En Reserva-La voz, el objeto causa (2da parte)

 

 

Especial para En Rojo

La voz como figura acústica es parte intrínseca de nuestra experiencia y del propio ser, nos resignifica la forma en la que somos recibidos en el lazo social. La voz, además, es la configuración que otorga a la letra autoridad, haciéndola no meramente un significante y sonido, sino un acto. Es el mecanismo aural que recoge y resuena desde fonemas hasta códigos especializados que posteriormente son sentencias leídas a viva voce y nos afectan en cotidianidad. Tanto como cualquiera de los posicionamientos enunciados en la intimidad familiar y que han originado la amalgama episódica de nuestras micro y macro historias de vida.

Al mismo tiempo la voz como objeto no es igual a la cultura ni al ruido, que pueden ser imprecisas o si se quiere elusivas. Sabemos también que las máquinas pueden reproducir voces, con lo cual un quiebre emergente de indecibilidad es uno de los rasgos primordiales de la voz. Por un lado el sonido de nuestra voz proviene del interior del cuerpo, ¿lo hace desde un solo lugar? En cualquier caso, no viene de la boca sino que sale de ella y como bien explica el filósofo esloveno Mladen Dolar el hecho de que veamos la abertura no desmitifica la voz, por el contrario el enigma se realza.

La voz como compromiso, asentimiento, denuncia o ruego, pero lanzada desde un orden cuasi mecánico en la estructura antropomórfica humana puede percibirse como impersonal si se le analiza bien. Una voz que habla por sí misma desde la hiancia. Con todo eso, su curioso vínculo con la subjetividad del individuo apenas admite otros registros que no sean los de significación y los de la apreciación estética, como el lirismo, por dar solo un ejemplo. Al no ser que se le mire como encarnación importante del objeto psicoanalítico, mejor conocido como el objeto a, propuesto por Jacques Lacan. El lenguaje, pero singularmente la voz, se nos presenta desde una tradición de teóricos (Sauserre, Derrida, Kant, Freud, Lacan) como un mecanismo secreto del pensamiento, algo que precede al pensamiento como una operación puramente mecánica y algo que el pensamiento, desde su particular proceso, debe ocultar bajo el disfraz antropomórfico.

De acuerdo con la investigación lingüística propuesta Dolar en Una voz y nada más (2007, Ediciones Manantial)  –aunque Lacan también lo había trabajado antes en sus largas elaboraciones y seminarios–, la voz como objeto, “esa criatura paradójica”, es una ruptura. Su supuesto vínculo inherente con la presencia de la persona, incluso como un refuerzo del concepto mismo de ella, se disloca con relación a la aparición. Curiosamente el tándem entre los cuerpos y los lenguajes se sujeta con la voz, un eslabón no del todo perdido pero sí de una cualidad mística.

El bucle regresa y admitimos que no hay ley sin voz. La voz, como resto “sinsentido” de la letra”, es la que dota a la letra de autoridad. Una interesante confusión que nos retrotrae a las alegorías religiosas del cristianismo y del judaísmo, así como a otras mitologías e historias populares –La voz acusmática y Moisés, el sonido puesto en función entre la voz y la creación; el canto embaucador de las sirenas; Pitágoras como el primero en fundar una escuela filosófica, detrás de una cortina impartiendo su sabiduría, entre otros.– Al reafirmar su función ontológica como una fuerza inmensurable se le asigna a la vocalización una eficacia ritual, tornamos la voz en el acto mismo. Dolar nos comparte: es como si la mera adición de la voz pudiera representar la forma originaria de la performatividad (Dolar, 2006, p.70).

El autor se refiere a una tradición de lo que Alain Badiou describe como el surgimiento del acontecimiento y de la verdad a través del quiebre presentado por el objeto voz. Lo que el lenguaje y el cuerpo tienen en común es la voz, pero la voz no es parte del lenguaje ni del cuerpo. Su cualidad metafórica tiene bordes inciertos. Las preguntas filosóficas ¿es literal la voz externa y metafórica la interna?, ¿cuál es la tenaz conexión entre la voz y la conciencia? nos invitan a los linderos de la ética, sin abandonar la estética, como sería meritorio abordar en otro momento.

En las enseñanzas de Dolar vemos una luminosa condensación en torno a cómo el campo de la ética ha cursado el adagio la voz de la conciencia. Una suerte de metáfora que tanto en el razonamiento popular como en la tradición de la filosofía se ha visto asociada la voz a la reflexión de las cuestiones morales. Desde la voz de Socrates, el daimon interno, que acompaña desde la infancia y que no ofrece respuestas hechas ni profiere consejos sino que evita los modos “errados” de ejercitar el pensamiento al tiempo que se aleja de las opiniones recibidas. Con todo eso, esta voz moral que actúa como agente ¿acaso no es él mismo? ¿Podemos estar seguros de que no es una voz exógena?, como cuestionaría más tarde Lacan.

En todo caso, Dolar nos recuerda que la voz de la razón elaborada por Immanuel Kant se diferencia de la anterior porque, aunque tampoco aconseja ni disuade sí busca la sumisión de la voluntad a la racionalidad y la formalidad del imperativo categórico. “La voz de la razón por sí misma en forma autónoma sólo a los fines del conocimiento y la verdad” (Dolar, p. 110). A pesar de ello la voz kantiana no se aparta demasiado del enigmático sujeto de la enunciación de la ley moral. Pues, ante su advertencia en Crítica de la razón pura (1781), “obrar de tal modo que la máxima de tu voluntad siempre pueda valer al mismo tiempo como principio de una legislación universal», queda consignada una demanda que se halla en un origen imposible de determinar.

Siglo y medio más tarde, en 1933, la metáfora de la voz resonaba desde las “Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis” en las que Freud otorga a “la voz suave e inaudible de la razón” nada más y nada menos que su instauración en la dictadura psíquica de la humanidad. A la par, se abría paso la noción de las pulsiones como energía psíquica profunda que también tenía algo que decir. Otra voz influenciada por la experiencia del sujeto y dirigida a un fin enigmático en conflicto con la razón, e incluso en frentes permanentemente opuestos. Una voz que conduce mandatos, y que por su sobrecogedora presencia es ineludible, la imperativa voz que se hará oír por más que intentemos silenciarla. Una voz que siempre dice lo mismo, como definió Freud, para introducir precisamente el deseo de lo inconsciente.

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