Será Otra Cosa-La noche Azul

 

 

Especial para En Rojo

 

Vuelvo al café. Esta vez me percato del reloj que cuelga en la pared gris del fondo. No lo había visto antes. Sencillo, plano como una fina lámina; su esfera parece ser de lapislázuli, la piedra semipreciosa de las montañas de Afganistán. Pienso en el color azul, en el cobalto, en Van Gogh. En lo diferentes, aunque tan parecidos, que son el azul ultramar, opaco y elegante, y el azul cobalto, refulgente y aterciopelado. Pero intento no distraerme otra vez.

Cambio la mirada. Giro la cabeza de un lado a otro buscando a mi alrededor. He perdido la computadora y puede que la haya dejado allí. Debo concentrarme en eso. Miro las caras de las cuatro personas que están en el lugar, por si pudiera identificar algo en ellas que me ayude a dar con el paradero de mi máquina. Todas están metidas en las suyas, muy enteradas de todo menos de lo que ocurre frente a sus narices. El muchacho que me atendió primero no está en el mostrador, no hay nadie. Entonces, en cuestión de microsegundos, mi pensamiento vuelve a la opulencia del color azul, a las betas doradas de la pirita en el lapislázuli, a Van Gogh y su “Noche estrellada” y de ahí salta al sueño que tuve anoche: un perro grande, precioso, color marrón, muerto en la jardinera de un apartamento en el que viví de soltera. Sobre el perro, sólo sobre el perro, llovía a cántaros. El agua caía encima del animal tan copiosamente que lo cubría con rapidez, ocultándose del todo su cuerpo, bajo el barrizal que se formaba al mezclarse el agua con la tierra de la jardinera, para rápidamente volver a emerger robusto y hermoso, pero sucio y dormido. Yo lo miraba desde el balcón enrejado. En un principio no se me hizo fácil identificar la figura amorfa sobre la que tan insistente y unánimemente llovía. Parecía algo naciendo de la tierra. Primero creí que se trataba de Sputnik, el ñame florido que mi hermano y yo, un tiempo atrás, habíamos sembrado allí en nuestro apartamento de estudiantes en Santa Rita, y que ahora, después de tantos años, brotaba inmenso de nuestra jardinera como de una colosal cornucopia. Pero no, era simple y llanamente un perro amansado por el sueño de la muerte, sobre el cual, incomprensiblemente para mí, llovían galones de agua. Me pregunté si tendría dueño, y en qué momento, antes de yo salir, habría llegado a morirse allí.

Pero desde adentro dicen mi nombre. Me devuelven a la realidad en la que he perdido mi computadora y la estoy buscando en el lugar donde creo que la dejé no sé exactamente hace cuánto tiempo. El reloj marca las 3:00. Si fuera Viernes Santo, diría que es una fatídica hora y que, en efecto, el velo del templo se ha rasgado en dos, de arriba abajo, abriéndose una otra dimensión que antes nos estaba vedada. Pero como es un día cualquiera de finales de octubre, sólo puedo decir que es la hora del café, e intentar tomarme uno. Por suerte, aparece el joven barista, es él quien ha dicho mi nombre. Lo miro a los ojos y tardo en reaccionar, porque ya no distingo entre el sueño y la vigilia. Me pregunta si quiero azúcar. Respondo que no con la cabeza. Vuelvo a mirar el reloj, mas esta vez no alcanzo a ver los números. Sólo veo el azul de su esfera tiñéndolo todo. Decido, entonces, ya como de costumbre, sentarme para seguir escribiendo mi tesis sobre un bohemio triste que murió ciego, loco e indigente hace más de cien años. Hago el ademán para agarrar la mochila que siento colgada del hombro, pero no doy con ella. Recuerdo entonces qué hago allí. El corazón se me hiela. Intento preguntarle al joven si de casualidad alguien le ha entregado una computadora, pero supongo que tardé demasiado, se ha ido. Miro a mi alrededor, todos cabizbajos parecen seguir enterándose de todo menos de lo que ocurre frente a sus narices.

La distracción. La huida. La mentira. La omisión.

Yo tiro un cable a tierra. Intento que mi pensamiento deje de escabullirse entre los recónditos recovecos de mi mente, entre los recuerdos del pasado, entre tanta ensoñación, mas últimamente no lo consigo con la facilidad que desearía. Miro a la pared del fondo donde hace un momento colgaba el hermoso reloj plano de esfera azul, buscando hacer «ground» con mi realidad, pero en su lugar sólo encuentro una ventana por la que se asoma una niña con un perro color marrón. Le sonrío. No me devuelve la sonrisa. Tiene la mirada perdida. Parece ser, como dice el bohemio sobre el que escribo, «esa cosa terrible que se llama un niño triste». Me rasco los ojos para volver a mirar y confirmar lo que veo. Encuentro tierra en mis dedos. «¿Puedo ayudarte?», por fin alguien pregunta. Sí, respondo; lo he perdido todo y necesito recuperarlo. Busco la mirada de la niña, la del perro. No hay reloj ni ventana en la pared gris del fondo que empieza a derretirse: violeta, azul, blanco. Polvo por todas partes.  Los cibernautas levantan sus cabezas de la pantalla de sus celulares. «¡Una bomba!», dice uno. «¡Dos misiles!», dice otro…

Despierto tosiendo. Más se ha perdido en la guerra, digo yo.

 

 

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