sus hijos y hacerlo sin lamentación, muchas veces al precio de la exigencia de ocultar la angustia que esta expectativa les pueda causar. De la madre se espera siempre que mire al futuro, ¿si no cómo echaría pa’lante a sus hijos? Me atrevo a pensar que son muchísimas las que fomentan en ellos la idea de un mejor mañana en el que por fin se les conceda la oportunidad de «sentar cabeza», idea que como advierte Jaqueline Rose en su libro Madres, habría que revisar, pues alude a un momento en que «la vida interrumpe su transcurso». Suponemos entonces que ese anhelo atenta contra el curso natural de la existencia misma del ser humano y la condición que a este le es propia. Es vernos ante esa ambición lo mismo que ante la exigencia de felicidad a toda costa, favoreciendo, una vez más, modelos de vida que no se corresponden con nuestra condición humana de seres racionales pero sobre todo de seres sensibles. Domesticar en exceso los impulsos vitales, las emociones, los deseos; pretender controlar el curso natural de la vida «sentando cabeza», acallando nuestra condición humana, se sabe que es una bárbara exigencia moderna que termina por añadir mayor sufrimiento a nuestras vidas porque no siempre podemos cumplir con lo que requiere.

Entonces, cuando me miro al espejo y mi imagen refleja con cada año que pasa un mayor parecido con mi madre, por un instante me espanto. Luego, me serena reconocer que de ella conservo mucho más que estos aretes. Tanto como a creer también me enseñó a cuidarme de no creer todo lo que me dice la mente, y a que en medio de la tempestad toca arriar las velas para sobrevivir. Eso intento. Vuelvo a subir el volumen para acallar las voces, pienso en el mar, que es misterioso como el alma humana, y me aferro a la promesa que hay detrás de un arcoiris.

 

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