Será Otra Cosa-Un agosto

Foto cortesia: Vanessa Vilches Norat

 

Especial para En Rojo

 

Fue la crin de la yegua enredada en el alambre de púa. Fue su trémula agitación en la brisa. Fue su luminosidad contra el sol de la tarde. Fue el contrapunto de todo eso con los nudos de pelo mojado deslizándose por los bordes de las bañeras, colgando de los retrovisores. Fue el hecho de que ese pelo se le cayó a mujeres trabajadoras, artistas y militantes, que nos han hecho –y hacen y harán– país. Fue el recordatorio atroz de que esas mujeres han enfermado por la historia asesina, la ecología trastornada, el arruinamiento tóxico de nuestras islas.

Vi yeguas y mujeres padeciendo cánceres metafóricos y muy, pero que muy literales, en zonas de guerra metafóricas y muy, pero que muy literales. Vi yeguas y mujeres relinchando, aun así, sonriendo, aun así, tocándose, aun así, corriendo a cuatro, dos, mil patas, y celebrando con karaokes los cumpleaños, por un lado, y, por otro, la vida extinguida de sus compañeras. Vi yeguas y mujeres con marantas abundantes pese a su pérdida, sangrando por donde sus cuerpos deben y por donde no, cobijándose como mejor pueden de las bombas y los químicos y los huracanes. Vi yeguas y mujeres estrujándose la piel con arena, flotando en aguas verdeazules, atentas y susceptibles al mundo sensorial, voluptuoso, silvestre de ¡la vida, la vida, la vida!

La extraordinaria película, La pecera, cuyas imágenes, de una belleza sublime, me tomaron por asalto en Mayagüez al final de un duro mes de agosto, no admite la fácil y vieja treta del insularismo. La pecera no es la isla. El encierro no es el mar, el mar en sí, el mar de las mujeres y las yeguas en el filme, quienes, si algo parecen sentir durante los breves instantes en que pueden vivir la isla al margen de su cáncer, es la plenitud del gozo, el erotismo del contacto. Si somos peces en pecera, rodeadas de arrecifes arrasados, de grilletes y cadenas, ahora verdes por el musgo que las recubre (la imagen es de Glissant), y de artefactos militares en torno a los cuales sobrevivir bajo amenaza de inminente explosión, es por la densa historia de explotación y saqueo diseñada y ejecutada por los imperios. Sus rastros y efectos perviven no sólo en lo visible sobre la superficie, sino también, y quizá más trágicamente aún, en lo invisible submarino.

Nuestra pecera, la de mares libres, está al pie de una ceiba poderosa, sagrada y bella. A la ceiba “los elementos desencadenados la respetan: no la abate, no la desgaja el huracán más fiero, no la fulmina el rayo”, escribe Lydia Cabrera en El Monte. Podemos flotar bajo las ramas de esa ceiba, con nuestros anhelos colgando en sus ramas como crines al viento de un huracán que no la tumbará nunca.

Fue la sensibilidad atenta al detalle, a la mirada pequeña, a los cuerpos casi olvidados de dos o cuatro patas, esto es, fue la belleza capaz de transfigurar nuestra historia, lo que me hizo llorar.

Fueron las aves migratorias, sus ágiles, sabias y recurrentes bandadas. Fueron sus alas, techos móviles, sus picos, corvos o puntiagudos, sus colas de flecha o tijera. Fueron sus multitudinarias coreografías del aire, que es lo mismo que decir, las primeras, exactas, cartografías del planeta. ¿Cómo podría entonces nuestra torpe y tardía especie haber llegado a poblar con éxito nuestras islas si no hubiera sido porque estudió e imitó las aves?

Aquella mañana de comienzos de agosto, en Adjuntas, el arqueólogo puertorriqueño Reniel Rodríguez Ramos planteaba esa cuestión como parte de las inquietudes centrales de la paleoarqueología en nuestro país, que se dedica a estudiar el pasado remoto de Puerto Rico y del Caribe, y que propone que las aves tuvieron un rol protagónico en la vida sociocultural, artística, espiritual y económica de las poblaciones originarias de la región. Lo hacía en el batey dispuesto en los bajos del Campo es leña, donde aquel día se había producido, temporera pero indudablemente, una escuela de educación popular. Desde antes de las diez de la mañana, en un caluroso (nivel crisis climática) sábado veraniego, un nutrido grupo de gente de todas las edades y atributos corporales escuchábamos y aprendíamos sobre las aves y los pueblos nativocaribeños y sobre tanto más (luego de la charla referida, estaban programados otros cuatro eventos educativos). El compromiso con la educación en nuestro país rebasa por mucho la institucionalidad y la inconcebible corrupción al interior de la entidad “pública” cuyo supuesto rol es encauzarla. Basta, confirmé esa mañana, con crear las condiciones…

Por si fuera poca la ensoñación, el entorno allí era de una belleza intoxicante. A vuelta redonda, se yerguen las montañas –reverso visible de la cordillera submarina del Caribe y cuyos cuerpos de agua, no importa cuánto los estrangulemos, van a dar, siempre, a nuestro mar– que la lucha del pueblo puertorriqueño rescató del potencial asalto minero. Alexis Massol nos recordó ese dato histórico en su breve saludo improvisado, ofrecido a petición del maravilloso equipo organizador del Tercer Festival del San Pedrito tras ver pasar por allí al co-fundador –junto a Tinti Deyá– de Casa Pueblo. La observación de Massol me confirmó cuánta falta nos hace una robusta historia de nuestros enormes triunfos por lo evitado.

En sintonía con la ondulación montañosa –que los torsos y caderas de las yeguas, dicho sea de paso, replican–, cualquiera se deslumbraba con los colores refulgentes dondequiera, con los letreros pintados a mano, con los puestos artesanales encaramados por aquí y por allá, con las hermosas piezas artísticas a la venta, con los jardines muy bien cuidados –a juzgar por la cantidad de explosiones florecidas–, con el desfile de frituras cruzadas con pizzas hechas en leña –olores y sabores que son comunión de vida–, con el trasiego generalizado de abrazos y sonrisas y sudor, y con la imagen omnipresente (en fotografías, artesanías, camisetas, gorras, murales, prendas, tatuajes…) de nuestro minúsculo, hermoso y bienamado San Pedrito, el único santo de mi santoral, al que hemos declarado ave nacional.[1]

Fue la sensibilidad atenta al detalle, a la mirada pequeña, a los cuerpos casi olvidados cubiertos de pelos o plumas, esto es, la belleza capaz de transfigurar nuestra historia, lo que me hizo reír.

[1] Si no lo has hecho aún, ¿qué esperas?: https://www.change.org/p/queremos-que-el-san-pedrito-sea-el-ave-nacional-de-puerto-rico.

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