El dolor (y el placer) de “Neural”

 

 

Especial para En Rojo

Hay libros que duelen. Ese es el caso de “Neural” (La Secta de los Perros, 2022), de Ana Marina Rúa. Duele porque a veces la belleza duele, y este libro es, indudablemente, excepcionalmente bello. No dudamos que tiene que dolerle a quien, como la escritora, se reconoce ante imágenes que constituyen realidades acendradas en el alma, mas la razón impuesta por el mundo material pretende obligarla a calificarlas de oníricas por no encajar dentro de conceptos tradicionales de lo natural y palpable. “Neural” tiene que doler a quien lo ha alumbrado, ante el temor de no dar con la palabra precisa y concreta que acudiera al rescate de imágenes que, de no ser materializadas en la palabra, correrían el riesgo de permanecer aletargadas, flotando en los cuartos del inconsciente. Imaginamos que el ejercicio literario de “Neural” tiene que dolerle a la autora si es que ésta aún no ha logrado la convicción de que venció la aparente cualidad limitante de las palabras y llegó exitosamente al tuétano del intelecto y emoción con su segunda entrega literaria. “Neural” tiene que dolerle a la autora, además, por ser ella vehículo que procesa a través del tacto los contundentes estímulos visuales que se intensifican cuando se hacen piel, y para quien hay recuerdos, dolor y fechas que languidecen en ese orden antes de tornarse secuencialmente en fecha, dolor y recuerdo.

“Neural” ciertamente le duele al que escribe estas reflexiones, quien sintiendo la fuerza avasalladora de las palabras de la escritora, y las verdades profundas e íntimas que encierran, lucha sin cuartel por tratar de dar al público lector un atisbo de lo que es un libro admirable; pletórico de un sentimiento que transita desde la mente y el corazón con que se le percibe inicialmente hasta llegar a la piel y erizarla; conmoverla.

Duele este libro de Ana Marina Rúa porque, neural al fin, se mueve dentro de senderos de sistemas nerviosos y neuronas, exacerbados por la construcción mental de multiversos a los que la autora invita a explorar con ella desde la portada misma, adornada por la imagen de Urkaos nr 16 (1906-1907) de esa pionera de la abstracción (Hilma af Klint) quien operaba en su universo propio de símbolos y colores que no quiso que fuera revelado sino hasta luego de su muerte.

Es preciso subrayar, sin embargo, que dentro del dolor multiforme antes descrito que podría asociarse con la experiencia literaria y humana ínsita a “Neural”, se mueve consustanciado a dicho dolor el más pleno placer; ese que se gesta en el epicentro de una conciencia que, sin resignarse a lo inasible, lucha por la cristalización de ideas, conceptos y verdades profundas. Es un placer que, lejos de constituir el anverso del dolor, se presenta hermanado a éste en una ecuación lógica en que uno no puede entenderse sin la presencia del otro.

La experiencia de dolor/placer en unidad simbiótica se manifiesta en el “Palpo” con el que Ana Marina comienza sus reflexiones en cuentos líricos/poemas narrativos que conforman “Neural”. En “Palpo”, la narradora habla de la experiencia multisensorial de viajar pegada a la ventanilla de un tren a alta velocidad, sintiendo “[e]l roce de la brizna de hierba, afilada y veloz, inmisericorde al momento del zarpazo que mina la piel” (página 16), y de ese momento en que “[e]scogió el mejor cuadrito de vidrio de su colección (trozo que se alojó, furioso, en su carne blandengue: carne ahora alegre, despierta, agradecida) y vibró, como casi todas las tardes, con el júbilo de palpar” (página 18).

Su palpar se instauró como urgencia consumidora que anulaba la posible disputa de supremacía de cualquier otro sentido. “Tocaba, ante todo, no porque no usara los otros sentidos, sino porque su deleite sobrepasaba por mucho la necesidad de ver caminos rotos o de escuchar las sobras de las voces” (página 15)

Esa imagen de fuerte carga sensorial del viaje de la narradora sentada al lado de la ventanilla de un tren a alta velocidad, se presenta interesantemente reconceptualizada por la autora cuando se compara con la misma experiencia, aportada por la invención de la locomotora y la Revolución Industrial, mas procesada como poderoso insumo visual por el movimiento modernista en las artes. Esta inusitada velocidad que derivó en paisajes borrosos que impusieron una nueva manera de ver y la aceptación de trazos nerviosos, abstractos y alejados del otrora mimetismo imperante en la plástica, para configurar el estandarte de un nuevo paisaje, es para la autora de igualmente modo fascinante, pero considera accesorio esos nuevos estímulos visuales que, sin embargo, se presentan idealmente como detonantes de un intensamente sensorial juego táctil. Como ésta expresa: “Y de inmediato, a esas imágenes que le pasaban frente a los ojos les daba vida, refractadas cuando las colaba por el filtro de su mejor sentido. Lo visto vuelto golpe. Y ahí, en vez de ver tronco, piedra, hoja o metal, lo sentía” (página 16). El palpar no era tan sólo la experiencia sensorial más poderosa para la narradora, sino la única que importaba. Los demás sentidos son presentados como instrumentos al servicio del tacto, que es el único al que adjudica significado: “Lo que veía no era nada hasta que retumbara en la yema de sus dedos. La imagen, entonces, era sólo un conducto, como pasajero que llevaba a su placer…visto por un instante y sentido hasta el tuétano como las secuelas de un sismo” (Ibid.).

El tacto como sentido al que los demás quedan supeditados persiste en el aire aún cuando la experiencia de tocar pueda haber cedido en la manifestación de su urgencia, como cuando la autora evoca a ese músico, “[a]l verlo tropezar en piel torpe por entre los obstáculos de libros y botas, yo recordaba, divertida, que las petites mortes no siempre satisfacen” (“Trivia”, página 19). En “Trivia” mismo, cuando expresa: “Ya todos saben cómo murió Isadora Duncan” (página 21), la autora lanza al aire un manto de misterio que invita a la búsqueda, de la cual se revelará una extrema experiencia de tacto en que figuran el placentero golpe a la cara del aire mientras se transita en un vehículo a alta velocidad; la caliente vibración del vehículo unida a la ardiente vibración cromática de una bufanda roja; y las circunstancias de una muerte que, si la autora decidió dejar a la búsqueda individual del lector, he decidido respetar esa voluntad.

“Histrión” es un profundo viaje al interior de un ser humano quien, en una honda reflexión en que hurga para provocar un despertar espiritual en otros, evalúa sus capacidades humanas para atraer almas distraídas, en un proceso en que su propio cuerpo le ha pasado factura. Reconoce, por un lado, que “[e]l cuerpo del actor poseía todo lo necesario para una representación plena y catártica” (página 25), mas con pesar “[v]eía sus manos, las falanges ya un poco artríticas, que tanto se habían retorcido con gusto dramático, los tendones que tantas imágenes habían forjado” (página 26). La indisoluble relación de introspecciones emocionales e intelectuales con el cuerpo y el tacto, como extensión natural de la reflexión “abstracta”, adquiere prominencia en este cuento.

“Voir dire” es un cuento asentado en la poesía inherente al mundo jurídico y a las imágenes surrealistas que el mismo puede engendrar por su naturaleza intrínseca de institución que persigue resolver conflictos humanos de diferente calado. Resulta curioso que el título escogido por la autora es la expresión originaria del francés medieval para transmitir el significado de la naturaleza de búsqueda de la verdad que sigue el proceso en que se selecciona a posibles jurados. Esta expresión gala para referirse al propósito del proceso, encuentra en castellano su propia voz y expresión (desinsaculación) que apunta a un evento previo del mismo proceso de búsqueda de la verdad, que es el de “sacar del saco”, o de la urna, esto es, extraer el nombre del potencial jurado. Imaginamos una daliniana mano gigante gélida que separara al candidato potencial del grupo amontonado en el saco cálido, y lo traslada a ese salón en que imponen un control casi hipnotizante “los dedos voladores de la estenógrafa”, que “parecían desligados de su dueña, y uno podía imaginarla en otro sitio y a otra hora, sorprendida de tener dedos como ésos: dedos veloces, decididos, imposibles, que ella nunca miraba directamente, y parecía que la estenógrafa se esforzaba mucho para mantenerlos bajo control, para manejarlos como se maneja la rebeldía repentina y recién estrenada de un adolescente” (página 28). Siguiendo la invitación de la autora a imaginar “otro sitio y otra hora” para el despliegue de esos “dedos voladores” capaces de ejercer un efecto hipnótico sobre su audiencia, nos llega a la mente la dama, elegantemente ataviada en una sala de conciertos a las ocho de la noche para interpretar el Tercer Concierto para Piano y Orquesta de Sergei Rachmaninoff, bajo la misma carga insoportable que quebró la voluntad y la capacidad de aguante de David Helfgott, cuya vida inspiró la historia que sirvió de base a la película “Shine”, del director australiano Scott Hicks.

En contraposición con el silencio reclamado por una artista del piano en una sala de conciertos, en el caso de la estenógrafa ésta reclama una expresión clara y audible del interrogado, de modo que ella pueda hacer gala de su virtuosismo sobre el teclado en el ejercicio de la transcripción de lo que oye. Es por eso que, ante una contestación casi imperceptible, la estenógrafa reclama: “¿Qué fue lo que dijo? Que lo diga. No puedo hacer nada si no habla”. Nuevamente, la autora propone el imperio del tacto, de los “dedos voladores”, para los cuales la palabra hablada y escuchada es solo un pretexto para activar el despliegue de la energía vital del tacto y, cual en “Palpo”, la audiencia también estimulaba con un mirar que hurgaba, para tratar de experimentar a través del mirar mismo, el placer de sentir palpablemente.

El anticipo del placer al tacto con tan sólo mirar es tema recurrente para la autora, quien manifiesta: “Así como el nervio óptico de los ciegos se activa al tocar, ella siente el eco que retumba en las yemas de los dedos al mirar. Mirar una mano, la cosa repetida, el toque teselado que entra al observar esa parte del cuerpo, al anticipar el goce de sentirla entrar” (“Res Manu”, página 33). Para la autora, “…lo feliz sucedía cuando una mano estaba en ella, cuando la estrechaba y la rodeaba y la acercaba, tibia y latiendo, en el instante antes de entrar” (Ibid, páginas 34-35), y era esa mano protagonista de sus sueños (“Una mano hermosa surgía entonces, redondeando contornos, contando trenes y estelas, y su sueño era entonces un vapor”, página 35).

La urgencia táctil expresada por la autora es presentada como “su alivio y su encierro” (“Hurgares”, página 37), pues al reconocer que “sus únicas pérdidas eran las palpables, no podía acercarse a lo que otros quizás vivieran: era incapaz de sentir por encima de ellas, de desear en abstracto o de sufrir conceptos” (Ibid.). Para ella, “[s]us aflicciones no eran sino ausencias. Revestidas de ira y melancolía, ellas eran los agujeros que quedaban cuando ya no había forma o textura” (Ibid.). Y ese hurgar nervioso del tacto adquiere las más ricas dimensiones, transitando por el erotismo de la lengua febril e indómita “…empeñada en alcanzar a la otra que ama, a la que teme, la que la borrará” (Ibid, página 38); el fetichismo de la vena “[e]n el interior de la muñeca de ese hombre” (Ibid., página 40); pero también el instinto del cuidado de su criatura a través de la lactancia (Ibid., página 39) y, con particular resonancia existencial, el contacto con la mano de su hijo. “Era que cuando le agarraba la mano a su hijo perdía el sentir. Ahí, en el intersticio, ahí estaba el espacio infinito del no llegar. Y se aferraba a esta mano con un afán de respiros cortos, mudos, porque estaba siempre justo fuera de su alcance” (Ibid.).

En lo que parece una continuación de la contemplación embelesada de su hijo, la autora, si bien activada nuevamente por el detonante del tacto, cede la primacía de sus reflexiones al olfato en “Catálogo” (“La cosa que yo amo, cosa enorme y variopinta que me agarra y me acurruca, cosa dulce que se enrolla y sobre mí se tumba después de amar, huele a ámbar y sal” (página 48), dando paso a un catálogo de los diferentes aromas de “[l]a cosa que yo amo”, adjudicando incluso olores a la bondad y al amor. Este papel protagónico del olfato, mas en potente combinación con el gusto, se manifiesta con contundencia en “El hijo de Fiona Ko”, quien “…huele circunstancias. Lame intenciones también” (página 95). El hijo de Fiona Ko, con su agudeza gustativa y olfativa que extiende clasificaciones de personas a base de tales impresiones sensoriales, permite entender mejor el deleite de la narradora en “Catálogo”, quien podía captar en su bebé unos aromas ricos y de virtud que no le debían resultar de difícil detección por el solo hecho de emanar de un bebé, tal cual había concluido el hijo de Fiona Ko en sus clasificaciones, pero que se tornan irresistibles para alguien como la narradora en “Catálogo”, quien mediatiza los aromas de su bebé a través del sistema sensorial de ella, que es la madre y aporta al escrutinio de olores algo que a nadie más le es dado aportar.

“Nunca nune” es un cuento deliberadamente inaprensible en fondo y forma que transmite con eficacia el mismo destiempo que vive la narradora; su inadaptabilidad de ajuste a la cuarta dimensión. Su distorsión del tiempo parece en alguna medida el resultado de subyugar toda la abstracción e inmaterialidad del tiempo a sus deseos de piel y tacto, pues, al reflexionar sobre el tiempo, expresa: “Éste se distorsionaba cuando pasaba por su cuerpo, igual a la luz que se rompe y disuelve al pasar por el prisma…” (página 50). Sus desaceleraciones y aceleraciones súbitas de movimiento, y su muy particular reloj interno, afectaban el estado corporal de quienes entraran en contacto con ella, en una interesante reyerta de tiempo y cuerpo/tacto.

“Atomista” (página 59) toma forma de diálogo fluido en que el objeto que provoca sentires y quien recibe sus sensaciones se comunican verdades en un despliegue fetichista y obsesivo que borra líneas divisorias entre lo animado y lo inanimado (persona y objeto). Esta historia, al igual que otras en el libro, se entremezclan en diálogos, preguntas y respuestas que requieren se dispense la más cuidadosa atención para captar interconexiones de eventos y sensaciones que se van descifrando y revelando al pasar las páginas. La sucesión de cuentos y sus interconexiones llega a coquetear con la idea de que estamos ante una novela corta.

Le pregunto a la autora cómo llegó a sus muy particulares enfoques y narrativas en “Nunca nune” y “Atomista”, las cuales estimo particularmente alucinantes, y me contesta:

“Gran parte de ‘Neural’ lo escribí durante ese período en el que, como te he mencionado antes, ¡estuve alejada de tanto!, casi como encerrada en una pupa, aunque desde afuera no se viera así, y los relatos ahí son… bueno, es difícil de expresar, y temo que lo que diga no tenga sentido, pero dicen que uno es lo que escribe, sea ficción o no. Pues los relatos son “yo misma”; un “yo” que no siempre encaja en su entorno, pero que lo siente hondo”.

No hace falta agregar más. “Neural” es Ana Marina misma, con sus musitaciones más honestas y sentidas sobre el tiempo; los sentidos; el aquí y ahora; su desdoblamiento en tiempo y espacio; sus personalidades alternas en multiversos que habitan en su mente y que, por abstractas e inmateriales que pudieran parecer a algunos, llevan ínsitas la concretísima vulnerabilidad de la cuerda neural más sensible; esa que produce dolor y deleite como parte de una misma experiencia vital.

 

 

 

 

Artículo anteriorCine en el aire
Artículo siguienteEntrevista a Félix Córdova [Tercera y última parte]