Sambumbia de plato principal de Bernardo López Acevedo

Quiero comenzar con un énfasis. Me alegra mucho presentar esta noche el libro de Bernardo López Acevedo: Sambumbia de plato principal. La contraportada lleva la indudable huella del autor: el humor. Nos dice, sobre Bernardo, que nació “muy joven”: “A escasos nueve meses después de haber sido concebido por obra, gracia y osadía de Santa Acevedo Méndez y Juan López Ruiz. (Osadía porque fue el sexto hijo en circunstancias económicas que aconsejaban no tener más de uno o la mitad. ¿Qué se puede hacer?)”. Apenas uno entra en el libro de Bernardo López Acevedo, se tiene la percepción de que su escritura viene apoyada por una rica y amplia cultura. Una cultura abundante obtenida de múltiples fuentes: en la acuciosa capacidad de observación cultivada desde su niñez, mediante la absorción de la compleja tradición popular que su paso por el mundo le ha brindado y de las cuidadosas lecturas y participación en múltiples proyectos culturales de diversa índole.

El reconocimiento de esa abundancia cultural, oral y escrita, obtenida fuera y dentro de los libros, me permite vincular la afirmación de que nació muy joven, con Alejandro Tapia y Rivera cuando al comenzar su novela Póstumo el transmigrado con la importante observación de que Póstumo fue hijo de su padre y de su madre, insistió luego en un conocimiento sólido derivado del juicio anterior: es decir, que tuvo padre y madre. Son expresiones que dejan inevitablemente en el lector una leve sonrisa, lo que podríamos llamar la flor del humor, el placer obtenido. Lo que es evidente, sin embargo, puede desencadenar una reflexión mucho más compleja si de alguna forma, al exponerlo se abre la posibilidad de un cuestionamiento. En aquella sociedad decimonónica todo el mundo había tenido padre y madre. El problema consistía en cuestionar ese verbo aparentemente sencillo: tener. ¿Qué significaba tener padre y madre en una sociedad esclavista, en la que a un niño o al padre o a la madre se le podía vender según el capricho del amo? ¿Qué significaba tener en una sociedad en la que lo propio, para muchos humanos, no existía ya que la corporeidad y lo que la acompañaba era propiedad ajena? Ninguna de estas preguntas, u otras que podrían formularse, pierde significación porque el escenario social de la novela haya sido Madrid.

La salida humorosa, según expresión de Freud, conlleva siempre una complejidad. El nacer joven, que se nos dice de Bernardo, puede llevarnos a caminar por una importante característica de su libro. ¿Qué hubiese querido decir que nació viejo? En el brillo de su evidencia, la afirmación de haber nacido joven puede revelar mucho del autor del libro si nos fijamos en la trayectoria ofrecida en su lectura. La infancia es fundamental en la escritura de Bernardo. No como un pasado distante y lejano, sino como una fuerza todavía activa en su vida actual, en esa larga entrada en la madurez hacia la que camina acompañado del niño que fue. En este libro, el niño habla continuamente, pero habla acariciado por el humor. Freud escribió en 1928 un breve ensayo sobre el humor, ese “raro y precioso talento”. Señaló que el humor despierta una fuente de placer y destacó que reside en el ahorro del despliegue afectivo.

Freud, además, destacó otro aspecto interesante del humor: “El humor no es resignado, sino rebelde; no solo significa el triunfo del yo, sino también del principio del placer, que en el humor logra triunfar sobre la adversidad de las circunstancias reales.”1 Si bien Freud vinculó el chiste con el inconsciente, estableció el vínculo del humor y el placer con el súper-yo. Aunque es menos intenso que el chiste, nos dice, el humor resulta liberador, observando, a su vez, su origen en la “instancia parental”.

La instancia parental es una fuerza generativa en el libro de Bernardo. Lo abre y lo cierra como si quisiera asegurar el tejido textual con una hilatura genealógica. Pero lo hace de una forma metafórica. Metáfora en griego significa transporte. Pues bien, Bernardo, apropiándose de una ya venerable metáfora convierte el libro en su hijo. Lo hace al justificar su prólogo, también metaforizado, al convertirlo en “muleta”. Es decir, en ayuda para poner en movimiento la entrada a la lectura. No es una casualidad que en el prólogo le indique al leyente el origen del título que lleva su “hijo de papel”. “Sambumbia es un término que vengo oyendo desde niño, en su significado de especie de olla podrida o potaje resultante de la mezcla de ingredientes diversos.” (13) Como puede verse, Bernardo nació joven, no como dato limitadamente biológico, inevitable, sino como dato de que aquella infancia suya, impregnada de vida y fuerza semiótica, sigue viva en el Bernardo maduro, con capacidad de continuar generando significado y placer. Y otra vez opera la metáfora. La olla podrida o potaje de diversos ingredientes ahora se desplaza de la mesa de alimentos en viaje hacia el libro, presentado como potaje-lectura compuesto de diversidad, hibridez y sabrosura. El alimento corporal se ha convertido en páginas, hijo de papel, con otro tipo de alimento de naturaleza espiritual.

El prólogo dice mucho sobre el Bernardo niño, así como del Bernardo escritor. Niñez y escritura se entrelazan de una forma muy reveladora. El prólogo-muleta, instrumento auxiliar cargado de humor, utilizado por el padre del “hijo de papel”, expone la amplitud de significación del libro al establecer, como hemos visto, la analogía de su título con un potaje que el supuesto padre relaciona con su niñez. La continuidad está, ciertamente, en el oír, en la oralidad, vinculada estrechamente con la tradición popular. Sobre ese primer conocimiento, rico y variado, se construye la vertiente siguiente, la escritura, de donde nace, como fuerza híbrida el “hijo de papel”. Lo que nos lleva a afirmar que por todo el texto de Bernardo, se oye siempre el sonido de la voz diversa del pueblo.

Pero esa voz creció, se expandió, hasta internarse en la escritura, en la sambumbia de su libro, ese texto de cuerpo presente, mezclado, híbrido, como si metaforizara con su presencia la formación mestiza de nuestro pueblo. Y ya de entrada, como lo hace también de salida, Bernardo nos permite observar la característica principal de su escritura. Observe el leyente cómo al referirse al acto reiterado de oír el término sambumbia y revelar su significado, Bernardo acude al Diccionario de la Real Academia Española y subraya una deficiencia: “A lo más que llega el DRAE es a hacer referencia, en la tercera acepción, a la cubana idea de que se trata de ‘bebida o comida mal preparada, de poca calidad’. Y no tiene razón porque en el borinqueño lar hay sambumbias sabrosas, bien preparadas y de muy buena calidad. Sin que esté implicado que ésta lo sea.” (13)

La última oración, claro está, es necesaria como flor humorística cuya función es proteger al “yo” autorial de posibles críticas. Otra vez la metáfora entra en acción. Así como la sambumbia conocida por el autor “estuvo asociada de alguna forma con la pobreza”, también el prólogo previene al lector sobre la naturaleza de la lectura: “No esperes hallar aquí tratados enjundiosos ni poesía de alto vuelo, so riesgo de frustrarte”. (15) La analogía entre la comida vinculada a la pobreza con el libro vinculado a la humildad paternal sobre el carácter de su “hijo de papel”, permite elaborar otra metáfora que va contra la humildad retórica del autor: la sabrosura de su prosa. Así como defendió, ante la limitación de la definición de la DRAE, la sabrosura de la sambumbia boricua como alimento, también puede el leyente defender la sabrosura de la Sambumbia de papel.

¿De dónde viene tal sabrosura, nos permitimos preguntar? La contestación exige cruzar el libro, es decir, leerlo, hasta llegar a su artículo final, “Un pequeño Larousse en manos de un gigante”. No es una casualidad la insistencia en el diccionario. En el prólogo se alude al Diccionario de la Real Academia Española, el DRAE, y al final nos encontramos con el Pequeño Larousse. Pero no nos equivoquemos, el primero fue El pequeño Larousse. La referencia a este importante diccionario, aunque la hace el adulto, pertenece al niño Bernardo. Para algo deben servir los recuerdos: para darle presencia a lo ya ausente, a lo desaparecido, mediante la vocación, o puesto más sencillo, al llamado del habla. Bernardo nos explica, a través del poderoso “lomo de buey” capaz de cargar con tantas palabras y sus múltiples definiciones, bulto de saber que “sorprende a veces, que es decir casi siempre” (53), de dónde le nació su interés y cuido del lenguaje. Lo hace por vía de un relato de su familia, sin esconder la pobreza en que vivía. Su padre era carpintero y ganaba $7.50 en un día de más de ocho horas de trabajo. Con ese salario alimentaba diez bocas: la suya, la de su esposa y las de ocho hijos.

“Debo suponer, – nos dice el recuerdo de un niño seducido por la admiración – que aquel diccionario costaría dos, quizá tres dólares. O sea, casi la mitad del salario devengado por un día de dura carpintería. ¡Esos eran atrevimientos de mi Padre que todavía hoy evoco con orgullo y lágrimas!” Pues bien, ese atrevimiento del padre fue un interminable curso escolar, no solo por la compra audaz del libro, sino por el continuo cuidado recibido en el recinto familiar. “Por allá es que hay que hurgar cuando se quiera saber por qué soy celoso y cuidadoso con el vernáculo. Para mí cada palabra es una transida evocación de un amor extraordinariamente grandioso, de un hermoso ejemplo de dación y entrega.” El Gigante del título no es otro que su padre, quien dejó este mundo a los 95 años. “El Pequeño Larousse lo encontramos, desmigajado por los años y el uso, en una pequeña maletita donde Juan López guardaba recuerdos y, quién sabe, palabras nuevas, giros sin estrenar… quién sabe.” (196) Una ironía sutil recorre el cuidado verbal de Bernardo: el Pequeño Larousse lo ayudó a ver a su padre como un gigante por el amor a las palabras. Uno puede imaginar a aquel hombre invirtiendo parte de su pobre salario en un depósito vivo de palabras, en lugar de ir a un bar a beberse el sueldo, como no pocos hacían, e imaginar cómo trataría la madera aquel cuidador de palabras. Las imágenes tienen sentido porque la figura del hijo, ya maduro, puede evocarlas con orgullo.

Me detengo ahora un momento en el regodeo placentero de Bernardo cuando transita por el diccionario, una aventura decisiva en su aprendizaje poético. “Para mi gusto, las más divertidas, sonoras y poéticas son las definiciones de plantas y animales. De muchas no entiendo casi nada. Y más me entusiasman. Oiga ésta: ásaro – género de plantas aristoloquiácias, herbáceas, vivaces, de tallo corto, hojas acorazonadas con largo pecíolo y flores terminales solitarias. O ésta: baleniceps – ave zancuda de la familia de las ardeidas que vive en los pantanos del África central y presenta el tipo de aves más extraño que se conoce por tener muy grande la cabeza, muy ancha y en forma de zueco la mandíbula inferior, enormes las alas y adornado con un moño el occipucio.” (53-54)

En la cita anterior, el precioso talento del humor se combina con el complejo placer por la palabra y sus resonancias, recordándonos al gran poeta cubano Lezama Lima. Bernardo, entre las muchas cosas que ha sido y es, sobre todo se proyecta como un cuidador de palabras, un amante exigente del lenguaje. Esa cualidad suya, esa obsesión incurable, para la que no existe droga alguna como no sea la lectura, la conversación y la escritura, es lo que hace de Bernardo un escritor de cuerpo entero. Puede cobijarse en el humor, puede proteger su “yo” al hablar con humildad sobre su “hijo de papel”, pero en el interior de su corazón y su conciencia sabe que cada una de sus palabras escritas está cernida por el amor al lenguaje y por la exigencia de la belleza en la expresión.

Pero debo aclarar algo para evitar malos entendidos. Bernardo ha sido, por encima y por debajo de sus múltiples facetas, un luchador, un revolucionario, o inconforme permanente ante la condición colonial. Su amor por las palabras y la literatura nunca se ha disociado de la lucha por la libertad de Puerto Rico. Ahora bien, como luchador, sabe que son múltiples las trincheras. Hoy estamos aquí, en la sede del periódico Claridad, porque, como él mismo ha dicho, aquí se formó una parte importante de su personalidad histórica. Podría decirse que toda su vida ha estado vinculada a las letras. Si, como dijo Freud, el súper yo por medio del humor consuela cariñosamente al intimidado yo, Bernardo despliega su talento dejando caer los pétalos del humor sobre sí mismo hasta valiéndose del rigor del soneto. Veamos, como ejemplo, uno de ellos: “Soneto yermo y victorioso”:

Yo divisé gigantes a lo lejos,

reuní mis fuerzas y embestí afanoso,

no me seguía escudero laborioso

mas habría desechado sus consejos.

A mitad del camino mis añejos

ardores trasnochados en reposos

convocaban fervores amorosos

con ímpetus neonatamente viejos.

Llegué hasta la explanada jadeante,

esgrimí mi armamento enmohecido,

invoqué tu presencia fiel, constante.

No estaba solo, pues me había seguido

una ciega ilusión alucinante

que me ofrecía laureles de vencido. (21)

Cuidadoso de la forma, el artesano de la palabra que habita en la conciencia de Bernardo, trabajó el soneto clásico. Con su fina ironía, cargada de humor, dándose la figura de un Quijote solitario, acompañado de una ilusión alucinante que le ofrece, para su coronación, laureles de vencido. Con fino dominio del contraste y la aliteración, el soneto yermo florece en la victoriosa derrota del hablante poético. Nada tiene en su vida que ver con barberos u otras mentalidades inquisitoriales dispuestas a la quema de libros. Por el contrario, toda su vida ha trabajado cerca de esas importantes criaturas de papel. Fueron muchos años los que dedicó, al lado de Carmen Rivera Izcoa, en Ediciones Huracán, al timoneo de una nave quijotesca, siempre bordeando el naufragio, pero rebosante de felicidad por la creatividad del trabajo y sus abundantes logros. Y Bernardo le rinde homenaje a la querida Carmín, tantas veces mal entendida y otras vilipendiada, cuando él mismo pudo comprobar que estaba hecha y amarrada con la noble fibra generosa y quijotesca. No es una casualidad que Bernardo recuerde con amoroso respeto al inolvidable Fernando Rodríguez y a Fernando Picó, ambos ya desaparecidos entre los vivos, pero más presentes que muchos vivos en nuestra memoria. Es que la cuidada prosa y los versos de Bernardo van tejidos con el respeto y el amor que ya ha echado poderosas raíces en la memoria.

Eso es el libro en gran medida. Ahí está la sabrosura de la sambumbia literaria: en ese delicado tejido de la memoria, pero sobre todo en la calidad del hilo que forma la urdimbre, en ese ir y venir de la vida de la cultura. La escritura, el aliento del habla que la habita, con toda su perdurabilidad, se mueve en el inevitable oleaje del tiempo porque no deja nunca de ser temporalidad organizada, expresión histórica, cuya vida depende de la tenacidad de los habitantes de un pueblo en perpetua formación y deformación, siempre luchando contra la intervención imperial con el designio de deshacerlo. Bernardo sabe que la escritura, con todo el cuidado que exige, opera en un territorio intervenido, lucha en él por sobrevivir, se afirma en él, aunque sepa que se mueve, como los barcos, sobre un fundamento liquido. La cultura puertorriqueña siempre se ha movido, siempre ha flotado, aunque haya quien no quiera reconocerlo, en un terreno hostil que de una forma u otra se mete en su interior y busca anegarlo. Por consiguiente, siempre ha llevado por dentro su caballo de Troya. Tres fuerzas la han protegido de la disolución: su capacidad creativa, su capacidad de recordación y el gesto práctico heterogéneo, consciente e inconsciente, de afirmación reiterada en el tiempo. Cuando estas fuerzas se juntan, el verbo cuidado, no importa su humildad, se torna poderoso. En ese contexto de pugna inacabable, permanente, debemos colocar el libro de Bernardo.

Es momento, entonces, de valorar un gesto imprescindible que el libro le reclama al lector. “Si decides leer, hazlo en cualquier orden que la rigidez es odiosa siempre”. (15) Ahora bien, si la voz del texto reclama un amplio espacio de libertad para el lector, es porque la forma misma del libro ha creado ese espacio. Sambumbia de plato principal es una obra abierta, porosa, con múltiples entradas y salidas, porque tiene un ordenamiento flexible, con diferentes inicios y conclusiones, que van del poema al ensayo y del ensayo a la estampa o a la narración corta semejante al cuento. El leyente tiene para escoger su entrada y su salida, puede avanzar o retroceder como si hiciera escala en el tejido amplio de una memoria. No es un pedido superficial lo que hace la voz textual al exponer el siguiente reclamo: “Por favor no coincidas en nada con mis opiniones cuando a opinar me pongo. Al contrario: recuerdo que el adelanto humano y social radica en la discrepancia, en el desacuerdo. Es cierto que coincidir no es pecado mortal, pero no hay quién me saque del magín que sí es pecado venial.” (15)

Sin negar, claro está, la presencia del humor en la cita anterior, no cabe duda de que Bernardo sabe que la cultura se fortalece y se expande por las esquinas de la diferencia y la disidencia. Un ser cosido al calor de continuas batallas reconoce y sabe de la importancia de la inconformidad en la urgencia de producir el cambio. Y la inconformidad, si quiere dar frutos, sin quiere retoñar en libros u otras vertientes de la producción cultural, no tiene otra opción que reafirmar la creatividad, para abrirle a la reiteración inevitable de la vida, el camino de la transformación y la variación. Pero cuidado, el luchador por la libertad y contra el coloniaje exige cambios, sin duda drásticos, pero la vida también es continuidad, reiteración. Porque si no, cómo “celebrar batiendo palmas el hecho de que todavía, ¡gracias Padre Todopoderoso!, el manjar de las patitas de cerdo con garbanzos siga haciendo salivar a mucha gente que conozco, que se siga diciendo morcilla, longaniza y cuajito; y que la palabra embutido se vaya quedando por ahí tirada, olvidada, despreciada y eventualmente sea abolida.” (87)

No puedo terminar sin insistir en un aspecto de la escritura de Bernardo López Acevedo, hijo de su padre y de su madre, como nos recordó Alejandro Tapia y Rivera. La prosa y el verso suyo están permeados de bondad, de solidaridad. Podríamos decir que estamos ante un libro tejido delicadamente con la solidaridad manifestándose en múltiples niveles. En todos ellos, sin embargo, el recuerdo es ingrediente fundamental, ya sea cuando se refiere al monumental episodio de la electrificación del país, llevado a cabo por el gobierno y “los creadores de la audacia”, como les llama a los trabajadores de la UTIER, utilizando helicópteros para hincar postes por todos los riscos y montes de la isla, o cuando se refiere al aciago día de su viaje en carro público desde Guayama hasta Aguada al recibir la noticia de que su madre estaba enferma. En el primer caso, el de “los aparatos volantes” que despeinaban los matorrales, fue de su infancia en un barrio aguadeño. La emoción todavía lo conmueve recordando los diestros obreros amarrando a los “negros trapecistas”, los enormes postes, flotando en el aire hasta descender y “asentarse en su hoyo con ayuda de laboriosas manos que los esperaban abajo”. (152) En el segundo caso ya tenía 21 años, se encontraba en Guayama en su vida de militancia política vendiendo el periódico Claridad. Desde que recibió la noticia de la enfermedad de su madre sospechó que la pérdida era ya un hecho. Hizo el largo viaje en carro público hasta Río Piedras “acariciando viejas y presentes ternuras maternales”. (164) Desde Río Piedras hasta Aguada viajó en el automóvil de René Rodríguez, quien con Rafael Rivera y Edna González Cruz, lo llevaron a despedirse de su madre.

Bernardo cultiva, sin duda, la palabra con amor y tesón. Pero la palabra es un vehículo de belleza perdurable para un homenaje mayor: el cultivo de la amistad y el enlace solidario. Esa fuerza que brota de su interior para encontrarse con ella misma surgiendo de otros inagotables surtidores que también proclaman el amor y la comunidad. El afecto, sin embargo, es la fuerza nutricia de la memoria. Por eso la pluma de Bernardo traza los hilos del afecto y se mueve ágil por los nombres de compañeras y compañeros que quiere ver desfilar por los senderos de su libro. De esta forma, no importa por donde entre el lector a este hermoso libro, entrará no solamente en la vida y experiencia de una voz compleja y afirmativa, sino en una comunidad donde la pobreza, el esfuerzo y la lucha han trazado un signo perdurable. Por eso el hombre ya maduro, no quiero decir viejo, porque nació joven y ha seguido siéndolo, recuerda esa vida suya de los 21 años, cuando enhebró su experiencia a una lucha que le dio a su persona un nuevo sentido de comunidad: “Allí y entonces me incorporé a la trulla de locos que hacían el milagro semanal de publicar el periódico Claridad, para que el pregonero de Guayama, el pescador de Patillas y Don Pedro de León en Maunabo pudiesen continuar regando la semilla anticolonialista imperturbables, estoicos, con reciedumbre, firmeza y tesón patrio.” (165)

Tiene un profundo sentido, pues, que estemos aquí esta noche, en el local de Claridad, el espacio sobreviviente de esa trulla de locos que siguen haciendo el milagro semanal, pero esta vez celebrando la semilla ya desarrollada en libro, de la prosa de uno de esos locos de ayer, creador de una prosa recia, de un verso vibrante y firme, con fuerza y tesón patrio. ¡Recibe, Bernardo, un abrazo de amor y agradecimiento de tus camaradas!

1 Sigmund Freud, “El humor”, Obras completas, Volumen III, Madrid: Editorial Biblioteca Nueva, 1968, 512.

Presentación hecha en CLARIDAD el 22 de junio de 2022.

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