Al calor de mi “Conversación en la Neblina” con Glendalys Marrero

 

Especial para En Rojo

Esa empatía que puede llegar a inspirar quien despliega su alma al producir una obra literaria, al punto de lograr convertir al lector en su cómplice en el proceso de entender y consentir confidencias gestadas en el epicentro de quien escribe, es algo no tan fácil de lograr en la literatura. Hay unos pocos artistas de la palabra que, sin embargo, logran agenciarse esa complicidad del lector. Y en ese selecto grupo se encuentra Glendalys Marrero, quien derrama sobre el lector un torrente de bellas e inteligentemente articuladas confidencias en “Conversación en la Neblina”, título del primer libro publicado[1] de esta talentosa puertorriqueña oriunda de Barranquitas. Este pueblo montañoso emerge en la topografía isleña ataviado en el más sutil velo blanquecino de la neblina, sin que su gélida temperatura y clima de misterio mitigue en lo mínimo el colorido y brillantez de una pujante labor artesanal que permea la vida del pueblo. En medio de ella, creció Glendalys, nutriéndose de la prodigalidad y bondades naturales de la vida campestre, a la vez que degustaba la buena lectura inculcada por una madre maestra y una tía bibliotecaria.

En dicho entorno, la autora llegó a la conceptualización de la palabra como objeto artesanal. Su disfrute de festivales de artesanía la llevaba a la absorta contemplación de objetos tridimensionales que cargaban el imprimátur de la privilegiada destreza de manos de artesanos curtidos en el noble ejercicio de su quehacer artístico, posibilitados por una tecnología que, sin embargo, no podía prescindir del intelecto y la emoción humana. Estos elementos, en sus dosis apropiadas, delinearon y conformaron la mujer y escritora que es Glendalys Marrero, desembocando en el finísimo destilado de arte literario que es “Conversación en la Neblina”, en que la palabra se torna bello objeto de apreciación no solamente por su contenido, sino por su forma, como pintura de ricos matices y texturas o escultura escritural digna de ser admirada en varias dimensiones, conjugando la reflexión en el contenido con la belleza de la incógnita.

“Barranquitas fue un crisol para mi escritura en el sentido de la artesanía. Mis experiencias de vida me llevaron a ver la palabra de manera objetivada, como un elemento con el cual trabajar; como materia prima”, explica elocuentemente la escritora.

La autora acomete su compromiso literario con ese sentido de propósito de quien tiene plena conciencia de que ha recibido una investidura de la más alta estirpe, consciente del peso que cada palabra encierra. Álex Grijelmo, en su obra “La Seducción de las Palabras”, expresó que cada palabra tiene un aroma; está perfumada; y encierra una historia que la interrelaciona con otros vocablos que inciden en su peso. Glendalys conoce las tradiciones de las palabras de nuestro vernáculo, y bien sabe cómo utilizarlas. Las maneja con la intensidad de a quien se le va la vida en ello.

La apreciación de Glendalys por ese objeto creado con manos humanas viene acompañada del temor de su desaparición. “Un objeto no es producido por el ser humano con el propósito de que se destruya. Ha sido hecho con la intención y voluntad de que se perpetúe en el tiempo; para que pertenezca al futuro”, plantea. Su idea de objetos que trascienden en el tiempo es ricamente elaborada en “Pájaros”, relato con que Glendalys lanza al vuelo su “Conversación en la Neblina”.

Ya en las entrañas de un cálido faro al que pudieron llegar el narrador de la historia y su moribundo amigo Dazai luego de una lucha a muerte con el mar, el narrador describe el espacio interior del faro, lleno de objetos diversos, en los siguientes términos:

“Siempre pensé que los objetos tienen un reloj interno. Un tiempo propio para ocupar la memoria o el tiempo. Porque el tiempo del objeto funciona en más de siete dimensiones. Un mecanismo que hace trasladarnos a una escena. Pero hay escenas en ese objeto, o en la historia de ese objeto que muchas veces ignoramos, como por ejemplo algo imaginable, la ontología del objeto. Y es así. Asumimos el pensamiento humano, las manos puestas en el objeto, la posibilidad de la idea, la ideación del objeto y la toma del objeto del tiempo que es su uso. Pero ya habíamos atravesado la era del objeto, ahora estábamos ante el séptimo estado de la materia. Ahora la libertad era adentro. Afuera, los pájaros habían creado pánico”[2].

Esos pájaros que “habían creado pánico” eran hechura humana que se había descontrolado y lanzaban toda su furia destructora activados por la voz humana. Hay una profunda melancolía de la escritora al ver el tiempo, “[c]ómo se deshace, su delicada estadía en el ser. La fragilidad”. Es por ello que lamenta “[p]or qué hubo un tiempo de álbumes y memorias cuando íbamos directo al paisaje de la ruina”[3].

En la descripción del interior del faro, la autora transmite la sensación de un tiempo suspendido, lo cual queda acentuado con la imagen de una pared llena de relojes que, según el narrador del relato, “[d]aban la sensación de que en aquel lugar se marcaba un tiempo remoto”[4].

De ese modo en “Pájaros”, como a través de los diversos relatos y poemas en “Conversación en la Neblina”, la autora plantea la elasticidad del tiempo e instaura la atemporalidad como período en el cual se desarrolla su narrativa y su poesía. Al sumergirse en la lectura, el lector advierte dicha sensación de atemporalidad, pues los relatos y las personas parecen indistintamente de cualquier tiempo. Las arquitecturas y estructuras que describe, aunque desoladas, transmiten de algún modo la vida que una vez habitó en ellas y que, en cierta forma, persiste, pues para la autora el ser humano, con sus aspiraciones, sueños y el desarrollo de su quehacer, elaboró objetos y lugares con visos de permanencia, sin plantearse su destrucción u olvido. El ejercicio mismo de leer “Conversación en la Neblina” activa en la mente la idea de un tiempo diferente, más pausado, lo cual contrasta con el tiempo a un compás más acelerado en que se encuentra inmerso el lector en su cotidianidad. Basta con leer “Bizarro”, relato que presenta a la narradora que, al expresar su voluntad de salir “para olvidar”[5] y “escapar de sí misma a través de su propia piel”[6], se internó en una cueva musical en que ella flotaba como en una especie de paroxismo y, al tensarse en el baile, “todo comenzaba a ocurrir como una película sin sonido”[7]; “[c]omo cuando uno se hunde en el agua y no puede captar la propia voz[8]. Ya fuera de ese estado de estupor, al salir de la “cueva”, se comunicaba con el filósofo Zier en “un pensamiento levitante que se transmite telepáticamente”[9]. Toda esa mezcla de ideas y sentimientos que late en “Bizarro” es un paisaje abstracto y onírico a la vez, con pinceladas ambientales de film noir. “Bizarro” es, a la vez que sensual, hipnotizante, un ensordecedor grito callado de a quien “[s]e inundaba el cuarto más oculto de su mente”[10].

En “Pájaros”, la escritora expresa su frustración ante una tecnología fallida, que no cumplió las expectativas humanas. El supuesto “pájaro perfecto” construido por el ser humano una vez se extinguieron “los pájaros del mundo”, en realidad “nunca pudo ser controlado”[11].

En su pensamiento del mundo ideal, sin embargo, la autora plantea la telepatía sistematizada como consecuencia del desarrollo tecnológico y cómo esa posibilidad de comunicación podría operar a un nivel superior al dolor que provoca el quebrantamiento físico humano. Aunque de cara a su deceso material, Dazai dialoga con el narrador mente a mente, con una asombrosa serenidad y lucidez, teorizando sobre el tiempo y el origen de los miles de pájaros que amenazaban al ser humano que creía haberlos hecho perfectos. El narrador advierte cómo, en su lecho de muerte, la mente de Dazai se encuentra asediada por “[l]a interposición de los recuerdos, la memoria en desorden, la precariedad del recuerdo…”[12]. Se apodera del narrador, sin embargo, “[u]n pavor circundante por debajo de mi piel”[13], tanto por saberse expuesto en su pensamiento, como por conocer a cabalidad el pensamiento de Dazai.

La narrativa y poesía de Glendalys se presenta hasta cierto punto como la manifestación literaria de la teoría de los cristales del tiempo (“time crystals”), del físico Frank Wilczek, quien fuera laureado en 2004 con el  Premio Nóbel y quien, en 2012, causó revuelo con dicha teoría. Wilczek aseguró tener prueba de la existencia de cristales del tiempo, concepto que formuló en atención a que, de ordinario, se piensa de manera simultánea en el tiempo y el espacio. Según el científico, así como los cristales interrumpen la simetría del espacio, debe haber interrupciones similares en la simetría del tiempo, generándose en éste un movimiento perpetuo. Este concepto retador ha estimulado la imaginación de muchos, al punto de teorizarse sobre la posibilidad de viajes en el tiempo. Han explicado estudiosos del tema que en un cristal del tiempo, los átomos se encuentran en el espacio a diferentes puntos en el tiempo, cambiando direcciones como si una fuerza los disparara.

En su escrito titulado “Could these crystals help us travel through time?”[14], Stav Dimitropoulos entrevista a Vladimir Eltsov, quien se dedica a la disciplina de la Física Aplicada en la Universidad Aalto en Finlandia, y quien, en mayo de 2018, con otros dos colegas, llegó a transformar un cuasi-cristal del tiempo en un superfluido cristal del tiempo. En la entrevista a Eltsov, éste, si bien no pudo descartar en principio la posibilidad del viaje en el tiempo, explicó que entender dicha posibilidad requeriría inmensas densidades de energía, que son imposibles de producir en un laboratorio ahora o en un futuro previsible[15].

La anterior digresión, si para algo sirve, es para que se pueda apreciar la fecunda imaginación de Glendalys, quien cuenta con las densidades necesarias de energía para reflexionar y regodearse en el tema y, tomándonos de la mano, llevarnos de paseo por esos mundos alternos creados en su exquisita literatura.

Glendalys misma reconoce las fluctuaciones temporales en su narrativa y su poesía, y el misterio respecto al contexto temporal en que se desenvuelve su libro, siendo el aire de lo desconocido posible por ser muy del pasado o muy del futuro en el tiempo, rompiéndose una simetría que puede lanzar los relatos y las imágenes en cualquier dirección. Explica la autora: “El mismo libro se va revelando ante el lector como algo inaprensible que, por inaprensible, pareciera algo que viene de lo ignoto, o del futuro”.

Ahora bien, ese cristal del tiempo literario que arroja la trama en cualquier dirección, conlleva también un sentimiento de cierto desasosiego y decepción por el futuro mismo, pues como expresa la autora en “Pájaros”:

“Uno hubiese pensado el futuro con todos los sesgos de futuro, lo lejano, lo remoto. Pero lo cierto es que estábamos allí, décadas luego sin nada de aquello del futuro que se había presagiado en las revistas o en los periódicos. El futuro es ese lugar que imaginamos sin olor. Estábamos ante el futuro mismo, pero con ojos truncos. Era cosa de no saber de lo que estaba hecha la vida. Repentinamente en el paso del tiempo se nos imponen modos, máquinas, velocidades, métodos para hacer las cosas que nos arrojan a una época. Ya esa sensación de pertenencia al mundo estaba fuera de contexto”[16].

Esa ilusión de futuro no materializada, que, mientras mantiene en sopor al ser humano pareciera vendarle sus ojos e impedirle ver de qué “estaba hecha la vida”, exige un despertar; que el ser humano haga honor precisamente a su naturaleza humana, pues como expresa Glendalys:

“Las quimeras no estuvieron nunca descifradas. Lo que se supone trajera el futuro nunca llegó a ser, los robots con alma, los robots que sudan, la máquina humanizada. Eso jamás llegó para quedarse. Mientras el ser humano mecaniza, automático, despojado de su humanismo, de su tiempo. Luego de la era de la tecnología fallida había que enfrentarse al mundo otra vez, tal cual lo habíamos dejado, si para algo servía la vida era para eso”[17].

Y con “enfrentarse al mundo otra vez”, se impone de manera inevitable el careo del ser humano con su mortalidad. Así lo expresa Glendalys de manera muy lúcida y dolorosa a su vez:

“¿Qué queda después de todo? Cuando no hay mente aledaña, un universo de ideas antepuesto a otro, cuando la profundidad del ser es infinita, cuando se acaba el contraste de las cosas, las ideas y la humanidad es lanzada a diseñar su propia precariedad, sus miedos, sus algoritmos, su automatismo del deseo. Qué es un ser humano solo en medio de la nada, sin gestos, sin espejos que nos acompañan, las conversaciones, las diatribas, la literatura, el amor, la matemática, la geometría, los mitos, los diálogos, la ira, el silencio, la música, arte, preguntas, teorías, maravillas, extrañezas, la imaginación, los miedos, la ciencia, la risa y la estupidez”[18].

En lo personal, ese pensamiento recurrente que compartimos los seres humanos, ha afianzado mi fe en Dios, pues ¿qué sentido tendría llegar equipados con la capacidad de generar tantos estímulos que se desbordan de lo material si a fin de cuentas todo se extinguirá con la materia? ¿Puede acaso algo tan concreto, orgánico y sensible a los sentidos como es un corazón que bombea acompasadamente, o el sistema respiratorio humano, determinar la trascendencia de lo que nos hace humanos: la capacidad de llorar, reír, amar, odiar, disfrutar del arte, de la vida, de sostener una conversación alma a alma con otro ser humano, angustiarse sobre qué hay después de la muerte? ¿Quién colocó en primera instancia esos sentimientos en el ser? Me resisto a pensar, y aceptar, que algo tan concreto y corruptible como es el cuerpo, dicte los caminos del alma. Otros tendrán diferentes explicaciones a la mía, pero lo cierto es que todos siempre nos planteamos la pregunta que lanza la escritora: “¿Qué queda después de todo?”

Y con su pregunta, y la angustia que la misma entraña, se activa la imaginación y nos planteamos cómo lograr succionar el alma y la mente de cada ser humano y archivarla de manera permanente, no solamente sus recuerdos y sentimientos, sino sus procesos pensantes y emotivos, esto es, llegar al punto en que no tuviéramos que adoptar una actitud resignada ante la inevitabilidad de la desaparición de esa savia emocional e intelectual que conforma a cada ser humano. Y no me refiero a perpetuar una persona en el recuerdo y en el corazón, que es el recurso que siempre utilizaremos para no dejar morir del todo a los seres entrañables al alma. Mi deseo es poder preservar todo eso tan perfecto y maravilloso que entiendo no es lógico que desaparezca con el deceso de la materia.

“Pájaros” es un tratado existencial de contundencia; una punzada al alma que inquieta y duele, pues la escritora nos encara con los temas fundamentales que muchas veces, en el deseo de ignorar la precariedad de la existencia, preferimos no ver. Recuerdos, memoria, sueños, vida, muerte, vacío existencial, temor ante el dejar de ser, o llegar a “no ser”, dentro de un clima gélido, oscuro, son temas que Glendalys plantea sin timidez y con la urgencia de encontrar respuestas.

“Pájaros” puede haber recibido su estímulo inicial, o quizás el decisivo, en ese viaje a Salinas desde Aibonito del que habla la autora, por un camino que era “una gran piedra agarrada de la nada”[19]. En Dopplegänger, como en otros relatos en su libro, Glendalys muestra el ambiente frío, oscuro y misterioso de la montaña, acentuado su tenebrismo en horas de la noche, cuando la mente suele producir monstruos goyescos. Es una especie de determinismo geográfico matizado más por el efecto del frío que por el calor que encontró determinante en el temperamento del habitante de la Isla la Generación del 30 de Puerto Rico. Quizás ello explique que ante la recriminación lanzada al (la) narrador(a) de “Dopplegänger” por no haberse detenido luego de golpear a un gato en la carretera, surja la pregunta de: “¿Sabes de qué está hecho el mundo a esa hora? ¿Sabes de qué está hecha la mirada de un gato a esa hora?”[20].

Y, como consecuencia ineluctable del viaje y la incertidumbre de haber o no matado a un gato, con la carga histórica que tal posibilidad podía entrañar, la autora expresa: “No hallaba imaginar cuánto podría durar el recuerdo de aquel frío, la neblina, la carretera”[21]. Sobre el tiempo, reflexiona la autora: “El tiempo es una cosa no fija. No es como los calendarios; se expande”.

El recuerdo y la memoria son pie forzado en las musitaciones literarias de la autora, y no podría ser de otro modo, pues nos acompañan en todo momento, hasta en ese instante en que, de cara a la muerte, telepáticamente el narrador de “Pájaros” descubrió la mente de Dazai asediada por “[l]a interposición de los recuerdos, la memoria en desorden, la precariedad del recuerdo…”[22]. Tan constantes son los recuerdos que no escapan del sueño mismo, que es también una especie de muerte. Los recuerdos se transforman, reconceptualizan y metaforizan en el sueño. En su sublime y rica expresión onírica en “Vitrales”, Glendalys expresa que “[l]os sueños son como libros perdidos que reencontramos y hay una trama que se queda ahí atrapada a modo de lenguaje escrito, críptico e impenetrable… En aquel sueño todo a mi alrededor cambiaba de forma, asumía un nuevo modo de existir. Hay veces que prefiero mantenerme en el sueño. La ilusión de existir en esa manera siempre ha despertado mi interés”[23]. Es en el sueño que la narradora le indica a Dafne que “…la vida se asemeja a lo que sueñas cuando estás cerca del mar”, mientras “[u]na melodía de Satie entraba como una brisa desde afuera de la casa, pero el piano estaba adentro”[24]. Su referencia a Satie añade riqueza y sentimiento a la imagen del sueño, pues el lirismo del francés, como en sus fascinantes Gymnopédies, promueve la introspección y la reflexión, en un sutil minimalismo musical que se asienta en el alma.

Y en ese otro tipo de muerte que es la tarde del viernes (auténtico preludio del ocaso de la semana), pensamientos de raigambre existencial se alojan en la mente con mayor insistencia, como en la imagen de los amantes en “Azogue” que escuchan la virtuosa y sentida ejecución de un Miles Davis que, aunque hoy fenecido, retoma en la grabación la misma vitalidad y sentido de búsqueda que exhibiera tantos años atrás, casi como si se hubiera podido succionar su ser creativo y se hubiera alcanzado con éxito el poder archivar el genio humano, y, en parte, sus procesos. Los oídos quedan en trance absorbiendo la respiración musical, fraseo y la ejecución sublime de un “Blue in Green” de ensueño en esa joya modal de “Kind of Blue” que se renueva cada vez que se le escucha. Conmueve el alma percibir la expresión real de humanidad del músico que dejó registradas sus notas más logradas e inspiradas, e incluso sus más artísticas notas quebradas y vulnerables, en grabaciones que perpetúan en el tiempo esos derroches de musicalidad y sentimiento. Se me antoja pensar cómo, antes de la invención del fonógrafo, el amante de la música elucubraría sobre la posibilidad de grabar a un artista en el pleno despliegue de su virtuosismo musical. Ese momento llegó, pero la esencia de cada ser humano es tan única que la apariencia de la cristalización de dicha aspiración pone al relieve lo cortos que nos hemos quedado de ese objetivo, pues ninguna grabación puede registrar los procesos mentales, emocionales y creativos; sólo un destilado de todos esos estímulos.

“Azogue” nos presenta la hermosura de la posibilidad de la ternura, “cuando esperando que pasaran las horas ella se quedaba dormida recostada junto a mí, el olor de su cabello me fijaba la idea en la cabeza de que nunca el tiempo es de lo perdido sino de la voluntad del geómetra en cada uno de nosotros”[25], esto “[e]s lo inefable de las cosas, su arquitectura de aire”[26].

En la segunda parte de su libro, que Glendalys titula “Nomenclatura Mustia”, breves escritos, cercanos más al género de la poesía, presentan imágenes vívidas, cual si fueran pinturas.

En “Estudio de Figura a la Sombra de un Árbol”, conmueve la descripción de un mundo desacelerado, en quietud, en un sosegado estallido de colores, que hace evocar la icónica expresión plástica neoimpresionista “A Sunday on La Grande Jatte”, de Georges Seurat. Con un delicado puntillismo que hermanó arte y ciencia, Seurat logró perpetuar de manera memorable en el tiempo un paisaje bucólico en que el joie de vivre misteriosamente se imbrica con la melancolía, esto es, el lograr ver “[l]os colores del mundo a través de mosaicos”, sin olvidar que el mismo paisaje invita a que nos fijemos “en ese modo lento que tiene la tristeza. Parece refractar la luz de una manera distinta”[27].

Esa tristeza también se escucha en el ensordecedor “sonido atroz de lo imposible” que provoca escalofríos cuando se reconoce que “[p]ara el hijo con hambre no me quedan brazos…”[28], y se acepta resignadamente que “[l]a muerte es un tren que nos atraviesa”[29] sin haber logrado descifrar el sueño de la vida, pues “¿[a]caso no es la vida, de todos los sueños, el menos descifrado?”[30]. Cuando la muerte hace su reclamo, la madre acuna en esos brazos que ya no le quedan, al hijo con hambre, pues sabe que “en las fauces del océano habita lo innombrable”[31]. Mientras tanto, la niña, quien también es mujer con alma de madre “[c]ubre con su pequeña mano los ojos de su muñeca, que abren y cierran…”, pues “ella no quiere observe las ruinas de la ciudad donde construyeron sueños”[32], haciendo increíble que una vez era “[i]mposible abandonar esa ciudad donde las palabras se tornaron cosas que se vuelven vida.”[33]. La autora honra esas ciudades perdidas que una vez fueron reales y, de alguna forma, ve perpetuadas conforme a la voluntad original con que fueron construidas, pues fueron sede de sueños de permanencia, no de la aniquilación tantas veces provocada por la intemperancia humana.

“Conversación en la Neblina” será referente obligado en la literatura puertorriqueña, pues estimula el intelecto y pulsa la cuerda más sensible del lector. Su lectura enamora, reta y, pese a lo que sugiere el título, la autora le regala al lector una cálida conversación que se siente como un abrazo. Su libro es de esos que se aferran a esa memoria y recuerdos tan neurálgicos a las inquietudes humanas y literarias de la autora.

Como lector, uno sabe cuando se encuentra ante una expresión literaria a la que no bastará dispensarle una sola lectura, pues el deleite intelectual y emocional que de ella emana, cual buen manjar, exigirá repetidas degustaciones. “Conversación en la Neblina” es una de esas exquisiteces literarias que, le advierto, podría causarle adicción.

[1] (Sopa de Letras, 2020).
[2] “Pájaros”, pág. 14.
[3]  Ibid., pág. 22.
[4]  Ibid., pág. 13.
[5]  “Bizarro”, pág. 67.
[6]  Ibid., pág. 68.
[7]  Ibid., pág. 69.
[8] Ibid., pág. 70.
[9] Ibid., pág. 76.
[10] Ibid., pág. 67.
[11] “Pájaros”, pág. 24.
[12] Ibid., pág. 30.
[13] Ibid., pág. 17.
[14] “Popular Mechanics”, edición de 11 de febrero de 2020.
[15] En el artículo se da el ejemplo del “Large Hadron Collider” (“LHC”), que es el más grande y poderoso acelerador de partículas en el mundo; pesa sobre 38,000 toneladas; tiene una longitud de 27 kilómetros en un túnel subterráneo; y cuenta con partículas guiadas por titánicos magnetos superconductores a velocidades de 11,000 circuitos por segundo, ello a un costo de cerca de de cuatro mil ochocientos millones de dólares ($4.8 billones). Para el referido artículo fue también entrevistado Stephen Holler, físico de la Universidad de Fordham que efectúa experimentos con cristales en sistemas ópticos, y quien explicó que el LHC es realmente monumental, pero que para tan siquiera lograr un atisbo a la posibilidad de viajes en el tiempo, haría falta algún objeto de dimensiones y capacidades muy superiores a las del LHC.
[16] Ibid., págs. 23-24.
[17] Ibid., págs. 25-26.
[18] Ibid., págs. 30-31.
[19] “Dopplegänger”, pág. 33.
[20]  Ibid., pág. 35.
[21]  Ibid., pág. 36.
[22]  “Pájaros”, pág. 30.
[23]  “Vitrales”, pág. 53.
[24]  Ibid., pág. 55.
[25] “Azogue”, pág. 58.
[26] “Nomenclatura Mustia”, pág. 111.
[27] “Estudio de Figura a la Sombra de un Árbol”, pág. 110.
[28] “Elegía Marítima”, pág. 115.
[29] “Inmarcesible”, pág. 117.
[30] “Jardín Profano”, pág. 123.
[31] “Adarce”, pág. 126.
[32] “Algoritmo Demasiado Humano”, págs. 121-122.
[33]  “Invisible”, pág. 131.
Artículo anteriorSerá Otra Cosa- Frente al oído
Artículo siguienteEsta semana en la Historia