Zahira Cruz Gómez
El año pasado fue el último día de las madres que mis hermanos y yo pasamos con la nuestra. En marzo nos enteramos que estaba gravemente enferma, su cuadro no era alentador y a pesar de que el amor que sentíamos por ella nos daba ánimos y esperanzas, ella murió el dos de junio acompañada de mi hermano menor. Todo pasó muy rápido, terriblemente rápido, pero así es la vida, ¿no?: un momento y nada más.
Ella había vuelto a la casa el dieciocho de abril luego de un mes en el hospital, y desde su regreso, hasta el treinta y uno de mayo, pudimos celebrar con ella su cumpleaños número sesentaidós, el día de las madres y su aniversario de boda número cuarenta. Recuerdo que el día de las madres mi hermano mayor apareció con flores y una tarjeta para que yo la llenara. Mi letra era más legible y mi expresión, tal vez, un poco más elocuente, a pesar de todo lo que nos estaba pasando en ese momento. Esa supuesta elocuencia apenas me alcanzó para escribir lo siguiente: Flores para la más bonita de todas. Siempre contigo. Tus hijos que te aman, Manolo, Zahira y Roberto.
Durante ese período traté de ser lo más ecuánime posible, no quería enseñarle que me estaba muriendo con ella, aunque seguro se lo imaginaba, porque todo el tiempo me recordaba que debía ser fuerte. Fui fuerte aquellos días y lo he seguido siendo hasta hoy porque ella me lo enseñó. Me enseñó a ser fuerte a pesar de todo, a trabajar, a ser responsable y agradecida; a compartir y a querer incondicionalmente a mis hermanos —no solo a los de sangre—. Pero también me enseñó a no dejarme joder por nadie, a no tolerar el abuso ni el maltrato, y a ayudar al prójimo aunque al prójimo no le hubiesen enseñado lo mismo.
Ahora, durante este tiempo que llevo sin ella —pronto será un año—, he pensado mucho en nosotras, en nuestra relación. A veces me descubro arrepentida del tiempo que pasé lejos de casa, ocupada en cosas de la universidad o del trabajo, o simplemente distraída viviendo mi vida. Mis ausencias nunca fueron muy largas, pero ahora que las recuerdo me pesan. Me pesa también no haberle dicho lo mucho que la admiré como mujer y no haberme puesto más veces de su lado. Mi madre, como tantísimas otras madres del mundo, era la administradora del hogar y la familia, además de trabajar como maestra durante treinta años. Fue madre de tres con caracteres bastante retantes, por decirlo de alguna manera, y esposa de un marido amoroso y responsable, pero músico —eso tiene sus particularidades—. Ella tuvo que bregar y bregó como mejor pudo hasta el último día. Y pienso que lo hizo muy bien, admirablemente, como muchas otras mujeres madres, esposas y profesionales también lo han hecho. Pero a pesar de ello, yo, en ocasiones, no entendía muchas cosas de su forma de ser, de sus decisiones en la vida; por qué tres hijos, por qué un esposo, por qué tanto afán en cumplir con todos y con todo, aunque en ocasiones no le correspondiera hacerlo. Esto muchas veces nos llevó a pelearnos porque yo le llevaba la contraria o le cuestionaba. Yo pensaba que no quería ser como ella.
No puedo decir que mi madre fue mi mejor amiga, no; mi madre siempre fue mi madre, y eso estuvo claro desde el principio. Pero sabíamos pasarla muy bien las dos juntas. Hablábamos en cantidad y yo la hacía reír tanto como ella a mi, aunque tenía un carácter recio y no fueron pocas las ocasiones en que ese carácter se impuso y en la casa ardió Troya. Se hacía lo que ella dijera y como ella dijera, pero ahora entiendo por qué: sin ella las cosas son muchísimo más difíciles.
Pienso en esto todo el tiempo, lo hablo, lo escribo, porque quiero convencerme de que mi madre cumplió consigo misma antes que con los demás o con las imposiciones de la sociedad. Quiero sentir que se fue realmente complacida con sus decisiones, con haber trabajado tanto por todos. Quiero sentir que su vida no fue solo nadar para morir en la orilla —aunque sé que a la larga, eso es la vida, una carrera constante hacia la muerte—. Quiero hacer las pases con mi madre, la mujer, y quedarme tranquila de una vez. Soltarla convencida de que vivió su vida.
Mi esposo, que ha tenido que escuchar la historia muchas veces, me regaló un libro que incrementó mi reflexión sobre la cuestión y en el que en más de una ocasión nos vi retratadas a mi madre y a mi. Se trata de Apegos feroces, de la feminista Vivian Gornick, traducido por primera vez al español en 2017 y publicado por la editorial Sexto Piso. En este libro Gornick narra la relación que tiene con su madre y con otras mujeres cercanas y cómo esta determina su forma de estar en el mundo. Plantea la relación paradójica que a veces se puede llegar a tener con las madres, ese modelo que deseamos emular y a la vez deshacer para poder desarrollar y manifestar nuestro propio ser. Se recrea la lucha constante de una hija por validarse como mujer a pesar del vínculo, en cierto sentido, limitante que se llega a tener con la madre. Con este libro pude reconocer que yo también tuve un apego feroz con mami, pero además, con todo lo que he querido en la vida. Tal vez sea algo del carácter. O tal vez es que me parezco demasiado a mi madre.