Elaine Potter Richardson en su pequeño lugar en el mundo

 

 

Un pequeño lugar/ A Small Place es una obra publicada por vez primera en 1988 y, luego, en el 2003 por la editorial del País Vasco, Txalaparta, de la autora antiguana Elaine Potter Richardson, que adviene a su nuevo mundo como Jamaica Kincaid.  Su narrativa testimonial es directa y cruda, sin regodeos, como los textos de Franzt Fanon. Cuando una mujer negra y caribeña decide hablar de su historia luego de un renacimiento metafórico, de Potter a Kincaid, con un verbo de roca de altamar, y decide hablarnos de las bellezas y las astrocidades de su Antigua querida, dirigiendo su discurso al turista que llega con el eufemismo euroccidental en su mirada, ese turista y los poderes corruptos neocoloniales antiguanos deben preocuparse.

La preocupación no es en el sentido de que el texto de Kincaid pueda provocar una revolución. La preocupación reside en que la palabra escrita quedará en alguna biblioteca donde algún lector caribeño, antiguano por demás, se entere de sus mensajes. Una palabra que de los ojos o del oído llegue al pensamiento puede comenzar a transformar a los sujetos. Se configura una subjetividad alterna, que puede llegar hasta la acción de cambiarnos el nombre de pila.  Kincaid nos narra como el lugar más apreciado por ella, la Biblioteca de la isla, fue clausurada ( y reubicada en un viejo almacen). A lo largo del texto esa querella queda patente, como el olor del mar, pues era el lugar insular donde era feliz.

Recuerdo cuando en los municipios de nuestra isla habían bibliotecas públicas como centros culturales, todas fueron paulatinamente clausuradas. Es como si la palabra escrita fuera una amenaza silenciosa. Muchos fuimos seres felices en nuestra educación sentimental al utilizar esas bibliotecas, pues no teníamos la posibilidad de una biblioteca en la casa; a penas pocos podían comprar la Enciclopedia de Puerto Rico, que algunas familias pagaban a plazos cómodos.  Era curioso ver a un vendedor de Enciclopedias en nuestros pueblos, eran gente que hablaban con un discurso mercantil pero con cierta sabiduría, parecían aristóteles criollos yendo casa por casa.

El discurso narrativo de Kincaid le dirige su querella sobre la biblioteca al turista de mirada educada en el eufemismo euroccidental, ese turista ciudadano de un país desarrollado en donde las bibliotecas están bien cuidadas, custodiando conocimientos expropiados a nuestras islas.  La isla de 12 millas de largo y 9 millas de ancho, bautizada por el genocida Cristobal Colón con el nombre de Antigua en 1493, en homenaje a la iglesia Santa María la Antigua, ubicada en Sevilla, quizás también merezca un cambio de nombre, quizás la escritora al renombrarse deja atrás las rémoras del colonialismo y el neocolonialismo, y es probable que en su deseo lo mismo quiera para su hermosa isla.

La autora habla con emoción de su lugar en el mundo:

Antigua es hermosa. Antigua es demasiado hermosa. A veces parece tener una belleza irreal. A veces parece como si su belleza  fuera el escenario de una obra de teatro, pues ningún atardecer de verdad se asemeja a esos atardeceres; ningún agua marina tiene tantos tonos de color azul a la vez; ningún cielo tiene ese tono azul -otro tono azul, completamente distinto de los tonos azules del mar- y ninguna nube es tan blanca y flota de esa manera en el cielo azul; ningún día es tan brillante y soleado, y ninguna noche es tan negra, ni da a todas las cosas una apariencia espesa, profunda e insondable.

La descripción de la escritora parece la extensión del sueño poético sobre el mar  de Saint John Perse, en sus cavilaciones geológicas y botánicas, o en su intento de definir lo insondable al conocer los ciclones antillanos en su natal isla de Guadalupe, a la cual memorizó como una anábasis.  Así podríamos decir de la mirada de Kincaid sobre Antigua. Es el drama visual de la polícromia.

Ese espacio de la emoción que es su isla también suele presentar escenas ocres, lo que la narradora quiere hacerle patente al turista. Al turista para quienes estas islas son paraísos fiscales de lavado de dinero, de puentes de alucinados tráficos de narcóticos, de prostitución y noches interminables para los placeres extranjeros.

Kincaid nos describe como la deshumanización del colonialismo despojó a sus primeros pobladores de sus identidades, de como pobló las isla de esclavizados africanos, de cómo en la isla hermana de Barbuda se realizaron experimentos genéticos con los esclavizados, dando lugar a una población de una altura física fuera de lo normal: “Barbuda fue colonizada originalmente por una familia inglesa llamada Condrington; esta familia se especializó en la cría de una clase especial de negros, a quienes vedían como esclavos”.

El colonialismo es sinónimo de deshumanización por ello se debe retomar el humanismo del que hablaba Aimé Césaire, entre otros. Recordar esas escenas de la tragedia colonial es necesario, como una querella ante el olvido tan de moda en la prensa diaria de la que se alimenta la vulgar “conciencia culta”.

Kincaid aprendió el mundo por medio del lenguaje y la cultura del colonizador, aprendió de una maestra inglesa que la gente como ella provenían de los árboles, y aún así los ingleses eran groseros pero no racistas (según la enseñanza inglesa). Toda esa ideología deshumanizante del colonialismo del capital inglés es la que su discurso narrativo pone en la mirilla, en el oído del turista. Le reclama al antiguo Imperio que, luego del desastre, se retriraron y dejaron los mecanismos del desastre en el orden neocolonial.  Su último argumento humanizante y anticolonial lo expone de la siguiente forma:

Finalmente, los amos se marcharon, en cierto modo; los esclavos fueron liberados, más o menos. Hoy en día, la gente de Antigua, la gente que realmente se considera a sí misma antiguana (la gente que inmediatamente se te pasaría por la imaginación al pensar en qué se parecen los antiguanos; es decir, suponiendo que se te ocurriera pensar en ello) desciende de esa gente noble y mejestuosa, los esclavos. Por supuesto, todo se reduce a que, cuando uno deja de ser amo de alguien, cuando arroja a la basura el yugo opresor, inmediatamente deja de ser escoria, para transformarse en un simple ser humano y todo lo que ello representa. Sucede lo mismo con los esclavos. Una vez que dejan de ser esclavos y alcanzan la libertad, dejan de ser nobles y majestuosos; se transforman simplemente en seres humanos.

Sucede que todavía las cadenas emiten sus sonidos desde el fondo del mar, encabalgándose sobre los espacios y los aires insulares.

 

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