Será Otra Cosa-Tantear

Foto cortesía de la autora.

 

Especial para En Rojo

 

Caminó hasta sentir que las piernas se movían solas. Mucho había deseado traspasar la voluntad de su conciencia, su comando interior tan proclive a la obsesión. Por ejemplo, ningún trozo de papel permanecía en blanco si entraba en su órbita. Su mayor debilidad eran los post-it en cualquier color y tamaño. Supongo que para los papeles sería un gran infortunio. Cuánto querrían pasar inadvertidos y quedarse así, enormes bocas abiertas, sin trazos, despejados, desafiando aquello para lo que fueron hechos. Pero ella los llenaba con sus listas hasta reventar, casi todas compuestas por frases imperativas con verbos en infinitivo, una suerte de eterno presente de acciones acumuladas, ordenadas a un yo oculto (excepto en los casos de verbos reflexivos), y precisamente por eso, nítidamente obvio. El quehacer era su religión. Anotaba ítems tales como “lavarme el pelo”, “hacer estiramientos”, “dar seguimiento a fulana”, “darme una caricia”, “reorganizar la lista de tareas del lunes próximo”, “dormir ocho horas”, “terminar de leer tres de los libros empezados”. Incluso, en alguna lista puede leerse, “hacer lista de tareas para el año que viene”. Esa se había escrito en septiembre. Nótese que la anticipación azuzaba también el hormigueo cerebral del personaje al que me refiero.

Quizá porque ya la casa se le venía encima de papeles como paredes, ella empezaba a agotarse. Su ímpetu era legendario, invencible, en sí mismo un peligro ante el que alguna vez anotó, “cuidarme de mis impulsos”. Sentirse así, extenuada de veras, le provocaba una gran inquietud. Sin su frenesí, no sabría de sí misma; ¿cómo conocerse sin sentir el empujón del hacer, el puño de las ganas? En un post-it rosita, apuntó: “leer sobre el agotamiento”. Pensaba tanto la pobrecita. Demasiado. Y le gustaba la soledad. Por eso, que el cuerpo hiciera lo que le diera la gana, impetuosamente solo, sin órdenes ni restricciones del mandamás encefálico, suponía para ella una enorme libertad. El suyo no era, aclaro, el sueño de la máquina. No se trataba de automatizarse, sino más bien de la fe en que cualquier extremidad debería ser capaz de decidirlo todo por sí misma. Claro que sí. Que me lleven los dedos, un pie, el codo izquierdo, la enorme cadera que no tengo, la escápula que alguna vez fue ala, el ángulo de cierre del ojo derecho. Que sean ellas también las que me detengan. (Esa lista, curiosamente, le salió en oraciones completas.)

Sin embargo, entre todas las partes del cuerpo, las piernas eran su gran amor. De niña en un campo de pueblo costero, se las habían “enderezado” con unas botitas de cuero de las que se agarraban sendos metales, elevándose piernas arriba hasta llegar a un aro alrededor de los muslos, justo encima de cada rodilla. (Más tarde, ya adolescente y melancólica, las alambradas serían dientes, paladar y encías, pero ese es cuento para otro día.) Éstas, las rodillas, eran el problema. Demasiado juntas. Tanto así que, pese al arreglo, sus opciones de pantis se habían visto limitadas desde entonces a estilos muy, muy específicos, porque todos los demás se le escabullían en la rabadilla nomás dar dos pasos. Lo junto de abajo, se junta más arriba. Supongo que es una forma de sabiduría corporal.

El tan deseado día en que su anhelo encuentra evidencia material parece haber llegado. Siguiendo el primer renglón de su más reciente lista –organizadas todas, claro está, en función de prioridades cuidadosamente establecidas–, había salido a caminar. El ítem leía: “salir a caminar sin objetivo aparente”. Tanto se ajustó a su plan, que caminó y caminó. Pasaron horas, días y semanas. Caminaba sin que su cuerpo necesitara nada más. Hasta el sol tropical había atenuado su azote. A ella no le entraba ningún sombrero en la cabezota y se había puesto bloqueador solar antes de salir –esa actividad era la #3 en la lista referida, después de “tomar agua”–, pero no llevaba más consigo, así que un achicharramiento general era de esperarse. Pero no. Estaba lozana. No sentía hambre ni sed. Nada le dolía. Caminaba y seguía caminando. Cada vez pensaba menos, enfocada como iba en su “salir a caminar sin objetivo aparente”, hasta que dejó de pensar, de desear, de trabajar, de ordenar, de dar seguimientos, de elucubrar planes y modos de abandonarlos, de obligarse a leer noticias, de sentir tantas y tantas ganas de morder a alguien.

Sus piernas la llevaban con una decisión muy propia en la que ella nada incidía; es más, desconocía en absoluto cómo ni cuándo ni adónde podrían dirigirse. Al cabo de un tiempo cuya cuenta hasta yo, la narradora de la que hasta aquí te has fiado, he perdido, sus piernas la llevaron hasta una larguísima escalera que, a fuerza de la destrucción generalizada en aquel país, también había quedado sola, aunque ruina no era, aún. No se adosaba a nada. No llegaba a ninguna parte, puerta, entrada, salida. Era hermosa, cuidadosamente construida con loza criolla y descansos en forma de L cada seis escalones, enlazados estos últimos por un pilar central que dejaba en el aire la mayoría de su superficie. Las piernas seguían moviéndose solas. Subían. Subían. Subían. Llegaron al tope al cabo de muchos días más. Se detuvieron momentáneamente. Pese a que las he reparado todas –soy partidaria, a sabiendas ilusa, de atar todos los cabos–, en las listas no he encontrado nada sobre qué y cuándo y cómo hacer con el vacío. “Tantear”, anotó en su propia lista la pierna izquierda, ladeándose en el aire con decidido terror.

 

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