Será Otra Cosa- Frente al oído

 

 

Especial para En Rojo

 

I.

Confiar es el verbo exacto. Decidir ir al despacho implica una gran dosis de dolor y confianza.

Una se explaya frente a otra. Una se sienta lo más derecha posible y abre la boca. De la boca sale el cuento. A veces los dientes muerden la lengua y atrapan las palabras fugitivas. Otras veces, los brazos no alcanzan las oraciones que flotan en el aire. Lo importante es que el cuerpo, con su cerebro, su corazón y su garganta, está aquí, sentado frente a la otra, dispuesto a desparramarse.

Una va tomando conciencia de ese derramamiento. Intenta mantenerse erguida. Pretende, con todas las garras que quedan, aferrarse a un cuento, al que una se hace todas las noches para dormir. Lo que pasa es que llegó el día en que ya el relato, esa inmensa sábana que se teje por años, tiene tantos y tantos tachoneshuecos que se cuela el frío, y el frío no deja dormir. El insomnio es la peor de las pestes. Horroriza mirar el reloj que marca las 2:30 a.m. e intentar, por dos horas, volver a dormir. Los ojos, dos lupas lectoras, releen todas las viejas historias, las que avergüenzan, las que duelen, las que no se han sabido tejer bien. El mecanismo del cuerpo, resentido por tanta cosa junta, decide levantarse. Nada como el movimiento para acallar el ruido de la azotea del mecanismo. Pero el cuerpo y su azotea se fatigan.

Las garras habrá que limarlas: domesticarlas. Reducirlas para que las palabras fluyan en confianza. El tránsito palabrejo creará otro telar de lenguaje, fortalecido por las preguntas de la otra, que calentarán y ayudarán a dormir.

Leí que la Farmacia Amiga tiene las limas en especial.  Habrá que comprar un paquete de cincuenta.

II.

Al segundo encuentro me presento con mi mejor armadura: las palabras escritas en un papel. ¿Qué sería sin la escritura? Es curiosa la necesidad de una sombrilla de papel. Y le voy dando vueltas a la sombrilla. Juro ser la delicada mujer china de los cuentos. Voy girando y girando esa linda sombrilla de papel.

Lo cómico es que me cojo corrigiendo lo que escribo. Veo mi mano tachando la palabra “boca” y poniendo “lengua”, añadiendo una ese final para que haya concordancia de número en una oración y arreglando una expresión para superarla. Hipercrítica. Hipercrítica de mí y de todos.

Escribir, del indoeuropeo scar-escara-cicatriz-arañazo sobre una superficie.

Vuelvo a las garras. Agarro. Me agarro.

III.

Dos poemas abrieron la puerta al sótano : Ithaca de Kavafis y One Art de E. Bishop. El primero es sobre el viaje, la vida como viaje, el consejo para quien parte: saber que Ithaca  es el pretexto para activar el deseo. Por supuesto, sin deseo no hay vida. Y a esa ciudad cualquiera- Ithaca, Nueva York, Portland, Chicago- se le agradecerá el viaje, la despedida, el crecimiento. El otro poema lo releo para aprender a soltar. Es duramente bello ese poema. Lo he rumiado por siglos. ¿Y si soltar es también una Ithaca?

Luego, una conversa es lo que aconteció. Como compañeras de clase fuimos enhebrando el diálogo. Una puntada por aquí y aparece el libro de Madres e hijas de Freixas, otra por allá y se sugiere el de Beauvoir, Habitación de por medio. La casa es el tema. La casa es el cuerpo materno. La casa es el territorio que se piensa de todos, de todas, aunque no lo sea. La casa tiene miles de puertas y pisos, como el laberinto de mi sueño.

IV.

El oído se transforma en boca que pregunta, que sugiere. Ya lo decía Derrida, otobiografía es la palabra para la autobiografía. Me reconstruyo frente a ella, según sus preguntas. El detalle está en que la oidora -ese oído que se acomoda entre dos signos de interrogación- vela mis huellas, mis inconexiones. Ella es cazadora de las mariposas que, inconscientes, salen a volar. Tiene una red hermosa, la oidora. Tejida con años de lecturas, con siglos de conversación. El palo es de madera fuerte, caoba; el paño, de fibra natural, cáñamo. Con la red atrapa palabras, logra entrever los lepidópteros que se escapan. Lo increíble, y lo hermoso, es la gracia con la que agita la red para cazar las mariposas. Inadvertidamente.

Así, la hora es un tráfico de voces que voluntaria e involuntariamente, que consciente e inconscientemente, que cuidadosa e inadvertidamente van develando voluntades, deseos, olvidos, pesares.

V.

Azuzar la tristeza es un arte tan difícil como soltar. Ella llega y hace fiesta con el corazón.  Suele arribar de golpe y porrazo, con maletas enormes para su larga estancia. Una se jamaquea, sale a pasear, canta a toda voz o baila con fuerza con la ilusión de que en alguna voltereta pueda deshacerse de ella. Muchas veces lo logro y la veo darle espacio a la serenidad y al bienestar. Otras no. Hay quien dice que coqueteo con la tristeza, que estimo su belleza y su color azul iridiscente tan propio del arte.  Hay veces que me aferro a ella con todos mis dientes, como si no la quisiera soltar. Ya no es tristeza, sino melancolía. Y ahí voy desenredándola para saber cómo la llevo tejida, para ver sus puntadas, para hurgar en sus hilos de palabras.

 

 

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