Las películas en los ojos de Miguel

Miguel Angel Esteban

 

 

Especial para En Rojo

 

I hope I can make it across the border. I hope to see my friend and shake his hand. I hope the Pacific is as blue as it has been in my dreams. I hope…

Red (Morgan Freeman), The Shawshank Redemption

Mi amistad con Miguel Ángel Esteban Font comenzó y culminó con la muerte. El martes, 5 de octubre de 2021, marcó el final de la amistad cuando Miguel murió a sus 52 años a consecuencia del COVID. Pero nuestra amistad se inició en agosto del 1985. Tata, la abuela/madre de todos en mi casa, murió la madrugada del sábado, 17 de agosto. Regresé a la escuela ese martes, 20 de agosto. Recuerdo un cielo muy gris y unas ganas terribles de esconderme en una esquina de la biblioteca. Pero la risa regresó inesperadamente esa tarde en la clase de inglés de noveno grado de Mr. Matos. El maestro hizo que cada uno se presentara diciendo a lo que se dedicaban nuestros padres y lo que nos gustaba hacer en nuestro tiempo libre. Miguel, el tipo nuevo, dijo que su papá y su mamá eran doctores. Pero lo dijo con una sonrisa de ceja alzada que tenía un poco de sarcasmo y bastante de nervios. Mr. Matos le preguntó en qué rama de la medicina trabajaban y Miguel respondió que no sabía. Luego Miguel le dijo con la misma sonrisa que a él le encantaba el surfing. Cuando Mr. Matos le preguntó en qué playa, Miguel dijo que no sabía. Por esto, Mr. Matos le mandó de asignación averiguar qué tipos de doctores eran sus padres y en qué playa le gustaba surfear. Esto se convirtió en una broma entre Miguel y Mr. Matos. El maestro empezó muchas de sus clases preguntándole a Miguel sobre sus padres. Un día Miguel contestaba que eran dentistas. Al otro día decía que uno era pediatra y el otro era cirujano. También decía un día que le gustaba surfear en Vega Baja y al otro día decía que en Bayamón. Miguel quedó como el payaso del grupo. Esa semana, Miguel se acercó a mí y, casi sin conocerme, me devolvió dos bolígrafos que me había robado de los bolsillos de mi pantalón. Hasta el día de hoy, no me explico como el tipo hizo para sacarme las cosas de mis bolsillos sin que me diera cuenta. Gracias a ese embustero con sonrisa de medio ganchete a lo Popeye es que tuve uno de los años más divertidos en la escuela. La pérdida de Tata se hizo más manejable por las risas que me esperaban en el salón de clases gracias a Miguel. Mi noveno grado terminó en mayo de 1986. Al final de ese último día me fui con mi hermano al cine para ver mi primera película de terror en la pantalla grande, April Fool’s Day (dir. Fred Walton, EEUU, 1986). La película es una de esas joyitas ochentosas en el género del slasher que mezcla el humor con el terror y cuyos ecos se sienten en la más reciente Cabin in the Woods (dir. Drew Goddard, EEUU, 2011). April Fool’s Day pasará desapercibida para muchos, pero siempre será especial para mí. Fue la primera película que me recomendó Miguel.

Miguel era un cinéfilo muy particular. Se obsesionaba con las películas en las que se sentía identificado y no aventuraba mucho fuera de los géneros que le gustaban. Miguel tenía un grupo de películas que revisitaba constantemente y que revelaban quién él era. Nunca se veía como el personaje principal, sino como uno secundario actuado por algún actor de carácter que nunca había protagonizado en Hollywood, pero que siempre dejaba su marca. Por ejemplo, aunque adoraba Braveheart (dir. Mel Gibson, EEUU, 1995), no se veía como William Wallace (Mel Gibson). Miguel se veía como Argyle (Brian Cox), el tío que viene a buscar a Wallace cuando este se queda huérfano. A pesar de que solo aparece en la película por unos minutos, Argyle perdura por su explosión de presencia. Visualmente lo leemos como un guerrero iluminado. Es un hombre que parece esculpido en una piedra con pelo largo y una cicatriz vertical que le cruza un ojo. Esa roca le dice al joven Wallace que para usar la espada tiene que primero usar su mente. Ese era Miguel, el tipo que muchos menospreciaban porque lo consideraban secundario a todo. Sin embargo, tenía una visión artística e intelectual que, aunque indisciplinada, era única precisamente porque no se originaba en una educación formal. El muchacho que nadie notaba y de cuyo intelecto tantos dudaron, tenía una profundidad insondable. Pude conocer a Miguel mucho más allá de sus payasadas y bromas precisamente porque entendí quién era él a través del cine.

La videoteca de Miguel contaba con las películas tradicionalmente asociadas a un yaga, como Miguel se refería a sí mismo usando el término como una traducción de geek. Tenía las dos primeras trilogías de Star Wars, la trilogía de The Lord of the Rings y la trilogía de The Matrix, entre muchas otras. Si confiamos en una apreciación superficial de su colección, obtendríamos una visión limitada de Miguel. La armonía de las trilogías no reflejaba el caos y las complejidades de mi amigo. Para ello, habría que ir más profundo para reconocer las cualidades que hacían de Miguel aquel payaso divino que invitaba al caos cuando se reía en los momentos más oscuros. Asocié esta cualidad con una trilogía que Miguel adoraba y que siempre tuvo en VHS, The Evil Dead (1981), Evil Dead II (1987) y Army of Darkness (1992), dirigidas por Sam Raimi. Cada película sigue al personaje de Ash (Bruce Campbell) que se enfrenta a unos espíritus malignos que lo quieren poseer. Ash es un bodoque bocón y presumido. Su interminable resistencia hasta al final lo transforma en un héroe con escopeta en mano y una sierra eléctrica de prótesis en la otra. Miguel era una combinación de risas tontas que refrescaban el malestar, actos absurdos que entretenían a todos los que lo conocimos y comentarios que develaban un universo que pocos divisamos.

Miguel y yo jugábamos con la idea de que todos vivimos en una película. Para Miguel, todo era un performance que retrataban sus ojos. Cada momento que captaban las cámaras de su mirada tenía un significado en la película que solo él notaba. En mi caso, el pensarme en una narrativa que solo mi mirada capturaba, inevitablemente me llevó a pensar en cómo yo también era un personaje en las miradas de todos los que me notaban. Pero Miguel nunca llegaba tan lejos porque siempre se sintió como un fantasma en el que nadie se fijaba. Él vivía satisfecho con esa realidad. Por eso la película que grababan sus ojos tornaba al inadaptado que todos menospreciaban en una figura heroica que solo él admiraba. A Miguel lo fascinaban el vagabundo asesino (Emilio Echevarría) de Amores Perros (dir. Alejandro Iñárritu, México, 2001), el silencioso Donny (Steve Buscemi) de The Big Lebowski (dirs. Joel e Ethan Coen, EEUU y Reino Unido, 1998) y Auggie Wren (Harvey Keitel), el dueño de una pequeña tienda de tabaco en Smoke (dir. Wayne Wang; Alemania, Japón, EEUU; 1995). Es precisamente Auggie Wren el personaje en el que siempre encontraré a Miguel. En la película, Auggie se estacionaba todos los días con una cámara al frente de su negocio. Allí tomaba una foto que conservaba en una serie de álbumes para documentar los fragmentos de historias que transitaban por las aceras frente a su tienda. Este era Miguel, el que siempre retrataba lo que nadie notaba y que acumuló en su recuerdo un sinnúmero de imágenes cuya belleza se nos escapaba a todos.

 

A finales de los 80, le mostré a Miguel una corta secuencia que, para aquel entonces, era lo más glorioso que yo había visto en el cine. En un histórico corte de Lawrence of Arabia (dir. David Lean, Reino Unido, 1962), el personaje de Lawrence (Peter O’Toole) mira fijamente un fósforo prendido. El soplo de Lawrence apaga el fósforo y, a través de uno de los cortes más perfectos de la historia del cine, enciende un sol que se asoma en un inmenso cielo del desierto. Sin pensarlo dos veces, Miguel me contó que en el cine nunca se dejaba un fósforo prendido. Justo antes de cada corte, todo fósforo prendido tenía que ser apagado. Hasta el día de hoy busco ese fósforo que se mantendrá prendido más allá de la transición entre una imagen y otra. No sé si me mintió y ni importa. Esa luz sin apagar es la que reflejará en la gran pantalla del final todas las historias retratadas por los ojos de Miguel. No es en Zihuatanejo, sino en esa sala donde espero encontrar a mi amigo. Y espero que no se incomode cuando lo abrace, pero es que me ha hecho mucha falta.

 

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